La “Lactoria Cornuta”, más conocida como “Pez Vaca”, y llamada por sus amigos y familiares “Rosalinda”, era un pez adulto, de unos 30 centímetros de largo y completamente amarilla, si no fuera por algunas motas verde-oliva que tenía en los costados. De su cabeza sobresalían dos cuernos que ella insistía en denominarlos “cuernos de vaca”, aunque más bien se asemejaban a los cuernos de los caracoles…
No tenía agallas (en todos los sentidos de la palabra), -cosa que le recordaban continuamente los bancos de peces por los que pasaba-, pero tenía algo que la distinguía: podía nadar hacia atrás. Además, si la asustaban o estresaban era capaz de soltar la toxina más tóxica de todo el hábitat.
Era un pez lento. Tan lento que al plancton que flotaba en las corrientes marinas le daba tiempo de posarse en los abismos del océano antes de que Rosalinda pudiera llegar a probarlo. Ella se excusaba con la idea de que a esa profundidad a cualquiera le costaba moverse con soltura, pero esta tesis no convencía a los peces abisales, que, desprovistos de esqueletos, eran los más rápidos con diferencia… y se daban un festín gracias a su torpeza y lentitud.
Rosalinda deambulaba sola y se encontraba tratando de alcanzar un pedazo de caparazón deshecho de algún molusco que pasó por allí hacía rato. El plancton de aquellos lares no le agradaba en demasía: de todos es sabido que en el Océano Pacífico no abundan las comidas sabrosas. Ese trocito le parecía que podía ser una buena cena. Además tenía vetas blancas sobre un fondo negro, era triangular, se abría….Un momento: ¡Se abría!
— ¿Pero de dónde has salido tú? ¡Yo pensé que eras un trozo de molusco y resulta que tienes vida!
—Permíteme presentarme. Soy Drago, más conocido como mejillón cebra. Y no dejes que mi tamaño te confunda: soy capaz de provocar las mayores catástrofes en los mares y océanos. Generalmente estoy en la zona del Mediterráneo, pero una mega corriente me trajo hasta aquí.
Y esbozó una sonrisa de satisfacción.
Rosalinda se percató de que estaba hablando con un invasor y comenzó a sudar. Notaba que la respiración se aceleraba y de los agujeritos en los costados salían burbujas pequeñas más rápido de lo normal. Notó unas ganas terribles de vomitar y la cabeza le daba vueltas. Era una sensación de ir engordando cada vez más para poder explotar. Y de repente, notó cómo de sus poros salía una sustancia pegajosa que atravesó su traje y alcanzó al invasor, provocándole un aullido de dolor, seguido de un profundo silencio.
Rosalinda movía sus diminutas aletas pectorales con rapidez presa de la excitación . Se acercó a Drago y comprobó que no se movía. Del susto se habría quedado dormido- pensó-.
De repente se acordó de Muji, un primo con el que jugaba de pequeña. Sus padres les decían que no jugaran a asustarse, que se estresarían. Pero a ellos, como a cualquier larva, les encantaba esconderse por entre los arrecifes y salir al paso del otro, provocando un susto que les daba mucha risa. Un día de los que jugaron Muji se quedó pasmado, la miraba pero no decía nada y se quedó dormido, cayendo a las profundidades. Rosalinda pensó que le había llegado el momento de independizarse, que Muji se había desarrollado antes que ella. Así que le gritó “¡Buena suerte!”, y prosiguió su camino.
Rosalinda volvió a mirar al invasor, que se precipitaba a lo más profundo. Sintió la necesidad de gritarle algo, se volvió buscando, pero no había nadie. Quiso nadar hacia el fondo del océano, pero iba más despacio que aquel cuerpo precipitándose… Y de nuevo se encontró sola, sin nadie con quien conversar. Prosiguió su camino, a la caza de algo que echarse a la boca, preguntándose cuánto tiempo habría de pasar hasta que ella también se hiciera adulta y pudiera investigar los confines del océano, y lograr así reencontrarse con Muji y tantos otros con los que jugó en su juventud al escondite…
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