Unos dicen que los que están como yo no sentimos nada, y otros que lo sentimos todo. Yo
sólo siento lo que huelo, y tan sólo huelo recuerdos y presentes, tan inconexos que no sé
bien cuáles son unos y cuáles son otros. Hay un recuerdo que identifico a ciencia cierta: el
del día del accidente, con olores a sangre, a trueno de acero y a cristales rotos. Y también
otro, aquel del que espero visita.
Después de aquellos olores vino, parece ser, el olor a cloroformo y desinfectante, y una
sucesión sábanas de algodón, a intervalos sucias, a intervalos limpias. Pero ninguno de esos
olores era el que yo esperaba. El olor dulce a galletas caseras delató la presencia de mi madre a mi lado, y el de aceite de motor, a mi padre. La limpieza extrema del jabón debe ser la enfermera, que algunas veces abre la ventana y deja entrar polución caliente y asfalto lejano.
Creo que al principio el aceite de motor y las galletas horneadas sudaban miedo y
desesperanza, pero eso fue hace mucho tiempo, aunque no estoy seguro: el tiempo, como la oscuridad, no se percibe con el olfato. Más tarde dejaron de sudar y sólo quedó un vapor de cenizas y resignación. Mi respiración también se tranquilizó, y la entrada de los aromas en mi nariz se ralentizó conforme se iban sucediendo las secuencias de sábanas con orina y los lechos impregnados en cremas suavizantes. Al poco tiempo, el día que detecté la visita de dos tufillos, hermanos muy parecidos al mío, las galletas y el aceite de coche sufrieron un estremecimiento que les hizo exhalar fragancias de esperanza y de días lejanos. Ambos
debieron pensar tanto en lo que mi vida tenía que haber sido que pude percibir el hedor de una clase llena de niños, y la colonia que usaba mi profesora de primaria. Después
recordaron con tanta intensidad la promesa de futuro que yo iba a ser que me transmitieron
el polvo y la seca paciencia de los libros que estudié en mis años de universidad. Y, tanto
imaginaron la vida que debí haber alcanzado, que llegué a notar porvenires imaginarios: la
humedad de la piedra con la que se construyen los palacios de justicia, la pólvora que se
adhiere a los asesinos confesos, la sal y el vinagre de las sentencias de prisión. Aunque
tampoco era ese el olor que yo esperaba.
No volví a pensar en esas cosas una vez pasado aquel periodo, y las galletas y el aceite de
motor también debieron conseguir alejar esas esperanzas, ya que el intervalo entre las visitas de esos olores familiares se hizo cada vez mayor.
No sé a ciencia cierta cuándo duermo y cuándo estoy despierto, así que el salitre del suero
puede ser en realidad el olor de una playa imaginada, y los perfumes a acacias del prado
donde a veces me revuelco tal vez se deben a algún ambientador que conecta la enfermera
de jabón y desodorante.
Hoy (o quizás ayer, o hace un rato tan sólo; recientemente en todo caso) llegó la brillantina
del que gasta tinta sobre la celulosa de mi historial. Exhaló varias bocanadas de aire con
aromas a almuerzo sin digerir (a lo mejor las acompañó de palabras y órdenes, pero no oigo) e inmediatamente el jabón y el desodorante, junto con otras compañeras que desprendían
fragancias parecidas, procedieron a desatar una secuencia de sucesos: la aromática espuma
de afeitar dejó paso al familiar olor a grasa del pelo que me recordaba a la peluquería que
frecuentaba cuando era pequeño, sólo que esta vez la había acompañado un aroma afilado a acero de cuchillas. Después el desinfectante para las heridas lo ha inundado todo, y supongo
que ha ido a posarse a la misma zona en la que ahora no tengo vello. Lo siguiente ha sido
una sucesión rápida de esencias muy parecidas a aquellas con las que convivo, como si
pasara a través de un pasillo con habitaciones gemelas a la mía. Ahora la ausencia de
fragancias es absoluta, como si estuviera en el lugar más limpio del mundo, sin gérmenes ni
bacterias. Eso sí, hay más brillantina y digestiones de almuerzos a medio hacer a mi
alrededor, y en cuanto vuelvo a percibir el ácido y afilado acero, este despierta otra vez el comienzo de todo. La sangre metálica me recuerda a aquella otra sangre que, en parte era mía, y en parte de mi acompañante durante aquel viaje, el día del trueno. Recuerdo (es un recuerdo, seguro) que la adrenalina me inundó por dentro en aquel momento, y que mi saliva se secó de repente. Esto lo he recordado un millar de veces, pero ahora el acero
afilado debe estar haciendo algo en mi cabeza, porque el olor de mi sangre se mezcla con el recuerdo de la sangre de ella, de la misma que me enamoró con el perfume de su pelo
mojado en la playa, con su aroma a flores. Ella era la que me faltaba junto a las acacias y a la sal del mar, la que estuvo a mi lado cuando menos debía estar. El olor del que no he
recibido visita. Ella, que después de aquella vez, ni siquiera volvió a poder oler.
sólo siento lo que huelo, y tan sólo huelo recuerdos y presentes, tan inconexos que no sé
bien cuáles son unos y cuáles son otros. Hay un recuerdo que identifico a ciencia cierta: el
del día del accidente, con olores a sangre, a trueno de acero y a cristales rotos. Y también
otro, aquel del que espero visita.
Después de aquellos olores vino, parece ser, el olor a cloroformo y desinfectante, y una
sucesión sábanas de algodón, a intervalos sucias, a intervalos limpias. Pero ninguno de esos
olores era el que yo esperaba. El olor dulce a galletas caseras delató la presencia de mi madre a mi lado, y el de aceite de motor, a mi padre. La limpieza extrema del jabón debe ser la enfermera, que algunas veces abre la ventana y deja entrar polución caliente y asfalto lejano.
Creo que al principio el aceite de motor y las galletas horneadas sudaban miedo y
desesperanza, pero eso fue hace mucho tiempo, aunque no estoy seguro: el tiempo, como la oscuridad, no se percibe con el olfato. Más tarde dejaron de sudar y sólo quedó un vapor de cenizas y resignación. Mi respiración también se tranquilizó, y la entrada de los aromas en mi nariz se ralentizó conforme se iban sucediendo las secuencias de sábanas con orina y los lechos impregnados en cremas suavizantes. Al poco tiempo, el día que detecté la visita de dos tufillos, hermanos muy parecidos al mío, las galletas y el aceite de coche sufrieron un estremecimiento que les hizo exhalar fragancias de esperanza y de días lejanos. Ambos
debieron pensar tanto en lo que mi vida tenía que haber sido que pude percibir el hedor de una clase llena de niños, y la colonia que usaba mi profesora de primaria. Después
recordaron con tanta intensidad la promesa de futuro que yo iba a ser que me transmitieron
el polvo y la seca paciencia de los libros que estudié en mis años de universidad. Y, tanto
imaginaron la vida que debí haber alcanzado, que llegué a notar porvenires imaginarios: la
humedad de la piedra con la que se construyen los palacios de justicia, la pólvora que se
adhiere a los asesinos confesos, la sal y el vinagre de las sentencias de prisión. Aunque
tampoco era ese el olor que yo esperaba.
No volví a pensar en esas cosas una vez pasado aquel periodo, y las galletas y el aceite de
motor también debieron conseguir alejar esas esperanzas, ya que el intervalo entre las visitas de esos olores familiares se hizo cada vez mayor.
No sé a ciencia cierta cuándo duermo y cuándo estoy despierto, así que el salitre del suero
puede ser en realidad el olor de una playa imaginada, y los perfumes a acacias del prado
donde a veces me revuelco tal vez se deben a algún ambientador que conecta la enfermera
de jabón y desodorante.
Hoy (o quizás ayer, o hace un rato tan sólo; recientemente en todo caso) llegó la brillantina
del que gasta tinta sobre la celulosa de mi historial. Exhaló varias bocanadas de aire con
aromas a almuerzo sin digerir (a lo mejor las acompañó de palabras y órdenes, pero no oigo) e inmediatamente el jabón y el desodorante, junto con otras compañeras que desprendían
fragancias parecidas, procedieron a desatar una secuencia de sucesos: la aromática espuma
de afeitar dejó paso al familiar olor a grasa del pelo que me recordaba a la peluquería que
frecuentaba cuando era pequeño, sólo que esta vez la había acompañado un aroma afilado a acero de cuchillas. Después el desinfectante para las heridas lo ha inundado todo, y supongo
que ha ido a posarse a la misma zona en la que ahora no tengo vello. Lo siguiente ha sido
una sucesión rápida de esencias muy parecidas a aquellas con las que convivo, como si
pasara a través de un pasillo con habitaciones gemelas a la mía. Ahora la ausencia de
fragancias es absoluta, como si estuviera en el lugar más limpio del mundo, sin gérmenes ni
bacterias. Eso sí, hay más brillantina y digestiones de almuerzos a medio hacer a mi
alrededor, y en cuanto vuelvo a percibir el ácido y afilado acero, este despierta otra vez el comienzo de todo. La sangre metálica me recuerda a aquella otra sangre que, en parte era mía, y en parte de mi acompañante durante aquel viaje, el día del trueno. Recuerdo (es un recuerdo, seguro) que la adrenalina me inundó por dentro en aquel momento, y que mi saliva se secó de repente. Esto lo he recordado un millar de veces, pero ahora el acero
afilado debe estar haciendo algo en mi cabeza, porque el olor de mi sangre se mezcla con el recuerdo de la sangre de ella, de la misma que me enamoró con el perfume de su pelo
mojado en la playa, con su aroma a flores. Ella era la que me faltaba junto a las acacias y a la sal del mar, la que estuvo a mi lado cuando menos debía estar. El olor del que no he
recibido visita. Ella, que después de aquella vez, ni siquiera volvió a poder oler.
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