“Y tan ricamente”. Así acababa el relato.
Se me había revelado en un sueño y, aunque no sabía bien qué es lo que venía a significar, bien podía captar cierta enseñanza vital en él. O quizás todo eran imaginaciones mías. Al fin y al cabo, y por aquel entonces, aún estaba sumergido en una de las etapas más tristes y dolorosas de mi vida, y nada se conseguía mostrar claro en mi cabeza. Aún tendrían que pasar varios meses antes de que la niebla se levantara.
Es lamentable de qué manera se aferra uno a lo poco que quiere y conoce, a pesar de que el aire, la luz y la lluvia fina después del atardecer -cuando se enfría la atmósfera-, te repiten una y otra vez que todo ha terminado, que estás viviendo con un muerto que eres tú mismo y que más te valdría agarrarte a la poca carne que aún queda vida y salieras por patas. Cuando esos consejos todavía no han cobrado sentido te dedicas exclusivamente a concentrarte en respirar, poniendo cuidado en no olvidar cómo se hace, en tomar el máximo posible de comidas a sus horas y en aceptar la mayoría de hombros amigos, aunque no tengas ganas de ver ni a su puta madre. Estas cosas son las que necesitas imponerte con la escasa voluntad que reúnes, pero luego están las que, aunque nunca has entrenado a conciencia, ni son fruto de una disciplina auto impuesta, se instalan en tu vida con la misma naturalidad con la que conviven dos hermanos siameses: el alcohol a cualquier hora, los paquetes de cigarrillos sin número ni nombre, las conversaciones (monólogos despechados) con los amigos y las noches de insomnio. Por lo visto, mezclar aquellas primeras con estas últimas, procedentes desde algún punto desconocido del exterior, es lo que te hace regresar, poco a poco, muy lentamente, con una cuajo exhasperante, a la cordura a la vida diaria.
Pero, un mes después de comenzar el calvario, aún era pronto para poner orden, y fué entonces cuando se me reveló aquel relato en un sueño furtivo. Recordaba los detalles con nitidez, así que no me resultó difícil transcribirlos en forma de historia. Lograr algún efectismo al final para transmitir la moraleja escondida costó un poco más, pero conseguí algún resultado resistiéndome a abandonar la sensación que aún permanecía conmigo después de despertar. Supongo que el proceso interno de medrar la historia, hilar la trama y redactarla sin perder de vista mis sensaciones asociadas, en medio de aquel mar de fuego, fue posible gracias a la indolente caraja que provocaban las noches de insomnio. A veces el dolor trae su propia anestésia. Luego vino la lectura precisa de uno de mis amigos, reclutado, entre mis llantos y mis lamentaciones, como mercenario de la corrección. Tras su estricto examen, anotación y corrección, decidió darlo por pasable, algo muy alentador para el desgraciado desenamorado que era yo en ese momento.
Otro amigo, por casualidad, y después de recomendarme por enésima vez el olvido completo como terapia superatoria de mis males, se lanzó a hablarme del concurso literario que su universidad convocaba entre los alumnos del centro, con un premio de veinticinco mil pesetas. Quizás hizo el comentario para desviar mi recurrente amargura, o quizá para escapar por un rato de mi plañidero acoso, pero el caso es que me proporcionó el suficiente descanso en mi masa gris como para sumar dos más dos.
Y así quedó convenido. Presentamos el relato, escrito por mí, corregido por mi amigo censor y presentado a concurso interno con el nombre del universitario.
No deposité grandes esperanzas ni le dediqué dos pensamientos más al asunto: seguía muy ocupado quejándome al cielo por el terrible castigo que me había impuesto. Continué convencido de que la diosa del destino era una hija de puta con tendencias sádicas, y aún habría de pasar algún tiempo antes de descubrir que la hija de puta no era otra, en realidad, que la mismísima mujer que me había abandonado. Proseguí con mi dieta de cerveza y cigarrillos de madrugada y medité sobre el significado de la vida, de la muerte, del destino y de la madre que me parió. Y un buen día mi amigo el universitario recibió una llamada solicitando su presencia en una ceremonia de entrega de premios, y entonces se encendió la primera luz. No fue una luz muy grande pero, a mí, en aquel momento hasta una foco de veinte mil vatios me venía corto para orientarme, razón exculpatoria para la tenue luz del premio, no por tenue (que no lo era) sino por tener poco que ver (pensaba yo) con el anhelado antídoto para el dolor.
Los meses pasaron y dolor se apagó por su cuenta. La cordura, o la apariencia de ella, regresó para ayudar a afianzar las lecciones aprendidas. En los años siguientes el mundo siguió girando al mismo estúpido ritmo pero al menos dejó de parecerme una desfachatez que siguiera hacíendolo sin consultarme. Y mis amigos fueron y vinieron, igual que aquella mujer que primero vino, y después, sin más, se fué.
Queda el orgullo de haber vivido la unión pasajera de tres tíos en una empresa de dudosa gloria, convocados por la desgracia de uno de ellos, e inspirados por la justicia terrena, ejemplificada magníficamente a la hora del reparto del premio: tres partes de ochomil pesetas.
Sobraron mil pesetas para brindar los tres con cerveza. Y tan ricamente.
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