Aquella sociedad llevaba funcionando mal mucho tiempo. Cuando casi todos sus pobladores sentían el ahogo de la imposibilidad de continuar sin que se desintegrara la tierra que los albergaba, llegó un señor de cara amable y sin edad con una maleta marrón. Se sentó en una de las céntricas calles de la ciudad. Abrió la maleta y sacó de ella unos tarros transparentes.
-Vengo a poner un banco de quejas, dijo a los que, curiosos, se paraban ante él.
Las personas empezaban a retirarse de aquél lugar pensando que era un señor muy loco fruto de la casi insostenible vida que empezaban a llevar todos en aquella sociedad: prisas, estrés, pensamientos de vida imposible, desesperanza, falta de tiempo, males de cabeza y corazón....
Una mujer, llorando, pasó delante de aquél señor. Él, al verla tan desconsolada pensó que sería un buen comienzo para su negocio altruista en el que confiaba ciegamente después de llevarse tanto tiempo ideándolo.
– Señora, por favor acérquese, le pidió Farfelú.
– ¿Me llama a mi?, le preguntó enjugándose las lágrimas.
– -Claro, es a usted, venga por favor. No voy a preguntarle qué le pasa, seguro que tiene usted miles de quejas en este momento. Tenga, sople en esta tarro y aspire en este otro. Le entregó un tarro transparente para soplar y otro rojo pálido para aspirar.
La mujer, recelosa, se dejó llevar e hizo lo que aquél señor con cara de tener la edad que quisiera, le indicó.
Primero sopló en el tarro transparente. Farfelú colocó sobre él una tapadera y ella vio cómo empezaba a cambiar de colores hasta quedarse en ámbar. A continuación aspiró del tarro color rojo pálido. Una fuerza desconocida se apoderó de su cuerpo. Primero visualizó todo lo que otra persona había soplado en aquél tarro. Miró a Farfelú y éste le dijo: durante una semana usted sentirá y vivirá como la persona que antes sopló en el tarro del que usted aspiró. Hará todo lo que sea posible por hacer desaparecer esas quejas y, luego, volverá aquí a por las que ha dejado hoy. Esto es un banco de quejas.
En sólo un mes, la sociedad irrespirable empezó a tener otro sonido, otro olor, otro color. Las caras de sus pobladores empezaban a lucir un semblante de edades que les gustaban. Respiraban más a pleno pulmón y los llenaban.
Dado el éxito del experimento, Farfelú se vio obligado a irse a un lugar infinito y blanco para atender a una multitud de personas y colocó en él todos los tarros multicolores. Los tarros transparentes acogían las quejas nuevas. Éstos iban mutando los colores en función de la gravedad de los problemas que motivaban las quejas.
Las quejas insulsas dejaban el tarro en verde puro. Las controvertidas en ámbar y las quejas más duras teñían el tarro de un rojo vivo que asustaba a quien la recibía. Además de estos tres colores puros, había una infinidad de matices de colores entre unos y otros, según la graduación de una queja. Los matices importaban, y mucho. Farfelú tenía una sensibilidad especial para asignar tarros de quejas. Las más duras a los quejosos más risibles. Las más livianas a los sufridores más duraderos.
En poco tiempo los pobladores de aquella sociedad llevaban sus vidas de un modo más completo. A sus tareas, que comprendieron más llevaderas, se les unió la agradable obligación de cargar con las quejas ajenas. Finalmente cada cual terminaba prefiriendo las propias, y cuando volvía por ellas, el peso de éstas se había perdido en gran medida gracias al trabajo que otros quejosos habían hecho con los problemas que las generaban. Sus vidas empezaron a tornarse más ligeras y queridas. Se bebían con inmensa alegría cada minuto de la vida y, cuando aparecía un problema, lo afrontaban de inmediato, sin miedo y con la determinación que permite seguir avanzando.
A veces Farfelú entregaba tarros negros. Eran los que contenían quejas a problemas sin solución. Farfelú se los daba a los quejosos más insolentes, a los insolidarios, a los duros de mollera y a los reincidentes: había una sola regla en el funcionamiento del banco de quejas. Podían aparecer quejas nuevas a problemas nuevos, pero nadie debía ir al banco con quejas repetidas.
Algunos días Farfelú también sentía la necesidad de soplar en los tarros, ello implicaba aspirar de otros.
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