Según reza un proverbio alemán, “Demasiada suerte, es mala suerte”.
Nos pensamos que el dinero da la felicidad. Y podría considerarse una ayuda, pues uno no invierte en salud física o mental para conseguir aquellos bienes necesarios para la subsistencia. Pero tener dinero, -mucho dinero-, no significa que estés resguardado de desgracias. Todos podemos vernos encerrados en la celda de un psiquiátrico -o enterrados- a causa de la debilidad y la codicia de los que nos rodean…
El cambio a mi nueva vida comenzó una tarde de invierno, mientras volvía del súper. Tenía cuatro bolsas en cada mano y me iba preguntando por qué coño no había cogido el coche, ya que la casa de mis padres (en la que vivía a mis 45 años) se situaba en lo alto de la ladera, y habías de subir una cuesta empinadísima llena de piedras que en algún momento formaron parte de una calzada romana.
Mi cuerpo se balanceaba a cada paso que daba y con cada bocanada de aire sentía que se me helaban los pulmones. Oí unos pasos rápidos queriendo alcanzarme, y alguien que gritaba mi nombre. Me volví –no con poco esfuerzo- y vi a doña Eulogia, la mujer del lechero, que avanzaba a zancadas firmes mientras con una mano se sujetaba la toquilla negra que cubría sus hombros y con la otra hacía aspavientos para llamar mi atención. Siempre me he preguntado cómo estas mujeres mayores pueden subir y bajar las cuestas sin aparentar esfuerzo, con tacones –incluso- y yo, que como haga el intento de ir más deprisa no me libro de los calambres.
-Tu tía Encarni, hijo, tu tía Encarni. Dijo la anciana jadeando.
- ¿Mi tía Encarni qué, doña Eulogia?
- Que la han atropellado. Que se la han llevado al hospital. Pero entre tú y yo, hijo, ya es inútil. Tienes a toda la familia buscándote, ¿Dónde te habías metido?
Yo la miré y levanté las manos llenas de bolsas.
- ¿Quién la ha atropellado? ¿Cómo ha ocurrido? ¿Cuándo? ¿Y mis padres, lo saben ya?
- ¡Corre! ¡Tira para la casa! Hay que llevar a tus padres al hospital en coche, que hasta mañana no hay autobuses. Yo te acompaño, así te cuento qué ha ocurrido.
Y se agarró de mi brazo dejando caer su peso de unos 85 kilos, mientras narraba lo sucedido:
- El Eusebio, que venía de llenar su carro de estiércol de la granja del Marqués, y como ya anocheció dice que no la vio, que se le cruzó como un gamo en la noche. Intentó frenar al caballo pero éste se asustó y con un relincho se desbocó. El Eusebio cayó, el carro se volcó, y todo fue a parar encima de la pobre Encarni...
- Se lo dije cien veces, doña Eulogia, que esa manía suya de salir a pasear en medio de la carretera vieja, una vez anochece, le iba a dar un susto.
- Sí, desde que le tocó la lotería que no andaba muy fina, no...-Dijo doña Eulogia mientras se llevaba una mano a la boca y negaba en silencio-. “Pobrecita, con lo limpia que era”. Sentenció.
- Ella que decía que si pisabas una mierda tenías dos días de buena suerte, y fíjese usted, doña Eulogia, cómo ha acabado...qué irónica es la vida.
Al llegar a casa me encontré a mi madre llorando desconsolada. Me acerqué a ella y la abracé. No sabía qué decirle. Mi madre sólo atinaba a decir “Ay que pena más grande, que me la han matado enterrada en abono. Con lo relimpia que era ella”.
Las siete u ocho vecinas, que previamente a mi llegada habían oído los llantos de mi madre y acudieron a casa para enterarse de lo que había pasado, intentaban consolarla. Yo miré a mi padre, que estaba sentado en una silla, apoyando la mano con el vaso de vino tinto sobre la mesa y rascándose la boina de cuadros. Me acerqué a él para cerciorarme que estaba bien, pero se levantó. Movió su mano para que me acercara hacia donde estaba y mientras yo soltaba las bolsas se acercó a mi oído y me dijo “¿Tú sabes lo que esto significa? Tu tía no tenía herederos, así que todo te lo dejará ti. No tocó nada de los veinte mil millones que le tocó en la lotería, así que serás rico. ¡Por fin un Santiesteban será alguien!”.
- Papa ¿cómo puedes decir eso en un momento así? Mira a mamá, un poco más de respeto...
Cogimos lo necesario y nos metimos en el coche, rumbo a la ciudad, para encargarnos de mi tía Encarni.
La esquela salió en el periódico de la comarca. Desoyendo mis consejos y forzados por mi madre en su epitafio pusimos “Aquí yace Encarnita, una mujer pura y limpia”. Menos mal que los llantos de las plañideras acallaban las miradas cómplices de la gente que acudió al entierro y las risitas disimuladas de aquellos que pensaban en lo irónico de la situación.
Dos meses después, y tras varias sesiones de abogados y notarios, mi cuenta bancaria sumaba más ceros que una aplicación informática. Mi madre ya no lloraba, se pasaba el día de aquí para allá con su abrigo de piel de visón y sus zapatos de Manolo Blahnik, dando órdenes a la chica vietnamita que no entendía pero asentía a todo. Mi padre cambió su gorra de cuadros por un sombrero de copa a juego con una capa de corte decimonónica. Decía que los señores debían vestir con elegancia y él lo llevaba a sus últimas consecuencias. Aparecía poco por casa; se excusaba en sus negocios de reses y toros bravos y en la multitud de comidas y cenas con “gene importante” que debía hacer a lo largo de la semana – aunque de todos en el pueblo era sabido que mantenía encuentros esporádicos con una lituana de 30 años que lo tenía encandilado-.
Además del cambio de vida y de casa que le di a mis padres, yo me las ingenié para invertir en bolsa –asesorado por grandes economistas que acudieron al pueblo al poco de saberse la herencia que me habían legado-. Esto hizo duplicar mi riqueza en menos de quince días, y volver a perder esos beneficios a los dos días siguientes. Mi conciencia me advertía de los peligros de la avaricia y decidí que ya que tenía aquella gran cantidad de dinero debía cambiar mi existencia y la de aquellos que me rodeaban.
Ordené hacer en el centro del pueblo una mansión con 123 habitaciones y otros tantos cuartos de baño, piscina climatizada para invierno y otra en el jardín de 300 metros para el verano. Sala de gimnasio y sauna. El hecho de tener dinero le hace a uno más desconfiado, así que decidí construir una habitación del pánico de unos cien metros, por si alguna vez venían a agredirme. En caso de guerra nuclear no estaba probada su eficacia, pero ahí estaba, por si acaso.
Me gasté veinte millones de euros en un viaje al espacio de una semana. Cuando volví tenía tal obsesión por el paisaje espacial que decidí invertir dinero en remodelar mi pueblo, al estilo futurista. Esto en el pueblo sentó de maravilla, nadie puso impedimentos (¿Quién pone obstáculos para un cambio gratis?).
Ahora no teníamos ayuntamiento, sino Cápsula Consistorial, donde el Alcalde –que antes iba con boina y vaqueros- daba su mitin vestido de almirante de la NASA. La iglesia del pueblo, llamada antes de Nuestra Señora de los Pinos, de estilo románico, la tiramos abajo para rehacerla de nuevo con paredes de cristales que se volvían más opacos a medida que les daba el sol. La denominamos la iglesia de Las Estrellas. Ya no necesitábamos sacerdote: cuando alguien quería oír misa, adquiría en recepción la guía auditiva del sacramento –así no importaba la hora a la que acudieras-. Y las ostias consagradas se facilitaban en máquinas expendedoras por una cantidad simbólica de un céntimo.
Las calles se llenaron de neones, en lugar de faroles. Las entradas de las tiendas sugerían entradas a un agujero negro, con sus pequeños haces de luz, simulando el polvo espacial. Cada tienda con colores distintos. Don Cosme, el charcutero, se quejaba porque no podía colgar los jamones en la puerta. Decía que no estaba muy seguro de que en el espacio flotaran patas de jamones. Cada mes hacía que mis contables le adelantaran un cheque, y todos contentos.
Había algo que no cambiaba: a los hombres del pueblo les seguía gustando salir de picos pardos los fines de semana. Así que decidí montar mi más fructífero negocio: “Abre tus piernas” - en homenaje a aquel famoso director de cine-. Allí fue donde conocí a Melinda, una brasileña de 22 años que vino al pueblo buscando trabajo. Tenía una voz tan dulce que la coloqué atendiendo el teléfono del negocio. En conversaciones nocturnas, me habló de su situación, de su familia, de lo mal que lo pasaban allí en las favelas y de cuánto echaba de menos a su hijita.
Quería corresponder a su buen hacer y a los maravillosos momentos que me daba, así que empecé por pagarle el doble de lo que correspondía a su salario. Esto ayudó a mejorar su situación, pero no le alcanzaba a enviar a su familia. Con el tiempo, le regalaba dinero, le compraba lujosos regalos y una noche, preso de la emoción, le pedí en matrimonio. ¡Qué felices íbamos a ser en nuestra mansión, con su hijita y los hijos que tuviéramos nosotros! Ahora nos les faltaría de nada.
Nos casamos en la Cápsula Consistorial, con el Alcalde vestido de ingeniero de la NASA –como no podía ser de otra manera-. Acudió toda su familia -me había encargado que los trajeran en avión privado para llegar a tiempo al enlace-. Pero la mía no acudió. Mis padres no estaban de acuerdo con el matrimonio ya que pensaban que Melinda no tenía buenas intenciones y
-dicho sea de paso- se percataban que al casarme reduciría considerablemente el pedacito de pastel de la herencia al que tenían acceso.
A los dos meses de la boda, Melinda quedó embarazada. ¡Mi primer hijo! Estaba tan ilusionado. Comencé a llenar la casa de regalos y juguetes para preparar la llegada de Juan Enrique Santiesteban (junior). Me gasté una fortuna en objetos y preparación de fiestas en su honor. Melinda me aconsejó abrir una cuenta a nombre de mi hijo en cuanto naciera para tener asegurado su futuro. Ella era tan previsora y responsable…
Al fin nació mi hija. Melinda María Segunda. Una niña dulce, preciosa y muy pequeñita. Todos decían que su naricilla se parecía a la de mi padre. Pero él no estaba allí para corroborarlo, seguían sin tener contacto con nosotros.
Antes que Melinda María Segunda cumpliera el año y medio de edad, su madre me pidió el divorcio. Quería volverse a su país con el padre de su primera hijita y, por supuesto, se llevaba a la nuestra.
De nuevo, tuve que reunirme con abogados y letrados que, además de defenderme, consiguieron que la mitad de mi herencia pasase a mi mujer, me obligaron a firmar un acuerdo en el que me comprometía a abonar a mi ex mujer cien mil euros anuales, y hacerme cargo de la manutención de ambas hija hasta que pudieran valerse por ellas mismas.
Intenté reconciliarme con mis padres, contándoles mi desgracia con mi mujer e hija, pero lejos de compadecerme me pusieron una demanda por pródigo. Demanda que ganaron al demostrarse mi escaso juicio a la hora de manejar mi herencia.
Además de pasar ellos a gestionar mi fortuna, me internaron el centro psiquiátrico más cercano de la Comarca.
El Alcalde, visto el resultado de mis hechos, decidió renombrar la Cápsula Consistorial y volver a denominarla Ayuntamiento. Me regaló el uniforme de Ingeniero de la NASA y retornó a sus vaqueros.
El sacerdote del pueblo –que, tras las audio guías y máquinas expendedoras de Ostias habíamos recolocado como conserje de “Abre Tus Piernas”- volvió a celebrar misa en la Iglesia de las Estrellas (eso no lo modificaron, pues decían que los cristales ahumados y el nombre de la iglesia no estaban tan mal).
Yo escribo mi historia desde la habitación 240 del Psiquiátrico “Sigmund Freud”, a veinte kilómetros de mi mansión de 123 habitaciones. El uniforme de la NASA me protege contra los rayos ultravioletas que entran por las rendijas de las ventanas, y contra la avaricia de aquellos que me rodearon…
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