Google+ Taller de Escritura Creativa de Israel Pintor en España: marzo 2013

A veces me bailo en la mañana, Raimundo Lion

Para Nélida Chubascos
 A veces me bailo en la mañana. Muy temprano.

Creo que no lo has entendido... Que no, que no. Que no es que baile para mí... ¡Quiero decir que me bailo!... O sea como cuando me duermo, o como cuando me sonrojo, porque entra sueño, porque me da vergüenza... pues eso, que me bailo, porque me entra baile, porque me da baile, sin que yo me lo haya buscado. Simplemente me ocurre... eso... que se me hace baile el cuerpo.
            Como sólo ha ocurrido tres veces en toda mi vida tengo claro que se trata de un prodigio. La última, esta mañana. Ahora son las nueve y media, y acabo de parar de bailar. Escribo esto jadeando.
            Empieza sin darme cuenta, a la hora en que algunos vecinos están saliendo a trabajar. Ocurre que me pongo a bailar, con una alegría que adoro, por cómo me hace moverme, muy bien, casi sin equivocarme. La noche la he pasado despierto. Leyendo, estudiando, comiendo, velando el pasillo y los cuartos, la vela de las bombillas, y el silencio con anemia del motor de la nevera. Amanezco despeinado como si hubiera dormido, pero no, han sido los libros, y un racimo de larvas de delirio, pegados en mi cabeza, que me han aplastado el pelo. He pasado la noche moviéndome por el salón, vestido como si fuera a hacer fotocopias. Sin que haya cambiado nada decido que ya es de día. Hago café. No lo tomo. Andorreo aún más por la casa convencido de que hago algo. Mi preciosa mañana está vacía. Pero mi cuerpo se está hinchando de ilusión. Mi cuerpo va por libre, como si supiera algo que yo no, o, ahora que lo pienso mejor... sin enterarse de nada. Mis pasos se hacen rítmicos, y al pasar junto a la mesa doy un espléndido giro sobre mi pie izquierdo, y ya me quedo allí a bailar por el salón. No pongo la radio, y las sillas no me estorban. Bailo muy vital, y mi ritmo y movimientos se van haciendo más ambiciosos, hasta ser ejemplares. Yo mismo voy poniendo con mi boca sonidos muy bien adaptados a lo que mi cuerpo quiere bailar. Me entra el baile primero como un susurro, sin coscarme. Después ya me doy cuenta. Sigo bailando. Y me digo:
            ―¡Coño, qué bien!
            Y ya bailo a vida o muerte, con todas las consecuencias.
            Adoro saber que los niños, muy cerquita de mí, al otro lado de los muros, se empiezan a ir al colegio. Los oigo en sus casas, abrir y cerrar las puertas, bajar las escaleras cabreados, pero eso no me desconcentra y sigo bailando muy bien. Es mi salón a las ocho de esa mañana un lugar en el Mundo que me pone a bailar.
            Me gustaría bailar siempre así, tan bien, con tanta coherencia, tan al pie del ritmo, con tanta alegría en serio. En ese momento es cuando empieza a entrar el Sol por la gran ventana de mi salón. Me apuesto lo que quieras a que si me vieras en ese momento querrías bailar conmigo, como estoy bailando yo. Ni siquiera te miraría, y tú te pondrías a bailar.
            Cuando se me ocurre poner música ya estoy cansado y no quiero seguir. Y busco con eficacia algo que hacer con mi mañana.
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Lucero, Raimundo Lion


Hola Mario,
¡Qué alegría lo que me cuentas! Me he emocionado tanto que te contesto justo después de leer tu email. Da un beso a María José. Ya tengo ganas de que nazca mi nuevo sobrino.
            Todo por aquí va bien, y ahora aún mejor después de la noticia. Estoy deseando que Adela llegue a casa para contárselo.
            Estaba escribiendo cuando me ha llegado tu correo, como puedes imaginar. Me gusta más trabajar por la mañana, pero últimamente también escribo algunas horas por la tarde. No es que tenga más ganas de trabajar que antes, es que estoy deseando terminar este libro y decirle adiós por fin. Estoy cansado de escribir siempre lo mismo. Pero Ballester no lo entiende. Dice que es lo mío, que se me da genial y se vende todo enseguida. Es quizá lo único de lo que puedo quejarme, pero es que realmente estoy harto. ¿Por qué no me dejará escribir ya otras cosas? Fíjate en el Paulito Auster. Está arrasando con historias blancas, llenas de gente corriente y buena de esa a la que no le da vergüenza estar contenta; que quiere ser feliz y lo consigue. ¡Joder, eso es justo lo que me apetece escribir! ¡Ese es el tipo de historias que me pide el cuerpo! Te juro que yo podría escribir un Brooklyn Follies español. Pero no me dejan. Tengo que seguir con lo de siempre... ya sabes, gente cabreada o súper-puteada, nihilistas que terminan jodiéndose a ellos mismos porque son demasiado buenos para joder a los malos... ¿qué te voy a contar? Tú ya has leído alguno de mis libros... No es que reniegue de ellos. ¿Cómo voy a renegar? Son mis libros; los he escrito yo. Pero no quiero pasarme toda la vida escribiendo lo mismo. Y eso que para mí es fácil. Después de cuatro libros ese tipo de historias las escribo ya con la punta del pito si quiero. Me salen fácil, pero es que yo ya no soy así. Y empiezo a pensar, además, que no me conviene, que me sienta mal incluso, porque yo ya no soy un tío encabronado como antes. ¿Te acuerdas? Antes, cuando joven, yo estaba completamente encabronado. Por eso Lucero con parche me salió de puta madre. Pero ahora estoy bien, Mario. Me van bien las cosas. Fíjate en lo que te digo: creo que soy feliz. Y así no tengo ganas de escribir los libros de siempre. Y claro, la única forma de que me salgan bien es metiéndome a la fuerza en el papel de encabronado, esforzándome en sentirme igual que antes. Y eso durante cinco o seis horas al día. Mira que cosa más ridícula. Toda la vida queriendo ser feliz, como todos, digo yo, y ahora que lo soy resulta que mi trabajo consiste precisamente en convencerme de que el mundo va de puta pena y yo soy tan desgraciado como antes.
            El otro día se lo dije a Ballester, que cómo era posible que mis lectores no se cansaran de lo mismo. ¿Pues sabes qué me dijo? Que no era posible, que era segurísimo que mis lectores sí se cansaban, pero que el tenderete nuestro ―así llama ella a nuestro contrato― funciona precisamente porque mis lectores no son siempre los mismos, sino que se van regenerando. “Tus libros no van a ser clásicos, Paquito ―la tía, para que veas, me hace ir de hampón con montblanc por las teles, y luego ella me llama Paquito―. No te enfades, Paquito, pero no te imagines al lado de Montaigne o de Steinbeck. Eres listo... no te enfadas ¿no? Tus libros no van a ser clásicos porque son como la manteca con chicharrones, que te gusta mucho cuando la pruebas pero ya estás lleno antes de terminarte la tostada. Te leen sólo universitarios y demás adultitos pedantones que se apuntan al royo existencialista y underground de tus personajes. Entérate. Y cuando cumplen cerca de cuarenta ya no quieren más de eso, la mayoría. Pero no pasa nada, porque detrás vienen siempre más que cogen las plazas que se van quedando libres. Y por eso todos los años vendes lo mismo. Ya quisieran muchos. ¿O crees que firmé contigo sólo porque eres guapo... si ni siquiera has intentado meterme mano ni una vez, tío soso?” Encima tiene gracia, la tía. O sea, ya ves, que el único aquí que no avanza soy yo. Tengo que quedarme siempre haciendo el mismo papel. Pero un día me va a costar un disgusto. Adela no es tonta. Ella entiende que es sólo trabajo, pero, por mucho que lo entienda, puedes imaginar que le jode que yo tenga que aparecer cada dos por tres en un sarao acompañado de alguna amiguita nueva, ya sabes, para mantener el tipo en los carteles. Antes me encantaba, porque además eran ligues de verdad. Pero ahora no me apetece nada... estoy enamorado de Adela. Lo que quiero es ir con ella a todas partes. Ballester dice que haga lo que quiera, pero que en el momento en que la peña empiece a verme como un tío familiar, contento, enamorado, y vamos, sin ganas de cagarme en todo, pues que voy a vender una mierda. Así que nada de afeitarme, aunque esté ya hasta los cojones de la media barba. Y nada de hablar bien de nadie que esté vivo. “Si no tienes nada malo que decir de un pez gordo vivo en las entrevistas mejor ni lo menciones. Si tienes ganas de hablar bien de alguien elige a uno que esté muerto”, me dice la tipa. Y, por supuesto, nada de tener hijos, que los puedo tener si quiero, pero que calcula unos tres mil libros menos vendidos al año por cada hijo que tenga. Fíjate, con la alegría tan grande que acabas de darme. Y Adela se muere de ganas de tener uno, y ella es mayor que María José, y yo también mayor que tú, así que con más razón.
            Lo último fue el mes pasado. No te lo vas a creer. Tenía la entrevista en televisión. La que me hizo Villagrán. Me encanta cómo trabaja ese tipo. Me trató genial. Una entrevista que no sé cómo pagarle. Con el tiempo que hacía que nadie me llamaba de televisión para una entrevista como dios manda, de esas sin prisa, que te preguntan con sentido, cosas de tus libros, no de tus ligues ni de las provocaciones que alguna vez he actuado en otros programas, y te dejan hablar de verdad, sin clavarte las espuelas si te pones un poco lento. Pues Ballester me llamó unas horas antes de la entrevista. Que qué me parecía si me tomaba unas copas antes de entrar en el plató, y que pidiera que me pusieran una más cuando estuviera allí y me asegurara de que se viera que la estaba bebiendo. “No digo que parezcas borracho, pero... ya sabes... todo eso de beber para olvidar y demás. Te dará un puntito de amargura... en sintonía con tus libros. A tus lectores les encanta, y esas cosas hacen que la gente vaya al día siguiente a preguntar por ti en las librerías”, me dice. No se lo tengo en cuenta. Sé bien que cuando ella gana dos duros yo gano muchos más. Pero es que no me apetece nada. Me hace gracia cuando veo que no me conoce ni un poquito, después de nueve años. Ni siquiera antes me gustaba beber. Vale, que lo hacía porque quería, pero ya entonces era una pose, Mario; te lo digo por si no lo sabes.
            Estoy pensando en casarme. A Adela le da igual lo de la boda, pero es que yo quiero que ella quiera casarse conmigo. Borraría todos mis libros de todos los catálogos, de las hemerotecas, de Amazon, como si nunca hubieran existido, Mario, si hiciera falta para que ella me siga queriendo. Y estoy pensando en tener hijos, y en comprarme un piso, o una casa, sí, ¡qué pasa? Y en dar las gracias a no sé quién por este contento tan tonto que siento hasta durmiendo. Te lo juro, no me conozco, Mario. Y la buena de Ballester me pide que salga pedo en la tele, y que me haga una vez más el atormentado, y que dé a entender que le besaría las pelotas a Jean Genet pero que me cago en los muertos de Rajoy. Ya ves tú, Rajoy, el pobre. Como si yo pensara alguna vez en Rajoy. ¿Sabes, de verdad, en qué pienso yo todo el tiempo, Mario? En pasar los minutos del día cerquita de Adela. Me parecen pocos siempre. En irme con ella a la cama en cuanto terminamos de recoger la mesa. Y en poder veros más. En el sobrino maravilloso que me vais a traer. Y en qué lucero relucía el día que nací yo ―¿te acuerdas, que lo cantaba mamá?―, que en esta vida mía da por fin el sol a todas horas.

Besos y abrazos enormes para Pablo, para María José y para ti, Mario... que os quiero tanto, de tu hermano
Paco
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Carta a una dama desaparecida, Rodolfo Garrotín


1. Lugares comunes
Lugares comunes. Qué lugar tan común, o sea, qué ordinariez.
            Tu abandono es tan doloroso que casi plagio hasta el título. Y es tan problemático que no me queda más remedio que acudir al tópico para arrancarme las palabras en esto que te escribo. Sólo queda de lo nuestro la exposición en cuatro puntos.
            Qué desolación.
Te has marchado casi sin avisar. Y yo me he quedado sumido en un negro pozo del que no me queda más remedio que salir. Porque la vida sigue.
            No, no es un pozo de petróleo. Es un hoyo profundo desde cuyo suelo no se ve la luz por arriba. Si fuera un pozo de petróleo al menos sería rico o estaría en trance de serlo. Como no lo es, estoy triste y sigo siendo pobre que es el peor de los estados de la tristeza o el peor de los estados de la pobreza. La tristeza y la pobreza, si no concurren, pueden sobrellevarse. Cuando se juntan, sin embargo, introducen en el alma una sensación de aplastamiento que desasosiega como ver a un huevo frito con la yema rota y cuajada antes de llegar al plato, desapareciendo cualquier expectativa de mojar un trozo de pan y dejando sin atractivo al huevo
            Yo contigo era feliz. Cualquier excusa era buena para encontrarnos y disfrutar de un rato de reflexión. Me encantabas. Me encantas. Me encantarás. Te echo de menos y procuro pensar que, quizás, algún día la casualidad vuelva a juntarnos.
            Cuando estabas por aquí, mi buen humor era permanente. Contigo cerca yo era optimista, alegre, despreocupado, inocente y hasta valiente. Ahora estoy hecho un ajoporro.

            Gracias a ti pude hablar sin pudor de sentimientos, de pensamientos, de experiencias, de proyectos. ¡Qué placer aquellos susurros tan íntimos! Pasaba el tiempo como el Nozomi por abajo del Monte Fuji, o sea, casi volando.
            En esta orfandad he tratado de encontrar prosperidad. Tú, que siempre, salvo una vez, me sugerías optimismo, conseguiste redirigir mi modo de ver las cosas. Viniste al mundo a redimirme, ¿recuerdas?

2. Lugares extravagantes
Lugares extravagantes. Qué pretendidamente original, o sea, que porquería. Por tu culpa.
            En la imaginación tenía que serías una compañera fiel que estaría a mi lado hasta el fin de mis días, que el fin de mis días coincidiría con el fin del mundo y que el fin del mundo coincidiría con el juicio final, que se desarrollaría bajo los principios de oralidad y único acto para pasar cuanto antes al paraíso eterno.
            Una vez en el paraíso eterno ya veríamos lo que hacíamos, porque una cosa es el fin de los días y otra la eternidad. La eternidad es demasiado. Además, en el paraíso no hay que trabajar, ni preocuparse por nada, ni hacer esfuerzos. Sólo hay que estar.
            Yo estuve una vez en un lugar muy parecido al paraíso. En ese sitio el aire estaba perfumado, no hacía frío ni calor, no se escuchaban murmullos en los bares y, sobre todas las cosas, no había reptiles, ni insectos, ni periodistas. Perdona la redundancia.
            En aquél lugar el tiempo pasaba deprisa y por eso me supo a poco la estancia, aunque no estuvieras (no te conocía aun). Por eso, siguiendo con el razonamiento, podría pensar que contigo el paraíso sería mejor todavía. Pero el problema es que el paraíso eterno dura hasta el fin de los tiempos que, como podrás imaginar, no llega nunca una vez acabado el mundo porque la eternidad es para siempre. Y, como te decía, volviendo al principio, eso es demasiado.

            De todas formas, sí que confiaba estar en tu compañía hasta ese momento fatídico del ingreso en el paraíso. Y sin embargo, así, de repente, un día vas y por las buenas te marchas de mi lado.
            Lo que más rabia me da es que no pude intuirlo. Si hubiera tenido la más mínima sospecha de que todo acabaría de ese modo, habría puesto remedio a tu descarado acercamiento. Porque no olvides que fuiste tú la que se vino para mí sin que yo te hubiese reclamado. Yo estaba tan tranquilo sin ti. Me dedicaba a mis cosas, a mi trabajo, a mis aficiones, a mis pensamientos, y tú reclamaste mi atención sin venir a cuento.
            Y, como soy entusiasta, empecé a escucharte. Maldito el momento. Es cierto que me abriste la puerta a un mundo ignorado, que me procuraste satisfacciones, que descubrí sensaciones agradables. Pero ahora me veo y me pregunto qué queda de aquello.
Me engañaste como sólo engañan los semáforos en verde cuando se ven desde lejos a altas horas de la madrugada y con las espirituosas en pleno efecto. Todo el mundo cree ver un taxi libre.

3. El esfuerzo
Como te decía, estoy sumido en la abulia más absoluta. Como aún tengo recuerdos de lo que viví contigo, haré un esfuerzo por si acaso decides venir a asistirme.
            Por eso, he decidido escribirte esto. Por eso continúo albergando en lo más hondo de mis entrañas, a la altura del píloro aproximadamente, la esperanza de que me visites, me reconquistes y te quedes aquí hasta que yo te eche.

4. El resultado
A modo de despedida, déjame decirte que estos miserables folios los he escrito a mi pesar. El cuerpo me pedía otra cosa. Me pedía abandonarme definitivamente y dedicarme a la cocina. O a hacer punto de cruz. O deporte.

            La culpa, en el fondo, es mía y sólo mía. Puede que hayas decidido irte a buscar a alguien verdaderamente talentoso. Puede que no te haya cultivado como merecías y que por eso te huyeras.
            Puede que tu forma de ser, tan esquiva, tan independiente, no aguantase tanta obcecación por mi parte. Esa especie de atracción súbita y absorbente que no merecía cuidado por tu parte porque, conociéndome, intuías que sería temporal. Largamente temporal, pero con fecha de caducidad al cabo.
            Entiendo que busques a otros. Entiendo que trates de encontrar a quienes sean capaces de comprometerse, a quienes sean fiables, a quienes te sugieran por su mirada que no te abandonarán con facilidad.
            Si alguna vez te acuerdas de mí, que sepas que te echo de menos y que me encantaría volver a verte.
            P.D. Por cierto, como había algún ilustre artista que decía que le visitabas porque siempre le cogías trabajando, me he afanado largo tiempo en permanecer en mi puesto por si acaso te decidías. Obviamente no ha surtido efecto.
            P.D. Por curiosidad y aunque ya no importe, ¿dónde demonios te has metido?
            Amada Inspiración, aunque ya no me correspondas, siempre (hasta el día del juicio final) tuyo,
            Rodolfo.
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La última cerveza, Isabel Pérez


Me he cansado de escribir siempre lo mismo, con distintas palabras, para que nadie responda.
Acabo de abrir el último botellín de Heineken que quedaba en la nevera, y esta vez no voy a parar de escribir hasta que me haya bebido la última gota. El papel del bloc está rígido de mojarse y secarse una y otra vez y el bolígrafo ya está casi gastado. Probablemente esto sea lo último (y seguramente lo primero) que leas de mí.
Me llamo Richard Davis, aunque todo el mundo me llama Rick. Menos mi madre. Según ella yo iba a llamarme Thomas, como mi abuelo, pero el parto se le adelantó dos meses mientras estaba en el cine viendo Pretty Woman y ella se lo tomó como un presagio. Es la única que sigue empeñándose en llamarme por el nombre completo, muy a mi disgusto.
Seas quien seas, por favor, llámame Rick.
No sé cómo he podido llegar a esta situación. Yo me crié en Roseville, Minnesota, uno de esos lugares donde te podrías pasar la vida soñando cómo escapar y nunca hacerlo. Sólo estuve fuera cuatro años, estudiando Derecho en Minneapolis, y volví nada más terminar porque a mi padre le empezaba a fallar la vista y necesitaba gente de confianza en el bufete. La verdad es que lo tuve fácil, todo rodado: era cuestión de dejar correr el tiempo, de sentarse a esperar… no sé, a esperar lo de siempre. Ahorrar para la entrada de un Jaguar, por ejemplo. Casarme, buscar una casa con jardín no demasiado lejos de mis padres. Tener dos o tres críos a los que llevar al lago a patinar en invierno o a pescar en verano.
A Hugh lo conocía desde el instituto. Si yo tuve una vida fácil, a él se la masticaron antes de ponérsela en el plato y acabaron por dársela con un embudo. Nunca fue mal chico, sólo… problemático. Un niño de papá con mucho tiempo libre, con muy poca paciencia como para estar sentado seis horas de clase, con demasiado dinero que gastar en explosivos y soldaditos de plomo. Se graduó conmigo a duras penas aunque era dos años mayor, y estuvo saltando de universidad en universidad privada hasta que su padre lo dio por imposible y lo trajo de vuelta a casa antes de que acabara con cirrosis o sífilis. Fue lo más sensato que hizo con él en toda su vida.
Yo sabía que su familia estaba forrada, pero no me imaginaba que fuera para tanto. Éramos buenos amigos, probablemente yo era el mejor que Hugh tuvo nunca. No perdimos el contacto mientras estuvimos fuera de Roseville, y siempre estaba haciendo planes de llevarme a tal o a cual sitio, al apartamento de su primo en Los Angeles, a su casa de verano en una isla perdida en el Caribe, a recorrernos Europa de punta a punta… y yo siempre le sonreí aunque nunca me lo tomé en serio. Tenía una capacidad asombrosa de encontrar problemas donde parecía imposible que los hubiera. Yo prefería mantenerme al margen.
Y ahora Hugh está muerto. Y esta cerveza está ya media.
Nunca le habría hecho caso, ¿sabes? Nunca lo habría seguido, si no hubiese sido por Helen Nielsen. Tendría que haberlo visto venir. Mi madre me lo advirtió la primera vez que vino a casa por Acción de Gracias, pero yo no hice el menor caso. Helen… Helen estudiaba Bellas Artes en mi Universidad. Rubísima. Tóxica. Prácticamente todo lo contrario a la clase de chica con la que siempre me había imaginado que acabaría. Dejé mi colegio mayor para vivir con ella en su loft casi dos años, entre pintura acrílica y botellas de tequila vacías. Creo que todo el mundo sabía cómo iba a acabar excepto yo. Cuando volví a Roseville ella estaba en el último año de carrera, pero iba a visitarla cada fin de semana, hasta le había encontrado un local perfecto para montar su estudio cuando terminara.
Menudo gilipollas.
Ni siquiera se tomó la molestia de borrarme de su perfil de Facebook después de que su amiga Alice (casi tan víbora como ella) subiera “aquellas fotos” de la fiesta de su hermandad.
Después de todo lo que he pasado aquí, esa historia me parece una cosa de niños, y probablemente lo sea. Pero en ese momento… me hundió. Me encerré en mi cuarto en casa de mis padres, con los auriculares al máximo volumen, escuchando la discografía de los Red Hot Chili Peppers una y otra vez. No volví al trabajo, y a mi padre se le empezaron a acumular papeles y migrañas. Dejé casi de comer, a pesar de que mi madre, al borde de una crisis nerviosa, me subía religiosamente una bandeja con platos hasta arriba tres veces al día.
En ese estado me encontró Hugh cuando llamó al timbre y subió las escaleras hasta mi habitación. Y otra cosa no, pero era un tipo práctico. Me dijo: “Levántate de la cama, coge una maleta y llénala de ropa de verano. Te espero mañana a las diez en la puerta de mi casa”.
Si me hubiera pillado en cualquier otro momento, me habría reído y habríamos acabado jugando a algún videojuego de hacía años, por los viejos tiempos. Pero quería salir de allí. Olvidarme del mundo unas semanas, un par de meses, tres años, para siempre. Por eso le hice caso, por eso le estuve esperando en su porche hasta las once menos veinte de la mañana, por eso me subí en su coche y dejé que me llevara al aeropuerto. Adonde quisiera llevarme.
No era un mal chico, en absoluto. Los problemas lo buscaban a él casi tanto como él los buscaba a ellos: simplemente siempre estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado, de la peor manera posible. Podría echarle la culpa con toda la razón del mundo… pero realmente lo echo de menos.
Hace casi tres meses que estoy aquí solo, si no me fallan las cuentas. La nevera portátil está vacía y estoy más delgado incluso que cuando llegué. Las únicas palabras que puedo oír son las mías leyendo en voz alta estas líneas…. Desearía que Hugh estuviese aquí. Desearía que mi madre estuviese aquí, o mi padre, o mi hermano, o incluso Helen y aquellos tres jugadores de rugby. O tú. Alguien.
Y con esto, me termino el último sorbo. Es hora de ponerme serio y escribir lo importante, antes de que se acabe la tinta:
Me llamo Richard Davis. Mi amigo Hugh Larson y yo salimos el diecisiete de junio a dar un paseo en helicóptero desde su helipuerto privado en Fajardo, Puerto Rico. Hugh había tomado un par de copas y perdió el control cuando sobrevolábamos demasiado bajo un islote. Cuando desperté de la conmoción, él ya estaba muerto, aplastado por el panel de mandos. Intenté sacarlo de allí para enterrarlo como es debido pero me fue imposible separarlo del amasijo de hierros yo solo. No he querido volver allí desde entonces, sólo cogí lo que encontré de utilidad y busqué un lugar donde establecerme hasta que me encontraran. Espero que su familia pueda perdonármelo.
No sé qué isla es ésta ni tampoco he visto ningún accidente geográfico que pueda ser de utilidad para reconocerla, pero he montado mi campamento al sur, junto a una pequeña cala. Siempre dejo una hoguera encendida, debería verse bien al sobrevolarla por la noche.
Si encuentras y lees esto, por favor,  envía ayuda y sácame de aquí. Este es mi sexto y último mensaje en una botella de cerveza.

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Pat & Trick, Isabel Pérez


Es de noche en el circo y Pat está despierto.
No lo parece, porque la vigilia es un estado de conciencia, ni más ni menos. Está despierto en la oscuridad y agudiza el oído que no está apoyado en un colchón raído. Podría oír una aguja caer a cincuenta metros, pero no oye apenas nada: todo el mundo está durmiendo. Los leones famélicos respiran tranquilos en sus jaulas. El aire recorre el bucle de la trompa del elefante. Alguien se mueve en su catre y suenan los muelles oxidados. Y Trick… sus fosas nasales exhalan aire cálido a un ritmo constante. Trick duerme. Nadie más podría saberlo, porque el sueño es un estado de conciencia, y todos los demás signos son accesorios.
A Pat le tiemblan las manos, como la pasada noche, y la anterior. Tiene un plan, pero siempre lo acaba posponiendo. Un día más. Una oportunidad más de arrepentirse, de que todo mejore. Una salida. Pero a la noche, cuando se acuestan, siempre se lleva ese cojín consigo, y duda durante horas antes de caer dormido de puro agotamiento. ¿Había llegado ya la hora?
Pat mesó con su mano izquierda aquel cojín. Áspero y frío. Pensó de nuevo en lo que tenía que hacer y a punto estuvo de vomitar su escasa cena. Trick nunca lo haría, no, Trick nunca se atrevería a hacerle algo así, aunque fuera lo mejor para ambos. Y por eso estaba Pat despierto. Tendría que hacerlo él.
Empezó a doblar el codo, muy lentamente, unos pocos grados con cada respiración de Trick. Siempre hay un punto de no retorno, y antes de llegar todavía tenía tiempo de dar marcha atrás, de retrasarlo. Pero esa noche estaba muy, muy cansado.
Subió el brazo hasta colocar el cojín frente a la boca de Trick, bajo sus fosas nasales. Notaba el aire caliente salir, tan cerca del suyo propio. Aún podía arrepentirse. Aún podría tratar de olvidarlo hasta la noche siguiente. Podría esperar a la función de la tarde, tal vez… tal vez alguien decidiera sacarlos de allí, buscarles un verdadero techo bajo el que dormir, una madre como la que no habían conocido. Tal vez…
A Pat se le encogió el estómago cuando notó un salto en el pulso que latía a su lado. La respiración de Trick se hizo errática, notó contraer sus hombros… había despertado, y Pat no movió uno solo de sus músculos agarrotado. Sabía que Trick no tardaría en notar que algo pasaba: sentir la rigidez de su cuerpo, oír sus ruidosos pulmones desbocados, oler el polvo del cojín pegado a su boca.
 Pasaron los segundos, y Trick seguía despierto. Pero no se movió, no dijo nada. Entonces Pat lo entendió: Trick también estaba esperando.
Y, como un acto reflejo, apretó el cojín contra su hermano.
Trick se sobresaltó y extendió todo el cuerpo por institnto. Pat escuchó sus corazones acompasados, acelerándose al unísono. Se giró sobre si mismo, encima de Trick, y apretó con ambas manos, respirando con dificultad, rezando porque todo acabara pronto. A Trick le empezó a faltar el aire y pataleó como si de verdad hubiera un lugar en la tierra donde pudiera escapar. Profirió un gemido que quedó ahogado antes incluso de terminar de nacer. Nadie lo oyó y pronto empezaron a fallarle los miembros. Los espasmos se hicieron arrítmicos, aislados, sin fuerza, apenas una contracción de músculos… y nada más.
Pat retiró con las manos entumecidas el cojín de su boca, y escuchó. Nada. Tan solo un silencio sordo. Por primera vez desde que tenía memoria no oía la respiración de su hermano de fondo, casi imperceptible pero constante. Frente a él sólo había vacío, un vacío que aspiraba ruidosamente por debajo de su nariz y anidaba en los pulmones eclosionando como huevos de golondrina. Jamás se había sentido tan solo.
Se volvió a girar para apoyarse sobre su mitad derecha. Continuaba temblando, así que subió la manta hasta cubrirlos a los dos. Cogió la mano de Trick, conocida como la suya propia, aún caliente, aunque no tardaría en enfriarse. No tardaría en empezar a consumirse su cuerpo entero como un miembro gangrenado, envenenándolo hasta acabar con lo que quedaba de su vida. No tardaría, pero mientras tanto estaba allí solo en la oscuridad, esperando… ésa era la verdadera tortura: no oír un corazón a la derecha de su camastro.
Recordó la conversación que había tenido con su hermano hacía semanas… Trick tenía miedo entonces, y probablemente había tenido miedo esa noche. Pero a pesar de eso, nunca lo había abandonado. En cada noche a la intemperie, en cada función (nadando en las risas y los gritos de asombro), en cada latigazo sobre sus espaldas, él siempre estaba allí. Cuando despertaba, seguía allí. Si quería esconderse, lo acompañaba. Si pensaba en huir, esperaba pacientemente a que dejara de pensarlo.
No tenía lágrimas ni surtidor para bañar el cuerpo de Trick como extremaunción. El sacrificio solitario para ponerle fin a todo era el único regalo que se le ocurría, y por eso Pat siguió tumbado sin moverse durante horas, sabiendo lo que le esperaba. Tiritó de frío y luego de fiebre, acariciando la mano inerte de su hermano, esperando, esperando…
Amaneció, y casi todos se levantaron. Tardaron mucho en darse cuenta que Pat&Trick, los hermanos siameses, la joya del espectáculo, seguían acostados y sin respirar, unidos por el cráneo frente con frente en un ángulo grotesco, como el día en el que nacieron: sin ojos que estar cerrados.

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El poder de la palabra escrita, Eduardo Parody


El poder de la palabra escrita. Me llamó la atención esa frase, que era el título de una tesis que estaba preparando la amiga de un amigo. Lo que dejas en un papel, una idea impresa en un folio, es más rotunda que una palabra dicha. Es más fuerte, y además te da la posibilidad de regresar a ella una y otra vez, si es tu deseo, o regresar al cabo de mucho tiempo, y recordar lo que pensabas, cuáles eran tus preocupaciones, cuáles tus entretenimientos. Te da la posibilidad, con el tiempo, de analizar si aquello que pensabas que era un problema, lo era realmente, o si aquello a lo que no diste importancia en su día hoy te ha influido de algún modo. Te da la posibilidad de volver a vivir la vida varias veces, y, si tienes imaginación, te da la oportunidad de crear otras vidas, reales o inventadas, y luego revivirlas.
Seguramente, sin saberlo, ese fue el motivo por el que yo empecé a escribir. Las palabras, como decía la canción, se me quedaban cortas. Había que hacer un esfuerzo demasiado grande en muchas ocasiones para hacerse oír, requiere de una lucha constante a la cual no he estado dispuesto en casi ningún momento de mi vida. A la gente le gusta mucho hablar, pero poco escuchar. En general la mayoría de la  gente habla y, cuando no habla, parece que está pensando más en lo que va a decir después que en atender a lo que le está diciendo su interlocutor. Y a mí no me parece interesante hablarle a gente que no tiene interés en escuchar. Hablar siempre me ha parecido algo bastante complicado, sobre todo en grupos grandes, eso me ha llevado, la mayor parte de mi vida y en múltiples situaciones, a optar por escuchar, a fijarme en lo que dicen los demás y cómo lo dicen, crearme un espíritu crítico, y trasladar mis pensamientos al papel. Porque claro, yo también tenía, como ser humano, la necesidad de “echar afuera” los pensamientos que tenía sobre los diferentes aspectos de la vida, y el papel y el boli se convirtieron, poco a poco, en mi escuchante y medio transmisor, respectivamente.
La acción comenzó cuando era joven, en forma de diario que siempre dejaba a medias, con un buen comienzo y ningún final. A medida que crecía, me iba creyendo cronista de mis primeros viajes, aquellos realizados a lugares cercanos, y de las aventuras que creía que iba viviendo allí. Y, en la actualidad, mi máxima actividad creativa se da principalmente en los veranos, cuando voy a esos sitios lejanos en el espacio y en el tiempo, que me agudizan la necesidad de escribir y contar lo que veo, lo que huelo, lo que oigo, lo que toco y lo que saboreo, y de reflexionar. Y de guardar esos pensamientos en un cuaderno que quizás sea abierto algún día.
Probablemente mis padres tengan mucho que ver en todo esto. Mi madre por ser una empedernida lectora y mi padre por ser un gran cronista de sus viajes, lo cual me hacía soñar, primero con las historias que debían ser fascinantes para mantener a mi madre tan enganchada a un libro durante tanto tiempo, y luego con vivir experiencias parecidas a las que vivió mi padre. También cuando leí el primer libro que escribió mi abuelo, y pude comprobar que los escritores existen realmente, que son de carne y hueso, que sería posible ser uno de ellos. Soñaba con, algún día, dejar de ser espectador de vidas ajenas y convertirme por fin en protagonista de la mía propia. Y la manera de dejar constancia de ese nuevo papel en el guión que resulta ser la vida de cada uno, resultaba que era escribiéndolo.
Por tanto tenemos que, por una parte, el interés por leer procede de la genética y de lo aprendido, de lo que veía que se hacía en casa, procede también del ambiente, de la oportunidad que te ofrece la escritura como medio de comunicación en el cual tienes un espacio y tiempo para explicarte, para exponer tus ideas sin interrupciones; y por otra parte está el interés por guardar recuerdos, la escritura como un almacén de vida al que poder recurrir como el que acude a las fotografías.
Paralelamente a esto se une la capacidad a veces ilimitada que tengo de pensar cosas extrañas, fantásticas, absurdas, ficticias por supuesto, que en muchos casos me encantaría que fuesen reales, en las situaciones más inverosímiles, desde la barra de un bar con amigos hasta un entierro. Esas cosas pasan por mi cabeza, y a veces resultan tan absurdas que es complicado decírselas a alguien de manera directa, pues seguramente no se entenderían, y pocas personas sabrían encajarlo sin pensar “este tío está loco”.
El boli y el papel, o ya en los últimos años el ordenador, me ayuda a dar rienda suelta a esa imaginación, la mayoría de las veces sin ningún objetivo concreto, sin publicarlo en ninguna parte, escondidos en cuadernos antiguos o en archivos de word. Otras  veces atreviéndome a enviarlas en forma de email a algún amigo o familia.
Escribo en tiempos muertos de aquí y de allá, escribo principalmente en los viajes, escribo en días tristes, ya sean porque yo esté triste o porque lo esté el tiempo. Escribo para construirme un mundo que me gusta, para huir de lo que no me gusta.
Considero la escritura como una manera de conocer y de conocerse más profundamente, es un momento de soledad elegido, un momento de reflexión que te ayuda a centrar tus ideas. Es un momento de silencio en toda la maraña ruidosa en la que nos vemos inmersos cada día, un ratito de tranquilidad, un espacio de tu contigo, una vía de escape. La considero mi vía de escape del miedo probablemente más grande que tengo: la monotonía.

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Mis ocho, Raimundo Lion


―¿Por qué escribes? 
           
            Escribir, literatura, implica una decisión y un esfuerzo sostenidos durante mucho tiempo. Muchos días. Muchos meses. Como mínimo. Es poco probable que algo que se hace durante tanto tiempo vaya a tener un solo porqué. Porque está el por qué pensamos un día en ponernos a escribir.   Y está también el por qué insistimos en seguir escribiendo aún cuando llegamos a casa agotados y además hace ya días que escribir no nos da ninguna alegría. Y el por qué seguimos haciéndolo cuando ha pasado tanto tiempo desde que escribimos por primera vez que nuestra vida pide ya de nosotros algo completamente distinto de lo que entonces nos pedía. Y aún hay otros más. Cada uno de estos porqués puede tener una respuesta diferente.


POR OBLIGACIÓN

Las primeras veces que he escrito un texto literario lo he hecho por obligación, porque me lo mandaron en el colegio o en el instituto. Quizá parezca un motivo poco elevado, pero a mí me parece tan bueno como cualquier otro. No creo que escribirlo por obligación haga necesariamente peor un texto literario. Algunas de los textos que he escrito y que me han parecido mejores los escribí porque tenía que hacerlo. La obligación es una fuerza tan determinante como las pasiones incontenibles que se supone que mueven a las mejores obras. Si yo fuera escritor, no me haría dejar de serlo tener que escribir en parte por obligación. Por obligación escribió Dostoievski Crimen y castigo, le salió bien. Por obligación contó sus cuentos, una noche y otra, Sheherezade, y también le valió la pena.
            Por cierto, este ensayito lo estoy escribiendo por obligación.


POR DINERO

Nunca he ganado un duro con lo que he escrito. En tercero de bachillerato gané el concurso de cuentos de la Semana Blanca del instituto. No fui a recogerlo, pero no a lo Marlon Brando, es que no sabía que daban premio. Si lo llego a saber, claro que voy. En realidad no aparecí por el instituto en toda esa semana. A la siguiente el jefe de estudios me buscó en clase y me lo dio. Un vale por cinco mil pesetas para gastarlo en la papelería Juan XXIII. No se le ocurrió al jefe de estudios que yo, a esa edad, ya tomaba cerveza. El vale me lo dejé en el bolsillo del pantalón y se lo comió la lavadora.
            Sé que no me voy a morir sin presentar una novela a un premio literario. No a uno de los gordos, sino a uno de esos de los pueblos, que puedes ganar tres o cuatro mil euros. Para cancelar de una vez la deuda de la tarjeta de crédito, que lleva más tiempo conmigo que mis empastes. Me da vergüenza cuando me doy cuenta de que no me da vergüenza querer ganar el concurso más por el dinero que por otra cosa. Tengo muchas fantasías en las que termino un libro, lo presento a un concurso, lo gano y trinco un cheque. Pero nunca tengo una fantasía en la que soy escritor. Será porque lo que yo quería realmente ser ya lo soy.


POR PLACER SENSUAL

Desde pequeño he sentido placer manipulando las palabras. No hablo aquí de un deleite espiritual, sino de un placer sensorial, físico. Imaginarlas, oírlas, verlas, escribirlas, decirlas, juntarlas, me da gusto. Algo así como cuando nos revolcamos en la arena de la playa. A veces miramos de cerca nuestro dedos llenos de arena, buscando ser capaces de distinguir cada grano, y nos damos cuenta de que cada uno tiene un color y un brillo diferentes. Otras veces disfrutamos removiéndola y estrujándola y enterrándonos en ella. Las palabras, como objetos plásticos, al margen de su significado, son tan bellas. Cada una es única, y está llena de detalles, de curvas y relieves, algunos marcados, otros armónicos, como rostros humanos.

            Este placer sensual que me dan las palabras debe bastante, creo, al hecho de que en mi cerebro las letras encienden directamente sensaciones visuales y táctiles y cinestésicas que, hasta donde sé, nada tienen que ver a priori con ellas. Esto no me ocurre en mis conversaciones cotidianas, pero sí cuando toco y manipulo el lenguaje de un modo más consciente, más premeditado; cuando leo en silencio o cuando escribo. En mi cabeza la a ha sido siempre un gris claro, la e un naranja tierra, la i un rojo clavel, la o un blanco roto, y la u un rosa pálido. No es que me parezca que esas letras tengan ese color, es que al oír o al ver la letra aparece su color en mi imaginación. Esto es así para mí desde siempre. Nunca ha cambiado esta correspondencia entre vocales y colores. Me pasa también con los números. El cero es blanco, el uno es azul marino, el dos gris claro casi blanco, el tres tiene el color de la e, el cuatro es rosa casi blanco, el cinco es rojo chillón, el seis es amarillo, el siete marrón, el ocho morado, y el nueve granate muy tostado. Sinestesia, aprendí en la Facultad que se llama este fenómeno, y que le ocurre a otra mucha gente, y que para cada persona la correspondencia entre letras y sensaciones de diferentes modalidades sensoriales es única. Con las consonantes no me pasa lo mismo. Las consonantes no traen colores a mi imaginación. Algunas de ellas sí puedo asociarlas fácilmente a sensaciones táctiles o cinestésicas, o a atributos humanos. La ese, por ejemplo, es una caída libre y suave en el aire; la erre tiene majestad; la eme es un beso o una caricia; la j tiene algo de lo que no te puedes fiar.


POR TORPEZA

Léase también por soledad, por fracaso, por salud, o sea para sanar. Todo es lo mismo.

            Si yo hubiera sido un niño niño; si yo no me hubiera criado con un alacrán vivo, cada noche, debajo de la almohada; si yo hubiera sido un adolescente capaz reír y hacer amigos; un joven más apuntalado, con emociones duralex, sin duda alguna me hubiera dedicado a vivir. Muchísimas horas las he pasado escribiendo porque no he sabido pasarlas riendo, charlando, bailando, con la gente que la vida ha puesto a mi lado, amando a las mujeres que me han enamorado. Escribir es marca de fracaso. Los escritores no me engañan. A muchos les quiero, pero a muy pocos admiro, y a los que  sí no lo hago porque sean escritores. Sé de qué va el asunto. Los que escribimos formamos el club más antiguo y extenso de torpes del mundo.
            Tantas veces me he sentado a escribir para llenar horas de soledad. Para darles sentido. Para no estar demasiado tiempo solo. Porque la literatura, toda creación artística, es conversar, una conversación íntima. Pero una muy peculiar: la que se tiene con un otro que ahora no está. Entonces, el artista lanza su mensaje hacia el futuro, hacia el otro íntimo que no está en ese lugar y momento. En el futuro estará.
            Hoy ya no me siento tan torpe, pero me ha quedado el vicio de escribir.


POR DIVERSIÓN

Cuando escribo, a veces oigo mi risa, solo en casa. Por las perrerías que hago a los personajes.


PARA SER LIBRE

Hay muchas formas de libertad, pues hay muchas formas de esclavitud, pero esto es un tema para otro ensayo. Lo que importa decir aquí es que existe la esclavitud del lenguaje, cuando el lenguaje está plagado de asociaciones de palabras, de ideas, que nadie cuestiona, nadie desmonta. Son los tópicos, las frases hechas, las ideas consabidas, las elipsis oscuras, los discursos trillados... He olvidado si fue leyendo Las ninfas o Los helechos arborescentes, o una de sus columnas, cuando, en mi adolescencia, le leí a Umbral ―uno de los escritores a los que más quiero―, las palabras “un hombre cruel y bueno”. Lo que no he olvidado es la llamarada que en un instante, al leer esas  cinco palabras, calcinó mi mente de antes y dejó el terreno libre para una nueva mirada. Tengo ese momento por uno de los puntos de inflexión en mi vida, a partir del cual me he sentido una persona más libre. “... cruel y bueno”. ¿Cómo podía una persona ser cruel y buena?, fue lo primero que pensé. Y detrás, la iluminación. Descubrí de repente cómo me pesaban las cadenas del lenguaje. ¡Claro que una persona puede ser cruel y buena! Desde niños damos creemos que eso no es posible porque estas palabras nunca aparecen juntas en el lenguaje que nos hablan. Si alguien es cruel el malo. Si alguien el bueno es amable... ¡Pues no! La realidad está hecha con infinitas teselas, todas irregulares. Decir del lenguaje que puede hacernos esclavos puede parecer petulancia, pero literalmente ocurre así. Nunca fui libre para ver a las personas que son crueles y buenas hasta que leí a alguien que escribió juntas esas palabras. Hasta entonces mi mirada estuvo ciega para todos los hombres y mujeres buenos y crueles que hay en el mundo. Si veía que eran buenos, no podía ver su crueldad. Si veía que eran crueles, no podía ver su bondad.
            Desde entonces, escribir se ha convertido también en un quehacer libertador. Como hace un artificiero que va buscando minas enterradas para desactivarlas, escribir es también estar atentos a todos los prejuicios que hay ocultos en el lenguaje, en forma de frases hechas, de adjetivos que  siempre van ayuntados, y dinamitarlos, y usar las palabras que quedan por fin sueltas de un modo nuevamente vivo. Así me hago más libre, retiro de mis sienes las anteojeras, para ver lo que antes no veía.


PARA TRASCENDER

Por coraje, rebeldía, ambición, por amor, podrían haber sido también los nombres de esta razón.

            Lo que admiro es la acción. La que produce una obra que muta el mundo a mejor. Eso es lo que convierte una vida en ejemplar, en admirable. Es lo mejor que podemos dejar a los demás. Ésta es la opción real de existir más allá de nuestra vida: merecer que los que siguen quieran tenernos en su memoria, y por momentos en su conciencia, porque sientan que eso es bueno para ellos. Por esto elijo ser un soldado sobre todo lo demás. Ser hijo de la posmodernidad no me ha atontado tanto  como para negar que existen el Bien y el Mal, que lo que viene mañana se cuece hoy, que importa lo que elegimos, lo que hacemos. Suelen contraponerse acción y reflexión, y escribir se asocia más a la segunda, pero escribir, si se hace para influir, para mejorar el presente, es también actuar. Escribir es una de mis maneras de luchar. Ser capaz de escribir un texto útil, bello, que los que van a venir quieran guardar en paño, es también mi motivo para escribir. Tiento esa opción para trascender. Mortal y Rosa, Pedro Páramo, El Sur, Taxi Driver, El violinista en el tejado, La hija de Ryan, Platero y yo, Historia de un soldado, El túnel, Dersu Uzala, Lolita... hacen por sí solas buenas las vidas de sus autores. Si yo creara un libro así, saludaría manso a Muerte cuando llegara.


PARA APRENDER

Ésta es la más importante.

            No me refiero al conocimiento que se adquiere cuando uno se documenta para escribir un texto literario ―aunque este aprendizaje ya sería por sí mismo un buen motivo para escribir―.  Escribiendo he descubierto que se puede aprender sin leer, sin escuchar, sin mirar, sin necesidad de absorber nuevos datos, sino pensando, reflexionando, flexionando la conciencia hacia uno mismo, hacia la propia experiencia, hacia los datos que ya había en uno mismo, y organizándolos, o reorganizándolos. Lo que he aprendido así ha resultado ser el conocimiento más denso y determinante, y lo he aprendido escribiendo. Conocimiento que resulta extremadamente práctico, como la diferencia entre lo que ocurre y cómo se percibe, entre la realidad y el deseo, entre los millones de mundos internos que se cruzan sin tocarse a diario. Estas distinciones puede parecernos obvias, pero en nuestra vida cotidiana constantemente las confundimos, y de esta confusión, que es el precio que pagamos por el lenguaje, procede la mayor parte del sufrimiento humano. Aprender la habilidad de desenmarañar este lío, a tener claro a la cabeza de quién pertenece cada pensamiento, es un conocimiento práctico crucial para no vivir sufriendo demasiado. Con ninguna otra actividad como con la escritura narrativa he aprendido mejor esta habilidad. Curiosamente, a pesar de mi profesión, ha sido con el aprendizaje del abecé de la escritura narrativa cuando mejor he comprendido las distinciones que antes he mencionado. Muchos de los conceptos psicológicos que antes conocía y sabía definir bien, no he llegado a comprenderlos mejor hasta que no me he impuesto la disciplina, no ya de observar la realidad, sino de contarla. Observar la realidad permite aprender de ésta. Pero contarla da más. Chutes de conocimiento, es lo que me pasa escribiendo. De conocimiento vivo y útil para la vida, conocimiento de primera calidad, sin adulterar, puro, criado directamente con la propia experiencia. Estos chutes de conocimiento, estas revelaciones, me hacen disfrutar como pocas cosas más. Y sólo me ocurren cuando tengo conversaciones íntimas. Por eso me hice psicoterapeuta, por eso leo y por eso escribo.

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