Me he
cansado de escribir siempre lo mismo, con distintas palabras, para que nadie
responda.
Acabo de abrir el último botellín de Heineken
que quedaba en la nevera, y esta vez no voy a parar de escribir hasta que me
haya bebido la última gota. El papel del bloc está rígido de mojarse y secarse
una y otra vez y el bolígrafo ya está casi gastado. Probablemente esto sea lo
último (y seguramente lo primero) que leas de mí.
Me llamo Richard Davis, aunque todo el mundo
me llama Rick. Menos mi madre. Según ella yo iba a llamarme Thomas, como mi
abuelo, pero el parto se le adelantó dos meses mientras estaba en el cine
viendo Pretty Woman y ella se lo tomó
como un presagio. Es la única que sigue empeñándose en llamarme por el nombre
completo, muy a mi disgusto.
Seas quien seas, por favor, llámame Rick.
No sé cómo he podido llegar a esta situación.
Yo me crié en Roseville, Minnesota, uno de esos lugares donde te podrías pasar
la vida soñando cómo escapar y nunca hacerlo. Sólo estuve fuera cuatro años,
estudiando Derecho en Minneapolis, y volví nada más terminar porque a mi padre
le empezaba a fallar la vista y necesitaba gente de confianza en el bufete. La
verdad es que lo tuve fácil, todo rodado: era cuestión de dejar correr el tiempo,
de sentarse a esperar… no sé, a esperar lo de siempre. Ahorrar para la entrada
de un Jaguar, por ejemplo. Casarme, buscar una casa con jardín no demasiado
lejos de mis padres. Tener dos o tres críos a los que llevar al lago a patinar
en invierno o a pescar en verano.
A Hugh lo conocía desde el instituto. Si yo
tuve una vida fácil, a él se la masticaron antes de ponérsela en el plato y
acabaron por dársela con un embudo. Nunca fue mal chico, sólo… problemático. Un
niño de papá con mucho tiempo libre, con muy poca paciencia como para estar
sentado seis horas de clase, con demasiado dinero que gastar en explosivos y
soldaditos de plomo. Se graduó conmigo a duras penas aunque era dos años mayor,
y estuvo saltando de universidad en universidad privada hasta que su padre lo
dio por imposible y lo trajo de vuelta a casa antes de que acabara con cirrosis
o sífilis. Fue lo más sensato que hizo con él en toda su vida.
Yo sabía que su familia estaba forrada, pero
no me imaginaba que fuera para tanto. Éramos buenos amigos, probablemente yo
era el mejor que Hugh tuvo nunca. No perdimos el contacto mientras estuvimos
fuera de Roseville, y siempre estaba haciendo planes de llevarme a tal o a cual
sitio, al apartamento de su primo en Los Angeles, a su casa de verano en una
isla perdida en el Caribe, a recorrernos Europa de punta a punta… y yo siempre
le sonreí aunque nunca me lo tomé en serio. Tenía una capacidad asombrosa de
encontrar problemas donde parecía imposible que los hubiera. Yo prefería
mantenerme al margen.
Y ahora Hugh está muerto. Y esta cerveza está
ya media.
Nunca le habría hecho caso, ¿sabes? Nunca lo
habría seguido, si no hubiese sido por Helen Nielsen. Tendría que haberlo visto
venir. Mi madre me lo advirtió la primera vez que vino a casa por Acción de Gracias,
pero yo no hice el menor caso. Helen… Helen estudiaba Bellas Artes en mi
Universidad. Rubísima. Tóxica. Prácticamente todo lo contrario a la clase de
chica con la que siempre me había imaginado que acabaría. Dejé mi colegio mayor
para vivir con ella en su loft casi dos años, entre pintura acrílica y botellas
de tequila vacías. Creo que todo el mundo sabía cómo iba a acabar excepto yo. Cuando
volví a Roseville ella estaba en el último año de carrera, pero iba a visitarla
cada fin de semana, hasta le había encontrado un local perfecto para montar su
estudio cuando terminara.
Menudo gilipollas.
Ni siquiera se tomó la molestia de borrarme
de su perfil de Facebook después de que su amiga Alice (casi tan víbora como
ella) subiera “aquellas fotos” de la fiesta de su hermandad.
Después de todo lo que he pasado aquí, esa
historia me parece una cosa de niños, y probablemente lo sea. Pero en ese
momento… me hundió. Me encerré en mi cuarto en casa de mis padres, con los
auriculares al máximo volumen, escuchando la discografía de los Red Hot Chili
Peppers una y otra vez. No volví al trabajo, y a mi padre se le empezaron a
acumular papeles y migrañas. Dejé casi de comer, a pesar de que mi madre, al
borde de una crisis nerviosa, me subía religiosamente una bandeja con platos hasta
arriba tres veces al día.
En ese estado me encontró Hugh cuando llamó al
timbre y subió las escaleras hasta mi habitación. Y otra cosa no, pero era un
tipo práctico. Me dijo: “Levántate de la cama, coge una maleta y llénala de
ropa de verano. Te espero mañana a las diez en la puerta de mi casa”.
Si me hubiera pillado en cualquier otro
momento, me habría reído y habríamos acabado jugando a algún videojuego de
hacía años, por los viejos tiempos. Pero quería salir de allí. Olvidarme del
mundo unas semanas, un par de meses, tres años, para siempre. Por eso le hice
caso, por eso le estuve esperando en su porche hasta las once menos veinte de
la mañana, por eso me subí en su coche y dejé que me llevara al aeropuerto.
Adonde quisiera llevarme.
No era un mal chico, en absoluto. Los
problemas lo buscaban a él casi tanto como él los buscaba a ellos: simplemente
siempre estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado, de la peor
manera posible. Podría echarle la culpa con toda la razón del mundo… pero
realmente lo echo de menos.
Hace casi tres meses que estoy aquí solo, si
no me fallan las cuentas. La nevera portátil está vacía y estoy más delgado
incluso que cuando llegué. Las únicas palabras que puedo oír son las mías
leyendo en voz alta estas líneas…. Desearía que Hugh estuviese aquí. Desearía
que mi madre estuviese aquí, o mi padre, o mi hermano, o incluso Helen y
aquellos tres jugadores de rugby. O tú. Alguien.
Y con esto, me termino el último sorbo. Es
hora de ponerme serio y escribir lo importante, antes de que se acabe la tinta:
Me llamo Richard Davis.
Mi amigo Hugh Larson y yo salimos el diecisiete de junio a dar un paseo en
helicóptero desde su helipuerto privado en Fajardo, Puerto Rico. Hugh había
tomado un par de copas y perdió el control cuando sobrevolábamos demasiado bajo
un islote. Cuando desperté de la conmoción, él ya estaba muerto, aplastado por
el panel de mandos. Intenté sacarlo de allí para enterrarlo como es debido pero
me fue imposible separarlo del amasijo de hierros yo solo. No he querido volver
allí desde entonces, sólo cogí lo que encontré de utilidad y busqué un lugar
donde establecerme hasta que me encontraran. Espero que su familia pueda
perdonármelo.
No sé qué isla es
ésta ni tampoco he visto ningún accidente geográfico que pueda ser de utilidad
para reconocerla, pero he montado mi campamento al sur, junto a una pequeña
cala. Siempre dejo una hoguera encendida, debería verse bien al sobrevolarla
por la noche.
Si encuentras y
lees esto, por favor, envía ayuda y sácame
de aquí. Este es mi sexto y último mensaje en una botella de cerveza.
www.photografiado.com |
me ha encantao, si señor!!!
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