Para Nélida
Chubascos
A veces me bailo en la mañana. Muy temprano.
Creo que no lo has entendido... Que no, que no. Que no es que
baile para mí... ¡Quiero decir que me bailo!... O sea como cuando me duermo, o como
cuando me sonrojo, porque entra sueño, porque me da vergüenza... pues eso, que
me bailo, porque me entra baile, porque me da baile, sin que yo me lo haya
buscado. Simplemente me ocurre... eso... que se me hace baile el cuerpo.
Como sólo ha
ocurrido tres veces en toda mi vida tengo claro que se trata de un prodigio. La
última, esta mañana. Ahora son las nueve y media, y acabo de parar de bailar.
Escribo esto jadeando.
Empieza sin darme
cuenta, a la hora en que algunos vecinos están saliendo a trabajar. Ocurre que
me pongo a bailar, con una alegría que adoro, por cómo me hace moverme, muy
bien, casi sin equivocarme. La noche la he pasado despierto. Leyendo,
estudiando, comiendo, velando el pasillo y los cuartos, la vela de las
bombillas, y el silencio con anemia del motor de la nevera. Amanezco despeinado
como si hubiera dormido, pero no, han sido los libros, y un racimo de larvas de
delirio, pegados en mi cabeza, que me han aplastado el pelo. He pasado la noche
moviéndome por el salón, vestido como si fuera a hacer fotocopias. Sin que haya
cambiado nada decido que ya es de día. Hago café. No lo tomo. Andorreo aún más
por la casa convencido de que hago algo. Mi preciosa mañana está vacía. Pero mi
cuerpo se está hinchando de ilusión. Mi cuerpo va por libre, como si supiera
algo que yo no, o, ahora que lo pienso mejor... sin enterarse de nada. Mis
pasos se hacen rítmicos, y al pasar junto a la mesa doy un espléndido giro
sobre mi pie izquierdo, y ya me quedo allí a bailar por el salón. No pongo la
radio, y las sillas no me estorban. Bailo muy vital, y mi ritmo y movimientos
se van haciendo más ambiciosos, hasta ser ejemplares. Yo mismo voy poniendo con
mi boca sonidos muy bien adaptados a lo que mi cuerpo quiere bailar. Me entra
el baile primero como un susurro, sin coscarme. Después ya me doy cuenta. Sigo
bailando. Y me digo:
―¡Coño, qué bien!
Y ya bailo a vida
o muerte, con todas las consecuencias.
Adoro saber que
los niños, muy cerquita de mí, al otro lado de los muros, se empiezan a ir al
colegio. Los oigo en sus casas, abrir y cerrar las puertas, bajar las escaleras
cabreados, pero eso no me desconcentra y sigo bailando muy bien. Es mi salón a
las ocho de esa mañana un lugar en el Mundo que me pone a bailar.
Me gustaría
bailar siempre así, tan bien, con tanta coherencia, tan al pie del ritmo, con
tanta alegría en serio. En ese momento es cuando empieza a entrar el Sol por la
gran ventana de mi salón. Me apuesto lo que quieras a que si me vieras en ese
momento querrías bailar conmigo, como estoy bailando yo. Ni siquiera te
miraría, y tú te pondrías a bailar.
Cuando se me
ocurre poner música ya estoy cansado y no quiero seguir. Y busco con eficacia
algo que hacer con mi mañana.
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