El
poder de la palabra escrita.
Me llamó la atención esa frase, que era el título de una tesis que estaba
preparando la amiga de un amigo. Lo que dejas en un papel, una idea impresa en
un folio, es más rotunda que una palabra dicha. Es más fuerte, y además te da
la posibilidad de regresar a ella una y otra vez, si es tu deseo, o regresar al
cabo de mucho tiempo, y recordar lo que pensabas, cuáles eran tus
preocupaciones, cuáles tus entretenimientos. Te da la posibilidad, con el
tiempo, de analizar si aquello que pensabas que era un problema, lo era
realmente, o si aquello a lo que no diste importancia en su día hoy te ha
influido de algún modo. Te da la posibilidad de volver a vivir la vida varias
veces, y, si tienes imaginación, te da la oportunidad de crear otras vidas,
reales o inventadas, y luego revivirlas.
Seguramente, sin saberlo, ese fue el
motivo por el que yo empecé a escribir. Las palabras, como decía la canción, se
me quedaban cortas. Había que hacer un esfuerzo demasiado grande en muchas
ocasiones para hacerse oír, requiere de una lucha constante a la cual no he
estado dispuesto en casi ningún momento de mi vida. A la gente le gusta mucho
hablar, pero poco escuchar. En general la mayoría de la gente habla y, cuando no habla, parece que
está pensando más en lo que va a decir después que en atender a lo que le está
diciendo su interlocutor. Y a mí no me parece interesante hablarle a gente que
no tiene interés en escuchar. Hablar siempre me ha parecido algo bastante
complicado, sobre todo en grupos grandes, eso me ha llevado, la mayor parte de
mi vida y en múltiples situaciones, a optar por escuchar, a fijarme en lo que
dicen los demás y cómo lo dicen, crearme un espíritu crítico, y trasladar mis
pensamientos al papel. Porque claro, yo también tenía, como ser humano, la
necesidad de “echar afuera” los pensamientos que tenía sobre los diferentes
aspectos de la vida, y el papel y el boli se convirtieron, poco a poco, en mi escuchante y medio transmisor,
respectivamente.
La acción comenzó cuando era joven, en
forma de diario que siempre dejaba a medias, con un buen comienzo y ningún
final. A medida que crecía, me iba creyendo cronista de mis primeros viajes,
aquellos realizados a lugares cercanos, y de las aventuras que creía que iba
viviendo allí. Y, en la actualidad, mi máxima actividad creativa se da principalmente en los veranos, cuando voy a esos sitios lejanos en el
espacio y en el tiempo, que me agudizan la necesidad de escribir y contar lo
que veo, lo que huelo, lo que oigo, lo que toco y lo que saboreo, y de
reflexionar. Y de guardar esos pensamientos en un cuaderno que quizás sea
abierto algún día.
Probablemente mis padres tengan mucho
que ver en todo esto. Mi madre por ser una empedernida lectora y mi padre por
ser un gran cronista de sus viajes, lo cual me hacía soñar, primero con las
historias que debían ser fascinantes para mantener a mi madre tan enganchada a
un libro durante tanto tiempo, y luego con vivir experiencias parecidas a las
que vivió mi padre. También cuando leí el primer libro que escribió mi abuelo,
y pude comprobar que los escritores existen realmente, que son de carne y
hueso, que sería posible ser uno de ellos. Soñaba con, algún día, dejar de ser
espectador de vidas ajenas y convertirme por fin en protagonista de la mía
propia. Y la manera de dejar constancia de ese nuevo papel en el guión que
resulta ser la vida de cada uno, resultaba que era escribiéndolo.
Por tanto tenemos que, por una parte,
el interés por leer procede de la genética y de lo aprendido, de lo que veía
que se hacía en casa, procede también del ambiente, de la oportunidad que te
ofrece la escritura como medio de comunicación en el cual tienes un espacio y
tiempo para explicarte, para exponer tus ideas sin interrupciones; y por otra
parte está el interés por guardar recuerdos, la escritura como un almacén de
vida al que poder recurrir como el que acude a las fotografías.
Paralelamente a esto se une la
capacidad a veces ilimitada que tengo de pensar cosas extrañas, fantásticas,
absurdas, ficticias por supuesto, que en muchos casos me encantaría que fuesen
reales, en las situaciones más inverosímiles, desde la barra de un bar con
amigos hasta un entierro. Esas cosas pasan por mi cabeza, y a veces resultan
tan absurdas que es complicado decírselas a alguien de manera directa, pues
seguramente no se entenderían, y pocas personas sabrían encajarlo sin pensar
“este tío está loco”.
El boli y el papel, o ya en los
últimos años el ordenador, me ayuda a dar rienda suelta a esa imaginación, la
mayoría de las veces sin ningún objetivo concreto, sin publicarlo en ninguna
parte, escondidos en cuadernos antiguos o en archivos de word. Otras veces atreviéndome a enviarlas en forma de
email a algún amigo o familia.
Escribo en tiempos muertos de aquí y
de allá, escribo principalmente en los viajes, escribo en días tristes, ya sean
porque yo esté triste o porque lo esté el tiempo. Escribo para construirme un
mundo que me gusta, para huir de lo que no me gusta.
Considero la escritura como una manera
de conocer y de conocerse más profundamente, es un momento de soledad elegido,
un momento de reflexión que te ayuda a centrar tus ideas. Es un momento de
silencio en toda la maraña ruidosa en la que nos vemos inmersos cada día, un
ratito de tranquilidad, un espacio de tu contigo, una vía de escape. La
considero mi vía de escape del miedo probablemente más grande que tengo: la
monotonía.
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sencillo, claro, acogedor, me gusta
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