Padezco una fobia irrefrenable hacia los objetos cortantes. Sobre todo a un tipo en especial, los cuchillos jamoneros. Este no es un miedo de origen inexplicable para el que se necesiten horas y horas y cientos de euros gastados en psiquiatras, sino que parte de un capitulo muy concreto de mi existencia.
El caso es que una de esas largas tardes de soledad en casa, yo siempre he sido un niño “llavero”, cuando contaba con la tierna edad de 13 años, el hambre me movió a intentar abrir uno de esos botes de ketchup que había antes de que se pusiera de moda el “abre fácil”.
Agarré lo primero que vi para efectuar la arriesgada maniobra, uno de esos cuchillos largos y afiladísimos destinados al corte en finas lonchas del manjar ibérico-porcino. Cuando ataqué ese pequeño tapón de duro plástico con mi mano derecha, mientras con la izquierda sujetaba el maldito bote, la resistencia de mi adversario fue menor de la esperada y el escalpelo movido por una fuerza incontrolable se acercaba a mi antebrazo izquierdo mientras yo observaba la escena con la certeza de que el impacto era inevitable a estas alturas, se olía la tragedia. Sentía en ese momento como cada milímetro de mi epidermis se iba desprendiendo del resto de la carne, poco a poco, lentamente… casi se podía oír como la sangre brotaba de la carne desprendida ya de su cubierta como una esponja de ducha que escupe su contenido. Nunca olvidaré el beso del frío acero sobre mi piel, solo la visión de ese instante deja en mi boca una sensación de amargor imborrable y regresa a mí cada vez que veo el más mínimo indicio de repetirse alguna versión de la escena ahora narrada. En ese momento no me desmayé, no lloré, la prematura madurez me lo impidió, pero aquel episodio me dejaría marcado para siempre.
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