Era un Boulle, nacido en París, y tenía doscientos ochenta y siete años. Su espléndida caja
de carey y bronce dorado -la talla de un artesano enterrado hacía mucho- no le hacía justicia
a su cansado corazón de ejes, ruedecillas y escapes. Pero era precisamente su cansada
maquinaria interna la que le había dotado de una poderosa facultad: desde hacía tres días
podía ver el futuro.
Todos los demás alrededor, una treintena de piezas expuestas en el Salón Luis XV del
museo, hacía precisamente tres días que no lo miraban con buenos ojos. Quería decirles que
no era culpa suya, pero de él sólo salían, impuntualmente, las mismas campanadas de
siempre. Suponía que este derecho a despreciarlo estaba justificada por la venerable
condición que compartía con todos ellos.
Aunque ninguno, incluido él mismo, hacían mucho más que yacer allí, bajos los rayos del
sol jerezano que se colaba por los ventanales, y dejar lánguidamente pasar el tiempo, bien
podían sumar entre todos cinco milenios de edad, marcados segundo a segundo. Y eso los
hacía únicos.
Pero, claro, la impuntualidad no está bien vista en El Palacio del Tiempo. Ni tan siquiera si
sus manecillas adelantaban mostrando por anticipado lo que va a ocurrir, un fenómeno que
debía haberse acumulado imperceptiblemente a lo largo de semanas, desde la última visita
del relojero restaurador, pero que sólo tres días antes se había hecho flagrante y manifiesto:
cinco minutos por adelantado.
El futuro se le vino encima una vez más sin poder evitarlo; un futuro con forma de doce,
redondo y rotundo, de doce del mediodía. El minutero calado se encontró con la horaria en
lo más alto, y un chasquido vaticinó toda la secuencia posterior: un escape que se suelta,
una cuerda que se desenrolla, un molinillo que regula, un mecanismo de martillos que
golpea sin perdón la pianola de varillas. ¿Lo veis? ¿Lo veis? Este es el futuro. Eso es lo que
quería decir, pero sólo se escuchó su melodía de carrillón en la desierta sala, solitaria como
un domingo. ¿No lo veis? Dentro de cinco minutos serán las doce. ¿No lo veis? Y en su
desesperación dijo a golpes lo que iba a venir. Lo dijo una vez con doce campadas, lo dijo
2
doce veces con una campanada. Lo dijo despacito, con espacio entre la nota recurrente, con
contundencia.
Una vez extinguido el último dong reverberante contempló la reacción de los demás. Nada.
Una vez más, nada. El Cartel con esfera de bronce, el Brackett de ébano, el reloj farol con
numeración china, todos, prefirieron desdeñar la revelación que acababa de hacer
manteniendo la hora presente, decidieron ignorarlo chasqueando entre dientes su tic tac.
Mantuvieron su pose regia, aprendida durante siglos, y persistieron en su desdén. Pero lo
habían oído, no podían fingirlo. Tanto era así que fueron acumulando la tensión en el aire,
evitando conscientemente el anuncio que habían presenciado. Durante cinco minutos lo
gestaron, lo acumularon y lo escondieron entre sus tripas de áncoras y rubíes. Y entonces
todos respondieron a la vez, desatando una cacofonía de sonerías, campanas y melodías. Un
batiburrillo de notas cumplieron lo que estaba escrito y escupieron un maremágnum de
dings y dongs. Llenaron el salón del museo de reproches por haberse anticipado,
anunciando lo que él ya había sabido con anterioridad y había querido comunicar sin éxito.
¿Lo veis? Lo que yo decía.
Eso era lo que bullía dentro de él y clamaba por salir, pero no pudo hacerlo sólo. Tuvo que
esperar otros tres minutos, momento en el que entró el relojero restaurador. El hombre se
acercó a él con la clara intención de librarlo de esa facultad, que ya sólo era un tormento. El
reloj digital en su muñeca, retrasado, como todo lo moderno, vino a apoyarlo en su tesis.
Bip bip, dijo.
de carey y bronce dorado -la talla de un artesano enterrado hacía mucho- no le hacía justicia
a su cansado corazón de ejes, ruedecillas y escapes. Pero era precisamente su cansada
maquinaria interna la que le había dotado de una poderosa facultad: desde hacía tres días
podía ver el futuro.
Todos los demás alrededor, una treintena de piezas expuestas en el Salón Luis XV del
museo, hacía precisamente tres días que no lo miraban con buenos ojos. Quería decirles que
no era culpa suya, pero de él sólo salían, impuntualmente, las mismas campanadas de
siempre. Suponía que este derecho a despreciarlo estaba justificada por la venerable
condición que compartía con todos ellos.
Aunque ninguno, incluido él mismo, hacían mucho más que yacer allí, bajos los rayos del
sol jerezano que se colaba por los ventanales, y dejar lánguidamente pasar el tiempo, bien
podían sumar entre todos cinco milenios de edad, marcados segundo a segundo. Y eso los
hacía únicos.
Pero, claro, la impuntualidad no está bien vista en El Palacio del Tiempo. Ni tan siquiera si
sus manecillas adelantaban mostrando por anticipado lo que va a ocurrir, un fenómeno que
debía haberse acumulado imperceptiblemente a lo largo de semanas, desde la última visita
del relojero restaurador, pero que sólo tres días antes se había hecho flagrante y manifiesto:
cinco minutos por adelantado.
El futuro se le vino encima una vez más sin poder evitarlo; un futuro con forma de doce,
redondo y rotundo, de doce del mediodía. El minutero calado se encontró con la horaria en
lo más alto, y un chasquido vaticinó toda la secuencia posterior: un escape que se suelta,
una cuerda que se desenrolla, un molinillo que regula, un mecanismo de martillos que
golpea sin perdón la pianola de varillas. ¿Lo veis? ¿Lo veis? Este es el futuro. Eso es lo que
quería decir, pero sólo se escuchó su melodía de carrillón en la desierta sala, solitaria como
un domingo. ¿No lo veis? Dentro de cinco minutos serán las doce. ¿No lo veis? Y en su
desesperación dijo a golpes lo que iba a venir. Lo dijo una vez con doce campadas, lo dijo
2
doce veces con una campanada. Lo dijo despacito, con espacio entre la nota recurrente, con
contundencia.
Una vez extinguido el último dong reverberante contempló la reacción de los demás. Nada.
Una vez más, nada. El Cartel con esfera de bronce, el Brackett de ébano, el reloj farol con
numeración china, todos, prefirieron desdeñar la revelación que acababa de hacer
manteniendo la hora presente, decidieron ignorarlo chasqueando entre dientes su tic tac.
Mantuvieron su pose regia, aprendida durante siglos, y persistieron en su desdén. Pero lo
habían oído, no podían fingirlo. Tanto era así que fueron acumulando la tensión en el aire,
evitando conscientemente el anuncio que habían presenciado. Durante cinco minutos lo
gestaron, lo acumularon y lo escondieron entre sus tripas de áncoras y rubíes. Y entonces
todos respondieron a la vez, desatando una cacofonía de sonerías, campanas y melodías. Un
batiburrillo de notas cumplieron lo que estaba escrito y escupieron un maremágnum de
dings y dongs. Llenaron el salón del museo de reproches por haberse anticipado,
anunciando lo que él ya había sabido con anterioridad y había querido comunicar sin éxito.
¿Lo veis? Lo que yo decía.
Eso era lo que bullía dentro de él y clamaba por salir, pero no pudo hacerlo sólo. Tuvo que
esperar otros tres minutos, momento en el que entró el relojero restaurador. El hombre se
acercó a él con la clara intención de librarlo de esa facultad, que ya sólo era un tormento. El
reloj digital en su muñeca, retrasado, como todo lo moderno, vino a apoyarlo en su tesis.
Bip bip, dijo.
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