Puedo imaginarme cómo estaba el ejercicio enfocado, pero el mío (aviso
con tiempo), no va a ser así. Sé que la idea no era ésta, pero TENGO que darle
una vuelta de tuerca más. El “por qué escribo”, y el no menos importante y
revelador “por qué no escribo” tiene tanta relación con mis motivaciones,
pasiones y sentidos como con mi lista personal de defectos, pecados y vicios. Tal
vez incluso más. Por algún lado hay que empezar, y hoy he elegido este.
¿Por qué así y no de cualquier otra manera más vistosa y colorida?
Primero, porque a fuerza de escribir a puerta cerrada durante años, todo lo que
sale de mi mano tiene cierto tinte de auto confesión. Los pensamientos
incómodos se pueden espantar como moscas con relativa facilidad, pero una vez
escritos, no puedes hacer como que no los has visto. Con la actitud adecuada
son un auténtico flagelo. No tengo confesor de carne, las campanas del
cementerio (apenas a dos calles de mi casa) han llamado y llamado (llamarán y llamarán
hasta que yo muera, en sueños) y nunca he querido bajar a hacer la penitencia
que probablemente merezco. No es mi sitio. Mis confidentes legítimos son folios
de papel cuadriculado garabateados con una caligrafía tan ilegible como premonitora,
discretos y pacientes, exponiendo la debilidad, la duda, el miedo…en secreto.
Lo cierto es que ya he escrito antes sobre el tema, y cuando me
preguntan, contesto. Pero casi exclusivamente sobre la parte que me interesa
contar: arañando la mugre para que reluzca el contrachapado de oro, obviando el
núcleo de barro (sé que está ahí, pero los demás no tienen por qué saberlo). La
parte en la que soy la buena de la película, un ser sensible, con talento y
ganas; y donde lo que falla es la vida déspota que me ahoga y se come las
raíces de lo que siembro. Sea lo que sea que signifique eso. Podría escribir
esto uniendo los retazos de aquí y allá (me ahorraría bastante trabajo y
tiempo):
Empezar por que el segundo recuerdo más viejo que conservo es estar
sentada en el salón mientras enseñaban a mi hermano a leer (la eme con la a,
ma), y pensar “Eureka. Ya lo entiendo”.
Continuar con que le escribí a Praga una letanía incoherente y febril
en un cuaderno de viaje, para abonar la tierra en la que espero se entierren mis
huesos, por si algún día les da por germinar.
Terminar con que uno de mis mayores logros en años ha sido volver
desafiante al ruedo, a coger la pluma después de tanto tiempo.
Podría enumerar, relacionar y dar una interpretación tibia a todas las
cosas hermosas por las que puedo escribir y tal vez escriba; y no estaría
mintiendo. Aunque no todo el mundo se lo crea ni soy triste per se, ni mucho
más seca que una cucharada de canela en polvo (costumbre infantil de la que no
consigo desintoxicarme del todo). Podría hacerlo y sería cierto…. tan cierto
como que pecaría de omisión (omisión de datos, para ser más concretos); y lo
que es peor: es que ya lo he hecho.
Lo que no he hecho nunca es expiación pública. Y tal vez sea algo que
verdaderamente necesite, hacer examen de conciencia y comenzar desde cero sin
lastres, quemar Roma hasta los cimientos. Sacar algo bueno de las cenizas. Algo
más exteriorizado de lo que acostumbro, tal vez, pero por lo demás muy a mi
manera: con la humildad justa, porque de eso apenas gasto. Adelantando
acontecimientos y para quien aún no lo sepa: en mi lista personal de pecados y
vicios, jerarquizada de mayor a menor, la soberbia es el cuarto.
Tal vez me esté yendo por las ramas, pero no creo estar siendo
autocomplaciente (no aquí, no en este momento): así es como me bombardean las
ideas y así es como las transcribo. Mi cabeza siempre parece desestructurada,
con ideas inconexas que se esconden tras las esquinas y me asaltan a mano
armada. ¿De dónde han salido y qué hacían aquí dentro? ¿Por qué chocan y se
fusionan, se escinden y teletransportan, desertan y nadie vuelve a verlas
nunca? El caos interno se traduce con facilidad a desorden externo (un vicio
menor pero vicio al fin y al cabo. Pongamos que es el sexto); pero lo cierto y
verdad es que no quiero perderlo.
De boca para afuera no suele formar un discurso fluido (sólo hay que
oírme veinte palabras seguidas, cómo se traban y se atascan entre los dientes, cómo
salen atropelladamente sin orden ni concierto), y dudo mucho que acabe siendo
una oradora de prestigio. Ahora dame lápiz y papel, y déjame garabatear con
ojos de médium. Las palabras escritas tienen vida propia, no necesitan mi ayuda,
ellas solas se alinean con los planetas de turno y hacen alquimia sin licencia:
de grafito a diamante, algo verdaderamente único. ¿Y si a nadie más en la
historia se le ocurre dar fe escrita de esta imagen, o de cualquier otra que se
me haya ocurrido? ¿Por qué escribo? Porque tengo demasiadas cosas en el tintero
y me ayuda a darle forma a mi pensamiento. Un pensamiento que con frecuencia no
es muy práctico, que a veces es perturbador, que a menudo no huele a algodón de
azúcar en feria o sabe a dátiles del Magreb, tal y como en momentos de flaqueza
desearía que fuese todo. Conforma caminos sinuosos y llenos de recodos, no
siempre fáciles de seguir, pero… algunos acaban ante la puerta de cámaras en
las que probablemente nadie más (no tengo manera de saberlo) haya entrado. Y es
MÍO. Seguirá siendo mío hasta que muera, floreciendo o marchitando, y hasta muera
será el suelo en el que luche, bajo cualquier circunstancia, defendiendo con
sangre cada palmo.
Ahora bien, no es que fantasee con ser la heroína en la cruzada por la
singularidad. Hay una doble cara el hecho de que fluya sin esfuerzo, intuitivo,
natural… fácil, en un principio. Más simple e inmediato que abrir un grifo: ¿el
tintero amenaza con rebosar? Basta con poner papel debajo y que él sólo pinte
un Rorschach asimétrico; luego le buscamos un hueco en la puerta del
frigorífico, una explicación satisfactoria y ya está hecho. La pereza es uno de
mis grandes caballos de batalla (puede que el tercero), por no hablar de la
impaciencia (definitivamente quinto).
Si quiero algo lo quiero YA; y si no es YA y es dentro de de diez
segundos, o si tengo que salir de debajo de las mantas (las que mamá sacaba en
invierno y olían a alcanfor y a madera de armario) para mover un solo dedo…a lo
mejor ya no lo quiero. ¿Por qué escribo? Porque puedo. En esencia vine así de fábrica,
y por mucho que me quede por aprender, si no tuviera otra opción podría tirar
del carro sólo con eso. Vivir por inercia, de las rentas y las aptitudes a
medio desarrollar, dejarme arrastrar y arañar por las rocas, sangrar para luego
quejarme (ése ni siquiera estaba en la lista), abandonarme al sonido del
Guadalquivir en otoño donde todavía es pequeño y salvaje…no sé si llegaría a
buen puerto, pero es que la orilla parece TAN lejos…
Creo que no siempre he sido así. Conservo una nostalgia dulzona de mi
infancia, de todas las infancias por extensión, y que de paso me enloquece el
reloj biológico con un instinto maternal sin hijos (aunque no puedo saberlo,
intuyo que es algo por lo que podría matar y morir, llegado el momento. Y desde
luego, por lo que podría escribir: haciendo un ejercicio de abstracción alguna
vez lo he hecho, y de tan visceral ha resultado casi aterrador).
Cuando yo tenía tres años quería ser astronauta. Con seis, detective
privado. Después… después nada. Un espacio en blanco, deliberado o no. No sé si
tengo derecho a quejarme de dónde estoy o de lo que la vida está haciendo
conmigo, si me he mantenido abiertamente avocacional, y no he hecho ni un amago
de intentar no serlo. Y a lo mejor es el síndrome de Estocolmo, pero si pudiera
retroceder y cambiar el rumbo, preferiría no hacerlo. He perdido mucho, y
también he ganado (el balance detallado se merece otro texto). Ahora hablo de
carne y sangre, de hueso y tuétano, de vida y muerte desde la primera fila, y
le encuentro sentido; al menos una de cada veinte palabras mías es patética y frágil,
humana a fin de cuentas. Eso no estaba antes, y aprehenderlo no ha sido
sencillo. Si verdaderamente tengo una doble misión, de semidiós y cronista, siempre
habrá alguien huérfano que nos necesite a alguno de los dos, y pienso estar
allí para hacerlo. El lugar más triste de la Tierra debe de ser una sala de
espera, y yo ya he paseado por muchas. No, no está siendo fácil. Me siento
orgullosa de no haber desistido.
Aunque no todos los días me levante tan bienintencionada y convencida,
tengo otros motivos para hacerlo. Motivos egocéntricos, que no egoístas, responsabilidades
futuras con las que no pienso ponerme romántica, porque tampoco puedo. Tengo
una prioridad máxima, pero probablemente quienes deban saberlo no lo sepan.
Porque soy huraña y desagradecida con quien no se lo merece (si es un pecado
sólo, que sea el segundo, por niña mala), porque tienen miedo de que ya esté
muy lejos y vaya a volver nunca a casa. Qué tontería. El primerísimo recuerdo
que tengo es un aparcamiento vacío, el olor a neumático y vómito, el terror
infantil a estar abandonada y sola; sólo que ellos no lo saben, no lo han leído
entre líneas. Mea culpa, por no saber escribir en prosa cuando verdaderamente
hace falta.
No sé de dónde saqué esa tontería de no enseñar nunca mis cartas…si es
que realmente tengo alguna. A lo mejor voy de farol y soy la única que no se ha
dado cuenta; a lo mejor todo esto es palabrería y en realidad estoy hueca por
dentro (hueca como el hueco de una flauta, que no necesariamente está muerto,
que puede que incluso sea bello, pero lo que es seguro es que está hueco). Quiero
pensar que no, que no estoy vacía, que los duendes trabajan de noche en la
factoría de símbolos y le dan algo de sentido. Tampoco quiero estar encerrada
en mí misma al margen del espacio y el tiempo: no sé si mi historia merece ser
leída o escuchada, no sé si alguien dentro de un siglo la encontrará relevante
y digna de conservarse para la posteridad; pero por lo que a mí respecta,
merece ser contada. Y mientras esté convencida de ello, no hay nada ni nadie
que pueda pararme, hagan lo que hagan. ¿Por qué escribo? Porque para que dejara
de hacerlo habría que sacarme el cerebro con un cucharón de helado. Al menos,
en mi cabeza (aparte de eso…no necesito nada).
No creo haber respondido a la pregunta; y dudo mucho que la confesión
pública haya servido para que escarmentara. Siendo sincera, ese aspecto apenas
me importa. El peor, el más retorcido, el más malévolo de mis defectos es la
condescendencia, el orgullo y hasta el cariño paternalista que siento por el
resto de mis pecados menores. Defecto que, por otra parte, debe de resultar
sumamente encantador. Dejémoslo estar, pues. Tal y como es.
"Mamadores" (Maco Colín)
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