Todas las mañanas,
antes de entrar a clase, rezábamos, repitiendo, como loros fervorosos, cada
frase de la plegaria del señor director.
Allí arriba, al final de una escalinata de mármol,
don Aquilino era Dios. Su voz nos llegaba con profunda claridad hasta los
últimos de la fila. No es que Dios (don Aquilino) tuviese una voz portentosa, más
bien la tenía aflautada, pero la asociación de padres (los pelotas de don
Aquilino), le habían regalado un megáfono. Prodigioso invento, salvo que alguna
que otra vez, justo cuando el director iba terminando el mantra cristiano con él:
… mas líbranos
del mal …, aquel artefacto soltaba un pitido
infernal que nos impedía entender el final de la oración. De inmediato
desaparecía el chiflido y escuchábamos con claridad: ... esta mierda…. será de las pilas
…,
frase que, nosotros, repetíamos fervorósamente: ...esta mierda… será de las pilas … amén, como punto final
de la oración, entre risitas contenidas. A primera hora, siempre teníamos
lenguaje, y a última, Educación Física. Entre ambas, un infierno. Tantos
teólogos intentando explicar tratados
ininteligibles sobre la eternidad y yo la había descubierto en tan corto
espacio de tiempo. La eternidad era, con toda seguridad, el intervalo de horas
que transcurrían desde la clase de Lenguaje hasta la clase de Educación Física.
A punto estuve de comunicarle mi descubrimiento a don Aquilino, pero ¡qué
cojones¡ con lo que me había costado dilucidar aquel dogma, y se lo iba yo a
ofrecer gratis... já. Si alguna vez tuviese necesidad de un gran favor por su
parte, intercambiaríamos mercedes.
Don
Aquilino, era el típico profesor que me preguntaba, sólo, cuando yo no me sabía
la respuesta. Me tenía estudiado y siempre me cazaba. Y eso que yo (al menos en
materia religiosa) intentaba comprender las enseñanzas de don Aquilino sobre
los misterios cristianos. Lo hacía, llevándome los milagros a mi terreno. Así,
el tan apasionante milagro de Lázaro, era facilísimo de entender. Se producía
este milagro al sonar el timbre que indicaba el final de la última clase. El
timbre me murmullaba al oído: — Levántate y anda...y vete ya a tu
casa, Juanito.
Y así todo ¿
La mía,
me implantó el hábito de rezar de forma sutil, con sugerencias como:
—Reza para que esta mancha
salga de la alfombra, y otras parecidas. Lo que sí era un auténtico misterio para
mí, era comprender como sobrevivió mi generación a tantas horas de ayuno. Los
días que comulgábamos (que eran los tres ó cuatro días por semana que teníamos
misa) debíamos permanecer sin probar bocado desde que nos levantábamos hasta
que nos ofrecían el cuerpo de Cristo en forma de una oblea (ahora entiendo
porque mamá acabó aficionándose a las misas, eran un plan de dietas rápido y
barato). Luego los días de baño había que guardar otras dos horas de ayuno
antes del remojo.Y como colofón, el comedor, lugar al que le tuve verdadero
pánico por aquellos olores indefinibles, y donde mis ayunos eran más frecuentes
que mis comidas. Una tarde, don Aquilino, nos anunció la visita de unos
misioneros procedentes de lejanos países, que nos darían charlas sobre sus
experiencias en la evangelización de otros mundos. Además, para hacer más
comprensible y ameno su mensaje, habían traído consigo una exposición sobre las
costumbres de los pueblos indígenas. Estupendo, al menos romperíamos la rutina
diaria. Algo interesante habría en esa exposición. Y lo había. Al día siguiente
lo descubriría.
Al
entrar en la sala de exposiciones, pensé que aquello iba a ser un latazo.
Ví
cabezas de muñecas, feísimas por cierto, metidas en unas urnas de cristal.
Pero, cuando el misionero empezó a explicar que aquellas cabezas eran humanas y
no muñecos como pensábamos, todo cambió. Nos explicó que los jíbaros eran unos
indios del altiplano ecuatoriano que reducían las cabezas de sus enemigos al
tamaño de una naranja. No he vuelto, a
día de hoy, a comerme una naranja. Al parecer, estas
cabezas reducidas, les libraba de los espíritus malignos.¡Cómo para no librarlos!
De los malignos y de los benignos.
Pero lo peor vino
cuando nos deleitó con la receta para achicar los cráneos. Había que pelar la
cabeza (supuse que primero había que haber matado al dueño, mas que nada, para
no oír las quejas).
Pues bien, tras condimentarlas con
secretas pócimas, la introducían en una olla. La ahuecaban sacándole
todo (Dios mío, llegados a este punto, tuve una horrible náusea y un temblor
recorrió mi cuerpo desde los dedos de los pies hasta mis pestañas). Luego, nos explicó con detalle (había que
ser morboso), como le cosían el cuello y le introducían arena caliente por la
boca. Aquel día pusieron en el comedor macarrones con tomate. Pueden ustedes
imaginarse la cantidad de macarrones que comí. Al parecer, esa arena, era la
causante de la reducción. Durante años, cada vez que íbamos a la playa,
mantenía la boca cerrada y los dientes bien apretados, no fuera a ser que
alguien se hubiese olvidado algunos granos de aquellas pócimas por allí y me encogiese la cabeza en un plis-plas. Por
último la cubrían con tierra y piedras. Al cabo de un tiempo la desenterraban,
et voila ... ya teníamos la carita reducida. Nunca más salió el miedo de mi. No
sé por qué regla de tres, saqué la conclusión de que aquello le ocurría a los
que no se portaban bien, y en un trimestre, pasé a ser el número uno de la
clase, pero de largo. Me convertí en el empollón, pelota, no sucumbí a lo de
chivato por poco. No olvidaré el día que sorprendí a mi madre metiendo y
sacando algo de una olla hirviendo. Parecía sujetarlo por unos flecos que
parecían pelos. Yo tuve el presentimiento, de que aquello era la cabeza de mi
padre, que mi madre estaba hirviendo, como parte del proceso para achicarla como los
jíbaros y luego exponerla encima del televisor, junto al toro de fieltro (como
a mi padre siempre le gustaron mucho los toros). Mi madre discutía mucho con mi
padre, y aquella hipótesis no me pareció descabellada. Bueno, descabellada sí
que era.
Eran
casi las 10 de la noche y papá, que solía ser puntual, no había llegado a casa.
Yo siempre pasaba mucho miedo hasta que volvía papá. Mi padre tenía que
sobrevivir a un seiscientos sin cinturón de seguridad, sin airbag, y con más
ocupantes de los permitidos por la Dirección General de Franco (perdón de Tráfico)
Claro, que los niños de entonces también nos arriesgábamos de lo lindo,
montándonos en aquellas BH sin casco, o chupando agua sin embotellar de
cualquier grifo, o columpiándonos en una simple cuerda que colgábamos de
cualquier árbol, qué horror, cada vez que lo pienso se me eriza el vello, hoy
que le esterilizamos el chupete a nuestros hijos si le rozamos la mano.
Lo
mismo que ocurre con la educación maternal. Estamos a años luz de nuestras
madres, por ejemplo, cuando nos enseñaban lenguaje encriptado.
—No me... no me..., que te... que te...
O
aquellas diarias clases de odontología: —Si me vuelves a contestar así, te estampo los dientes contra la pared.
¿Y de
las clases de ginecología avanzada?, cuando decían:
—Tenía que haber cerrado las piernas cuando naciste.
Impagable.
No hay color con la nueva metodología.
Pero claro, así nos va, que podemos
poner en el futuro una granja de
gilipollas y no de hombres hechos
y derechos. ¿Como nosotros?
Bueno
volviendo a lo mío, como papá no llegaba, mamá insistía en que nos acostáramos
ya. Seguro que era para finalizar el endiablado procedimiento y dejar la cabeza
de mi progenitor del tamaño de una naranja. No pude más y se lo conté a mi
hermana. La muy ... se echó a reír a carcajadas. Hasta lloró de la risa. ¿Tanto
rencor le guardaba a papá por dejarla sin salir el fin de semana? No hay nada
más cruel que un niño, pensé. Y me acosté. No conseguía dormirme. Estuve
escuchando ruidos de cacerolas y artilugios metálicos mucho rato .El proceso (pensé),
justo cuando tenía pensado descubrir a mi madre en plena faena, alguien
encendió la luz de mi habitación y me dio un beso. ¡Era mi padre¡ Mamá no había
podido con él. La verdad es que la cabeza de papá no era cualquier cosa, y
reducir aquel tremendo cráneo no era tarea baladí. El domingo a mediodía mi
madre nos explicaba (mientras comíamos) lo costoso que le había sido preparar
aquel pulpo a la gallega, introduciéndolo y sacándolo mil veces de una olla tan
pequeña para aquel pedazo de animal. Mi padre y yo, de tácito acuerdo, la
escuchábamos como si la estuviésemos creyendo. Fue un secreto entre él y yo, del que, aún hoy,
no hemos hablado. Los problemas de la pareja son para la pareja, por muy
padres de uno que sean.
Eso
sí, lo que nunca permití, es que mi madre tuviera una olla lo suficientemente
grande como para que cupiese la cabeza
de papá.
Cuando por fin se
fueron los misioneros, don Aquilino siguió con su metodología, sacada de un
antiguo manual de la cristiandad (supongo que del medievo): —La primera virtud que se ha de practicar al levantarse es la diligencia, saltando presurósamente de la cama en cuanto llegue la hora, nos aconsejaba a
golpe de megáfono. Yo, que no tenía un
vocabulario extenso, interpreté que la diligencia era ese carro de cuatro
ruedas tirado por caballos que utilizaban en las películas del oeste. Así que
yo me imaginaba que la cama, era la diligencia
que yo tenía que abandonar saltando, literalmente, para no despeñarme
por algún desfiladero hacía el que corrían 4 caballos desbocados. Yo era Johnn
Wayne jibarizado, con mis patitas arqueadas y mi mirada, tierna,
y dura a la vez. Aún hoy, cuando dan las siete de la mañana, asusto a mi mujer
cuando abandono la cama como disparado por un potente resorte, y es que el
jodido de don Aquilino, cuando enseñaba algo, era para toda la vida, no como
hoy.
Otra definición
de nuestro libro de cabecera me tuvo en vela muchas noches. Era la
definición de demonio, que decía así: el demonio tiene miedo de la gente alegre que le dio cuerpo a mis sospechas, don Aquilino era el demonio con sotana. Tan sólo
le vi sonreír una vez. Era una
sonrisa a la que habría que haberle
hecho la prueba del carbono 14 , para detectar
en que año comenzaron los músculos de la boca a desplazarse , hasta
conseguir aquel esbozo de sutil alegría. Luego, un verano, de repente, se acabó
el colegio. Después de muchos años compartiendo, amenazas, y algunas risas, un
puñado de indecisos aterrizamos en el bachillerato.
Más libros pero menos control. Más chicas y menos
miedos. Libertad a sorbitos... la adolescencia irrumpió como un trueno,
iluminándolo todo. Y yo me convertí en pura fantasía. Creí que nunca pasaría. Y
que si pasaba, vendría una segunda juventud y una tercera. Y no fue así. Tras
la adolescencia, me asustó la vida. Llegó sin avisar, ese ente intangible, con
el que me amenazaba siempre mi padre: —Ya te enterarás…
Y vaya si me enteré, si me estoy enterando. La he
conocido en una de sus menos apetitosas formas, como doña rutina, cuando los
días son una interminable sucesión de minutos preñados de segundos. También la
he catado como quitadogmas, arrebatándome las verdades que me cubrían como
capas de cebollas. Ni los más listos eran los más ricos, ni los más buenos los
más felices, ni los malos iban al infierno..., joder, habían estado engañándome
durante 14 años.
En fin, a estas alturas de mi vida, puedo
asegurarles que mi infancia, como la de muchos niños de mi generación fue
inolvidable, por mucho que se empeñe el terapeuta en borrarla del sistema
límbico. Yo, como otros, intenté exorcizarla con mucho yoga, ejercicio físico, una
alimentación a base de mucha soja (para el tránsito intestinal) y omega 3, y la escritura (para el tránsito
cerebral). La escritura le regaló una tabla de salvación a mi autoestima. Y
empecé a convivir conmigo mismo, pero no podía pagar ni la omega 3, ni la soja.
No había talento —no sé si por mi parte o
por parte de quienes me leían, o por quienes ni siquiera me leían, que eran los
más.
El caso es que yo no podía llevar comida a mi nido,
y me entregué a ese horror de trabajar 8
horas diarias, de lunes a viernes, en la cárcel de una oficina, sentado y
estoico, como un Bartleby cualquiera. Yo, como el personaje de Boris Vian de La Espuma de los días, trabajaba sólo y
exclusívamente para poder regalarle flores a mi amada (aparte de pagarme la
soja y el omega).
Para mi necesitaba bien poco. Pero a mi amada y a
mis polluelos no podía faltarles de nada. Y trabajé. Y dejé de escribir. Pero antes de hacerlo, decidí apurar mis dos
últimos cartuchos y presenté mis dos últimas novelas, a un concurso de
reconocido prestigio. Las bases dejaban bien claro, que sólo se permitía una
obra por autor.
Yo, que tenía claro que no volvería a escribir, hice
trampas y presenté las dos. Una la inscribí con los datos de mi mejor amigo,
que por cierto, me aconsejó no presentar esa novela por que le resultaba
pésima.
Pero gané. Me llevé el primer premio .Tan bien dotado económicamente, como para
escribir con desahogo los próximos veinte años. Sólo había un pequeño problema la
novela que ganó fue la que presenté con la firma de mi amigo: MEMORIAS DE UN
VAINA. El título lo decía todo. Gané sin ganar. La foto de mi camarada inundó
todos los periódicos especializados de la prensa nacional. Mi socio se paseo
por todos los platos de televisión. Y le propusieron un contrato de por vida,
con una importantísima editorial. Estaba condenado a escribirle a mi
amigote el resto de mi vida. Nadie supo
nunca la verdad, sólo mi aliado y yo. Ahora bien, pude vivir de lo que amé toda
mi vida, de escribir.
A don Aquilino,
por sus hostias y sus ostias,
que casi
logró hacer de mi un ser infeliz,
y, por
ello, escritor.
Fuente de foto: http://www.laboticadesj.com.ar
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