No suelo venir por aquí a menudo. Sigue estando más o menos como siempre, el mismo rosa salmón y blanco impecable que hace más de una década. Infantil, sí, pero no escandaloso. Hace años tuve una relación de amor-odio con este puñetero rosa. Hace años tuve una relación de amor-odio con prácticamente todo.
Quizá haya más libros en la
estantería, un par de medallas colgando y una máscara veneciana que no han
acumulado el suficiente polvo. No están los peluches con los que nunca he
jugado; ni el payaso al que solía vigilar con el rabillo del ojo los sábados
por la mañana, cuando podía aprovechar cualquier descuido para bajar de un
salto con sus piernecitas de trapo, para estrangularme o dios sabe qué. En su
lugar, cachivaches y souvenirs variados, razonablemente desordenados, pero no
lo suficiente como para disimular mi ausencia.
La cama estaba hecha esta mañana, pero la he vuelto a deshacer para
hacer el vago. “Siesta” es un eufemismo: no suelo dormir, sólo me gusta bañarme
en el olor de las sábanas recién lavadas, mientras el sol entra por la persiana
a medio bajar, como Pedro por su casa. La maleta está en el suelo, sin
deshacer, para qué, si voy a irme mañana. El armario está entreabierto, la
mitad de la ropa ya no es mía, ni la cuarta parte de los trastos. Sobre el
escritorio una montaña de libros de consulta, que sé que no voy a abrir
siquiera, pero me siento más tranquila teniéndolos a mano.
Debajo, el hueco del escritorio. El lugar de los berrinches, de los
planes maquiavélicos de venganza contra el mundo, de saborear mentalmente la
asistencia de incógnito a mi propio funeral. Antes cabía en ese espacio con las
piernas en extensión, cuan larga era; ahora me pregunto si ni siquiera
devorando mis propias rodillas podría entrar de nuevo. Mirando desde abajo, sé
que la madera está llena de garabatos de algún día de especial inspiración, o
rabia, o ambas. Creo recordar, pero no me molesto en comprobarlo.
Dice una voz popular que el hogar está donde cuelgas tu sombrero, pero
a los que no gastamos mucho de eso no nos dice demasiado (tal vez sólo sea un
mensaje subliminal del lobby de sombrereros). El hogar es donde puedes sentarte
a escribir hasta que te aburras, he dicho, y a estas alturas de la vida escribo
en cualquier sitio. Debería suponerme una tragedia, tener el corazón hecho
astillas, pero es lo que otra voz llama “volar del nido”. De todas formas, me
alegro de haber venido precisamente ahora, para contarlo. Estadística y
emocionalmente hablando, el espacio vacío debajo de las marcas a rotulador es
lo más parecido a una “casa” que tengo ahora mismo.
Sé que es demasiado tarde para detener la invasión de mi imperio, aun
si quisiera hacerlo. Me queda el consuelo de que la red de seguridad permanece,
firme y estable aunque revestida de musgo. Aquí todo se mueve despacio y cambia
a regañadientes: el mismo visillo rosa pálido se contonea con el viento (de
donde el sol sale o de donde el sol se esconde, no importa, aquí siempre,
siempre, SIEMPRE hay viento). A través de los mismos barrotes, el mismo asfalto
casi desierto, las palmeras retozonas bostezando en sus cubiles. Podrías salir, niña. Hace un día estupendo.
19:07
Ahora soy corresponsal en el mejor lugar para jugar al escondite que
jamás ha existido. O lo que queda de él: hace no demasiado lo descuartizaron
las excavadoras y lo embadurnaron de alquitrán. Ahora es un marcador de
prosperidad, con líneas blancas y plazas para minusválidos. El único vestigio
que queda de su vida pasada es una esquinita de descampado, una pendiente de
tierra y matorral seco, las piedras que hacían de escalera (desgastadas por el
paso de tantos diminutos zapatos y tanta sangre de rodillas coagulándose sobre
sus aristas). Antes aquí había gatos. Habrán migrado a un hábitat más hospitalario.
Tampoco queda nada del parque, sólo han dejado los bancos. He de
reconocer que ha sido todo un detalle, guardarme el asiento para narrarlo. En
el suelo de cemento se ve el hueco para los ejes metálicos de un castillo de
barras oxidadas y un tobogán desvencijado… debieron de verlo muy poco práctico.
Hacia el norte, el cementerio se esconde tras el muro blanco. Y como si me
leyera el pensamiento suena la campana, las siete y cuarto. Más vale avanzar,
antes de que el sol baje del todo.
19:28
Bajando las calles empinadas las tiendas están cerradas y apenas hay
un alma, en sábado. Casi no me acordaba de este Sabbath de conveniencia, autóctono.
Ha sido sencillo habituarse al bullicio y a la luz artificial de la ciudad, al
rasgar constante de los neumáticos sobre el asfalto, a no poder escapar del
olor a humano. Que todos los días parezcan una fiesta en incubación, por si
quiero salir a respirarlo. Aquí… no hay un sólo rincón donde dure mucho el aire
viciado. Y si hay un sitio donde el viento pueda barrerlo, es ESTE.
Pongo las rodillas en un banco de piedra y me asomo al mirador: verde
y tierra. Eso de allí son pinos y esos…bueno, no sabría nombrarlos ni aunque
los tuviera a tres palmos. La planicie bajo mi nariz se extiende en abanico a
través del espacio, desde el primer trozo de suelo arañado en paralelo, hasta
el brillo metálico del último aerogenerador, arañando el horizonte con sus
aspas y obligándome a entrecerrar los ojos. El levante me silba en los oídos y
me enreda el pelo, ¿me echabas de menos?
A mi espalda, no tengo que mirar: sé que absolutamente todo es blanco.
19:49
Tengo que llegar arriba y buscar un lugar estratégico antes de que
anochezca. Los adoquines centenarios no ayudan: se niegan a ocupar un lugar
homogéneo en la calzada. Las callejuelas claustrofóbicas se abren y cierran
formando ángulos extraños. Y cuestas. Cuestas por todos lados.
Cuando alcanzo la cima, la puerta está cerrada. Vieja testaruda, ¿de qué siglo eras? ¿X? ¿XI? Me asomo por la
rendija entre las dos hojas robustas de madera y el viento me ruge furioso
directamente a los ojos. Tiene razón para enfadarse, ¿cuándo fue la última vez que entré a visitarte? ¿Qué me colé en tu
patio, me asomé por tus almenas? Te escribí algo antes de irme. O tal vez
no lo hice, pero tenía pensamiento de hacerlo.
Hay un gatito callejero a un metro escaso, con los músculos en
tensión, en posición de huida inminente en cuanto se me ocurra sobrepasar la
distancia mínima de seguridad. No sé si no se larga porque ha encontrado un
buen sitio a resguardo, o porque tiene verdadera curiosidad por lo que estoy
haciendo sentada en el muro.
Las farolas se han encendido. Tengo que darme más prisa y desandar lo
andado.
20:23
Hacía mucho que no subía estos escalones. Y cuando digo mucho quiero
decir no lo suficiente. Miro hacia abajo y los pies se me encogen y chapan en
charol y barro. Ahora…ahora es 1999, está lloviendo a cántaros y me voy
apoyando sobre la pared de piedra para no resbalar en los charcos. En la
fachada de la iglesia está ese rosetón que me gustaba tanto, los arcos
apuntados, y de nuevo me parecen anormalmente bajos. Preferiría no entrar, por
si su interior blanco me parece desnudo después de tanto ir y venir por la
Europa rebozada en pan de oro. Está abierta y se oyen voces. No, mejor ir por el
otro lado. Por el lateral, pasando junto al pozo cegado con cemento, sobre la
plataforma de piedra que hacía las veces de escenario, obviando los escalones y
bajando de un salto… a sentarme en la muralla.
Desde aquí se ve el campanario, una palmera superviviente del ataque
de los parásitos, las paredes arenosas erigidas sobre suelo y huesos moriscos,
las vidrieras titilando. Se está agotando el sol y me deshago en sombras sobre
el papel, pero puedo escribir con menos, no necesito ojos. Los turistas van y
vienen, hablando demasiado alto. El viento reclama su territorio, me abraza por
la espalda, se empeña en pasar las hojas del bloc, ¿es que quieres adelantarme algo?
El hogar…
No sé si he venido de visita, o si he regresado.
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