18 de octubre, 2012, Anar Reina
Se me viene a la cabeza la imagen de una sabana, de un vasto páramo en la profundidad africana. Un safari –sólo a través de él puedes vivir como espectador lo que te sería ajeno de modo absoluto. Y sentir la tierra vibrante, percusiva, la que hace piruetas entre los curvos cabellos de los que allí danzan. La estructura es sencilla. Me centro en la naturalidad de su organización. Todos allí tienen un lugar, y los demás lo saben. Respetan. Cuando el león alfa ruge, todos en la manada le escuchan. Cuando la más grácil de las cebras apenas siente un leve impacto en el aire, corre, huye. Las demás confían en el instinto de su compañera, saeteando de inmediato tras su huida. Saben, sin ver, que hay un peligro. También el elefante sabe sin más que parirá una cría 20 semanas ha. En su vientre guarece la cría y la semilla axiomática que le hace ser una criatura alojada en el instinto. Y mientras tanto, los geólogos hipotetizan sobre el tiempo y sus retrasos a causa de la velocidad del giro de la Tierra ¡Qué cosas! Tantas partes en la ciencia son futilmente humanas. Como el escolapio que no dice nada rezando a la Meca. Como la sacarina que endulza exponencialmente, y da cáncer en los ratones de experimento.
Pienso en esto y se me queda engarzado al instante con lo que representa para mí la escritura. Supe encontrar mi percusión africana en ella. Mi lugar. A resultas, sentía que algo se me presentaba como sostén, como agarradera que una primera vez fue furtiva e iba con lentos tientos haciéndose fiel, precisa para recomponerme. Me hacía escuchar mi instinto como no me atrevía a escuchar en la espontaneidad de la calle. Me multiplicaba los momentos para reír y para saberme en el silencio amable de una pieza de papel.
Y desde este lugar en que me autorizaba a mí misma, aprendí, sigo aprendiendo a sentirme, a expresarme, a escuchar –aunque al principio sólo fuera el eco sordo de mi voz. A dejarme un hueco que sepa con palabras acerca del vacío. Ese vacío impronunciable, un temido forajido de la especie humana.
Han sido muchos los momentos diferenciados en mi forma de escribir y éstos hablaban. A veces más por lo que no decían que por lo que decían. Mostraban sobre esas variadas etapas por las que me iba transitando, me dejaba transitar. A mi pesar, me dejaba arrastrar, así como cuando la marea se deja seducir por el influjo de la Luna. O me mecía, me hacía inconsciente, me perdía para quererme encontrar. O cuando me declaré un destino como leimotiv.
Cuando adolescente, empleé la escritura como foco de mi exploración, también como aspersor de mi explosión. Todo era demostrar. Relativo al deseo por lo nuevo, el exhibicionismo, lo barroco, el manierismo. Me sentía como si hubiera sido nacida –así en literal traducción inglesa- en otra época. Y me oía y me sonaba bien, iba y venía sin más. Ahora recuerdo a Juan Ramón cuando hablaba quejoso de sus poemas cosidos con ropajes de sobra.
Con los años, Eco empezó a cansarse de brillar en su cueva. De no decir nada con tanto extravío. Empecé a entender que tampoco se trataba de un burdo exhibicionismo. Mas, sí, había una intención de mostrar a los demás, un deseo de compartir lo que aún no había encontrado con quien compartir. Sobre todo un deseo, inefable y puro, de encontrar en algún lugar, sea cual fuere, a aquella persona que pudiera decirme, así como Woolf sentenciara, algo bueno y honesto sobre mí. Y yo, como en la historias para niños, seguiría esparciendo palabras hiladas por mi caótico sentir. En realidad, hiladas por mi atolondrada mezcla entre el pensar y el sentir. Y encontrar el gran amor, pueril y sabio, que espera el jugo de su media naranja para vitaminarse de los pies a la cabeza.
Me sé cuando escribo. Me sé tanto que cuando no escribo generalmente es que me fui por un tiempo. Ahora lo sé de tinta oscura y densa, ya sin medias, las tintas. Pero también hubo un tiempo de magias. En que pensé que podría ser un modo secreto de mantenerme en un deseo imposible, el de poder tener tantas vidas y tantas ficciones como a capricho se me antojaran. Oler de cerca la metaficción y muy en lontananza la vida propia. ¡Qué lánguido orgullo! The sky is the limit, dice el joven inexperto que cree que sólo el querer es poder o, al revés, o retorcidamente ambas. Porque tantos tipos de voluntad hay, como lugares del cuerpo de los que puede provenir esa fuerza volitiva. Escudriñé, y a mi indecisa manera elegí. Salvé a algunos personajes. Algunas ficciones se quedaron en la piel y se transcribían a golpe de tecla. Y en realidad a quien salvé fue a mí.
Aún estoy enfrascada, en este punto temporal, entre mis papeles. Ya no hay voces en coral, pero algo me aturde. No consigo darme con claridad la respuesta de para quién escribo.
Odio la duda, pero en la fiereza de su compañía, asentí, la acepté. Me despliego comprobando que mi corazón no es tan temeroso como me hacían sentir era. Que creo en el brío de mis recuerdos, de mis palabras nuevas. Que la paja dispuesta con disolución arde en la hoguera de certeza absoluta. Y que no pasa nada si la primera ficha del dominó consigue caer a todas las demás que habían sido colocadas detrás con esa astucia. La escritura se hace, se deshace, lo que está escrito, está. Y en esa inmanencia hay un continuo cambio, a veces imperceptible, y es el que me reinventa, me hace creer, me da fuerzas para ponerme a prueba, explorando mis posibilidades.
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