La abeja térmica lloró,
postrada ante el camino verde,
en sintética postura,
y un picotazo dio.
Gritó el apicultor,
sin que llegara a explicar su ciencia,
cómo no dar por agotada
su paciencia.
¡Aeronáutica!, ¡filamento!
Gritaba, amarillo de fibra,
a la atómica abeja.
Porque, en lugar de una flor,
quiso extraer el jugo de una seta.
Las zánganas en tropel,
ante tal ataque de mecánica,
fueron a poner su dolor en él.
Formadas en ejércitos de aviones,
el cielo ennegreció amenazante
cuando, a la cabeza la reina,
el panal se rebeló, manifestante.
El camino se hizo síntesis
y el riachuelo moderno.
El panal acogió fibras
y las montañas calcularon,
que de un sólo impulso estático,
toda la miel del panal
se haría un lago.
El campo volveríase pegajoso
y alérgico,
y las vacas quedarían,
en un azar jocoso,
prendidas por sus patas,
fijas a la tierra,
por el aguijón caprichoso
de una abeja.
No rendido el apicultor
y de miel hasta las orejas,
decidió daría una lección,
a la recochina abeja.
Prendiola de un ala
y la ató al pedal de una bicicleta.
Frenó esta revolución,
descomponiendo en átomos
tal resistencia.
Luego firmaron la paz
con un pacto amorfo:
para la miel usarían setas
y fibra de carbono.
Sellaron el acuerdo
con un chin-chin alérgico,
bajo la fedataria mirada de calor térmico
de un amable filamento.
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