Tres de la mañana. El agua se deslizaba por la
fuente con una suavidad hipnótica. Era una noche muy fría la de aquel otoño,
demasiado fría como para caminar por callejones estrechos y oscuros a altas
horas de la madrugada, donde las sombras parecían cobrar vida, pero eso hice,
andaba. Mis pasos resonaban con fuerza. A medida que avanzaba las luces de las
farolas del puente cegaban mis ojos y el tosco asfalto de piedra resquebrajaba
mis talones. Sentía un dolor punzante, como si me hubieran clavado algo. Un
pequeño gato negro de apenas semanas de vida maullaba sin cesar bajo un coche.
Su madre yacía moribunda al otro lado de la calle. El instinto de supervivencia
del joven felino hizo que, tras un alarido entrecortado por la fuerte ventisca,
saliera a mi acecho como si de una valerosa pantera de la selva se tratara y,
seguidamente, se tiró a mis brazos buscando mi calor. En ese instante comenzó a
llover con violencia. No tuve más remedio que guarecerme bajo un árbol de ramas
sinuosas. Decidí adoptar al gato y llamarlo Brenna, que significa pequeña gota
de lluvia. Aún quedaba una distancia prudencial hasta llegar a casa. Esperé a
que escampara y cuando amainó levemente me apresuré despavorido hasta la
techumbre del portalón principal de mi viejo apartamento en el centro de la
ciudad.
Ya en casa pude comprobar cómo Brenna, a pesar
de su corta edad, gozaba de una inteligencia asombrosa. Sus pupilas estaban
dilatadas. Pude apreciar que tenía unos ojos amarillos, tan deslumbrantes como
la luz de las farolas del puente donde lo encontré. Le puse un recipiente con
agua tibia y otro con una lata de atún que traté de desmenuzar para que pudiera
ingerirlo. Cuando acabé de ducharme el gato ya se lo había comido todo. Tenía
la barriga hinchada, dormía sobre un cojín que se había caído al suelo.
Le puse una caja de arena junto
a la chimenea. Hacía pocos días que Sophie me regaló una vasija que contenía
esa arena. Aquel regalo intentaba evocar la idea de que el mundo es para el
universo como un minúsculo grano de arena; había sido un milagro conocernos.
A la mañana siguiente Sophie entró por la puerta
junto con los primeros rayos de sol. Tenía aspecto de haber llorado. Brenna
dormía apaciblemente en el hueco que se formaba entre mi cuerpo y el borde
sobrante del sofá. No me percaté en qué momento de la noche trepó y se acomodó
allí. Sophie nos sobresaltó:
—Llevo llamándote toda la
noche, tu móvil no está disponible.
—No me he dado cuenta, mi
teléfono se quedó sin batería —me incorporé un poco sin la intención de
levantarme.
—¿Y ese gato?
—Se llama Brenna. Anoche fui a
buscarte al trabajo para darte las gracias por el regalo. Al llegar no te vi,
supuse que al final no trabajabas ese día pero antes de marcharme escuché tu
voz. Te vi. Te vi con ese amigo tuyo de la infancia. Ese con el que, según tú, nunca
habías tenido nada más que amistad. Encontré a Brenna de vuelta. ¿Quieres
explicarme qué haces aquí?
No respondió. Se quedó
obnubilada mirando cómo se apagaban las últimas llamas de la chimenea y la
arena mojada junto a la vasija que me regaló. Dejó las llaves sobre la mesa,
salió apresurada sin despedirse. Esbocé media sonrisa al comprobar cómo Brenna
pegó un salto desde el sofá y volvió a orinar en un montículo de arena que se
había formado sobre la caja que le preparé, al tiempo sonó un fuerte portazo,
Sophie salió del edificio.
Álvaro Gil de la Calle es abogado, músico y letrista. Ha sido alumno del Curso intensivo de iniciación y en 2017 comienza a trabajar en un proyecto musical y narrativo a través del Coaching literario. |
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