Las
campanas de la parroquia mayor tocaban a muerto. El sonido lúgubre y
entrecortado se acompañaba del volteo atronador de la matraca. Aviso
inconfundible de que no era seguro estar en la calle, que Jesús había muerto.
Los vecinos de la localidad entornaban las
puertas de entrada a sus casas en señal de duelo. De puertas para adentro todo
era silencio. Estaba prohibido vivir. La matraca se encargaba de difundirlo a
los cuatro vientos, siendo las primeras en percibirlo las cigüeñas que anidaban
en la torre.
El país se había vuelto fúnebre por tres días.
La radio sólo emitía noticias en las horas establecidas y música religiosa,
adagios, pavanas, obras de órgano de Bach y del piano intimista de Chopin.
Las mujeres acudían a las horas de misa
debidamente recatadas en negro: falda por debajo de las rodillas, brazos
cubiertos y velo acompañado de un rosario.
Volvió a sonar la matraca. Los niños que jugaban
en la plaza corrieron despavoridos hacia sus casas. En ese instante, los curas
se reunían en la sala capitular de Santa Cruz para consensuar el orden de las
procesiones que salían la noche de la muerte de Cristo.
El Vicario llevaba la voz cantante, era el que se
encargaba de conciliar los problemas entre feligresía, clero y el arzobispado
de la capital. Sin lugar a dudas, la experiencia le servía para manejar a la
perfección al resto de curas y beneficiados.
Como
cada año saldría primero el Confalón de la Victoria, seguido de la Sangre de
Santa Cruz, la Exaltación de la Merced, la Mortaja de los Descalzos, para
concluir con San Juan a altas horas de la madrugada.
Todos estaban de acuerdo, era preciso seguir la
tradición tal cual se había heredado, aunque el Consejo de cofradías y hermandades
aún no había dicho la última palabra.
De fondo, en la sala contigua, Serafín, el
sacristán y ayudante del Vicario, sintonizó en la radio las palabras que el
caudillo estaba dirigiendo al país en un momento crucial para todos. Jesús
había muerto. En las casas, varias generaciones se arremolinaban en torno al
receptor para oír las palabras de su “salvador”. Todos callaban y asentían,
aunque algunos creían que ya había muerto 1968 veces, que ya estaba bien de
cristos, vírgenes, curas y dictadores.
—¿Qué?, Serafín, ¿algo nuevo? —preguntó
don Rogelio.
—Nada señor Vicario, lo mismo que el año pasado.
Que hay que guardar luto tres días por Nuestro Señor.
—¿Sólo eso? —balbuceó don Rogelio.
Como se anunciaba anualmente, los cines, bares y
discotecas permanecerían cerrados. La televisión, emitiría con la pantalla de
sintonización y música religiosa de fondo, como sucedía en la radio. Todo
quedaba dentro de lo que las autoridades consideraban como diversión, y eso estaba
totalmente prohibido.
—Sigue siendo duro el cabrón —replicó don
Rogelio.
—¡Que no le oigan! —exclamó Serafín, a la vez
que se acercaba a la puerta del despacho del vicario por si alguien los había
oído.
—Don Rogelio, tiene que ser más prudente.
—Prudente ni prudente, esto va a estallar y nos
va a coger en medio. Y cuidado con el concejillo de tontos de capirote de
cofradías y hermandades que está minado de chivatos. Hay que decirles a todo
que sí.
En ese instante don Rogelio gritó desde la
puerta de su despacho.
—¡Niñoooo, Paquito! Sube a la torre con los
monaguillos y da los cuartos con la matraca, que ya es hora —Paquito obedeció.
—Pero solo la matraca, las campanas que duerman
en espera de mejores tiempos.
De nuevo, la matraca inició su martilleo roto,
coincidiendo con la entrada en el patio de la iglesia de un escuadrón de la
Guardia Civil vestido de gala. Se acercaba la hora de la salida de la Sangre.
Mientras en la ciudad comenzaron a cruzarse los toques de las distintas
matracas de las torres parroquiales y conventuales, destacando como siempre la de
la vicaría.
Por un momento don Rogelio pensó: otro año que
no veo al Confalón salir, otro año que no la veo, ¿dónde estará?, ¿qué habrá
sido de ella?.
—¿Dónde está Fernando?
—Calla, Serafín.
La pregunta del sacristán le sacó del recuerdo de
algo que tenía escondido muy dentro y que nadie podía imaginar. En ese instante
los dos se miraron fijamente aumentando la tensión y el nerviosismo calmado.
—Aquí viene el picoleto, seguro que pregunta si
le hemos visto.
—¡Calla! —exclamó don Rogelio
—Buenas tardes señor Vicario, estamos preparados
para iniciar el cortejo procesional. ¡Como todos los años!, la Sangre es la
Sangre y la llevamos dentro desde muchas generaciones atrás.
Don Pablo, que así se llamaba el capitán de la
Guardia Civil de la localidad, no dejaba de observar cada rincón del despacho,
mientras se hacía el interesado en los cuadros y enseres religiosos que
decoraban la estancia, llegando incluso a entrar en el archivo.
—¿Busca usted algo? —preguntó don Rogelio
—No, nada —contestó don Pablo—, pura curiosidad.
Por cierto, ¿sabéis algo de Fernando?, el prófugo. ¿Le habéis visto? Tenemos
información de que merodeaba anoche por las inmediaciones de la puerta trasera
de esta iglesia.
—Rumores —intervino Serafín.
—Sí, solo rumores —replicó don Rogelio. Sabe que
le habríamos avisado si tuviésemos noticias de él.
—Tengo algunas patrullas buscándole, para ello
entran en las casas que todos sabemos, no son de fiar. Espero no tener que ir a
la suya don Rogelio.
—Perdone, hemos de dejarle, hay que prepararse
para iniciar la procesión, la hora se acerca —comentó el Vicario, evadiendo las
preguntas y la tensión que se respiraba en el ambiente.
—Ya hablaremos, respondió don Pablo, y si os
enteráis de algo avisadme.
Media
hora después comenzó el desfile procesional. Lo iniciaban seis caballos
cartujanos montados por guardia civiles de gala con lanzas. Les seguían la
banda del Valle y la cruz de guía, desplegándose a continuación un manto de
capirotes rojos con capas blancas que, poco a poco, iban ocupando las calles
del barrio.
—Corre Fernando, ponte el costal y la faja y
métete en el centro de la segunda travesera.
Don Rogelio suspiró para sus adentros, mientras
Serafín ayudaba al prófugo a ataviarse, desapareciendo debajo de los faldones
de terciopelo rojo del paso del Cristo de la Sangre.
Nadie de la cuadrilla se sorprendió ni le
reconoció, ya que se trataba de una cuadrilla de pago integrada por estibadores
del puerto de Sevilla. Allí estaría seguro por el momento, pensó el Vicario.
Fernando, acomodó la morcilla sobre su cuello y
al toque del llamador unió sus fuerzas a una treintena de hombres recios,
elevando el pesado paso del Cristo.
Paso a paso, chicotá a chicotá, revirá a revirá,
fueron posesionando por las calles establecidas en el cortejo, hasta llegar a
la calle Zamoranos. Se encontraban en el centro del barrio de los gitanos. Un
barrio pobre y deprimido donde se apiñaba la gente en casas de vecinos,
corrales y laberintos, entre los que se ubicaban algunas casas de citas donde
acudía el rancio señorío.
En una de las paradas, don Rogelio, que iba
detrás del paso del Cristo, justo entre las maniguetas, acercó su cara al
respiradero y gritó: —¡Ahora!
En ese instante, Fernando comenzó a correr
mezclándose con el gentío hasta alcanzar el lugar que le había indicado
Serafín. En su huida se plantó en San Agustín, escondiéndose en las ruinas de
la iglesia del convento exclaustrado el siglo anterior. Allí se creía seguro,
debía permanecer solo unos días. Le enviarían alimentos y nuevas instrucciones
con un feligrés adepto a la causa. Mientras tanto, la seguridad de las ruinas y
del antiguo camarín del Cristo de la Sangre le parecía el mejor escondite que
podía encontrarse en la ciudad. Este extremo de la población era poco
frecuentado y menos los días en que Jesús está muerto. ¡Bien pensado, por parte
de don Rogelio¡, pensó Fernando. En ese instante se alegró, sintiéndose fuera
de peligro.
El domingo, sobre las tres de la tarde, se
presentó don Pablo en el patio de Santa Cruz, frente al despacho del Vicario.
Le acompañaban cuatro guardias civiles que portaban un maltrecho ataúd sobre un
carromato. Al observarlos desde su mesa, don Rogelio se echó a temblar, no
sabía qué hacer ni que pensar.
Don Pablo se acercó y le dijo
—Aquí traigo a un republicano para que le dé
sepultura.
A don Rogelio no le salían las palabras del
cuerpo, se le vinieron a la cabeza varias posibilidades. A duras penas
contestó:
—Para eso estamos. ¿De quién se trata? —dijo
forzando la voz.
—De un desgraciado que unos niños han encontrado
en las ruinas de San Agustín.
—Pero ¿de quién se trata y por qué lo de
republicano? —replicó el Vicario con el vello erizado.
—No se sabe, una gran piedra del antiguo camarín
le aplastó la cabeza y está irreconocible. Lo de republicano por la bandera que
tenía en uno de sus bolsillos. Un pobre desdichado, uno menos.
—Por cierto, ¿ha visto a Fernando Torres?, seguimos buscándole
y creo que no debe de estar lejos, ¿en su casa tal vez?
Don Rogelio, mudo de dolor no pudo contestar.
De nuevo la matraca volvió a sonar indicando que se aproximaba la hora de la resurrección del prófugo, de su amigo el republicano.
Antonio Martín Pradas es alumno del Curso de iniciación. Trabaja en el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico. |
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