—Ahí viene Pepe —anuncia Eduardo.
—Hoy es lunes, así
que traerá una nueva historia, —comenta Andrés.
En el “Café con Cuento”, pequeño
restaurante ubicado cerca de la estación Tobalaba del Metro de Santiago, se
juntan al mediodía, hace ya largos diez años, lunes, miércoles y viernes, un
grupo de ex compañeros de trabajo, todos jubilados mayores de 75 años. Ese día son ocho contertulios dispuestos a disfrutar una
conversación mientras degustan un café, comentando el acontecer, aceptar las
bromas y lo que
habían hecho ese fin de semana.
Pepe que acostumbra ser el último en
llegar, entra al café con la
seguridad y desplante que caracteriza a los profesionales de marketing, su
especialidad. Se sienta en una de las cabeceras del par de mesas que ocupaban
sus amigos y en cuanto termina de saludarlos dice:
—No saben lo que me pasó el viernes por la tarde.
—Imposible saberlo si no
andábamos contigo —acota Miguel, abogado de profesión.
—Venía del doctor, tenía hora con el urólogo. Qué desagradable,
ustedes saben.
—Pepe, te agradecería que nos
hicieras un resumen, tengo que estar en mi casa para almorzar a las dos —solicita
Joaquín, con la premura habitual de los profesionales que han trabajado en operaciones.
—Este no sabe lo que es un resumen,
así que deja lo de siempre y ándate, no termina antes de las dos treinta —aconseja
Vicente, que como contador-auditor llevaba el control de las cuentas.
—Que esta vez se queden dos
para escuchar el cuento y no pasar por mal educados, en una próxima oportunidad
se quedan otros —sugiere Manuel, que por años había trabajado en recursos humanos.
—Pepe, por favor trata de ser
breve sin entrar en detalles, sólo lo esencial. La última vez que nos relataste
una de tus historias, a pesar de los esfuerzos, nos quedamos dormidos y nunca
nos enteramos del final porque te fuiste ofendido —solicita
Rubén, como buen profesional de relaciones públicas.
—Se mandó cambiar para no pagar
el café —indica el contador-auditor.
—Dejen de hablar para escuchar
lo que el testigo tiene que contarnos —alega Miguel.
—Considerando que quieren que
les cuente lo que me pasó, voy a tratar de ser breve, si me extiendo un poco es
por el bien de la historia, de esta forma ustedes se involucrarán más; desde ya les adelanto que es especial —Pepe
dibuja en el aire, con ambas manos, una silueta de mujer—, y que a más de uno le
hubiera gustado vivirla. También debo
pedir prudencia y que mantengan las normas de confidencialidad que rigen a esta
cofradía.
—Muchachos —dice Vicente—, por
respeto a nuestro amigo y para llegar a nuestros hogares a almorzar y no a
cenar, con el correspondiente malhumor de nuestras esposas, dejémosle hablar y
el que interrumpa su relato paga una ronda de café a todos, ¿de acuerdo?
—Buena idea —dice
Andrés y agrega con la precisión que caracteriza a un ingeniero—: y que el relato no se extienda más allá de ciertos minutos, en caso
contrario, si excede el tiempo acordado habrá de pagar él una ronda de café el próximo
miércoles, o cuando asista.
—Si no hay oposición se timbra
el acuerdo —dice Miguel golpeando con el codo la mesa en señal de caso
cerrado.
—Un momento, ¿cuánto tiempo
otorgaremos a Pepe? —rectifica Vicente.
—Vicente tiene razón —señala
Manuel y agrega—:
considerando que ya es la una de la tarde y
conociendo la eficiencia del trabajador, propongo que otorguemos a Pepe siete u
ocho minutos para contar su caso.
—Es muy poco tiempo, quince minutos sería lo
mínimo y aún así tendré que saltarme partes —reclama Pepe.
—Parece que esto va para largo, si queremos que nos sigan reservando mesas,
pidamos otra ronda de café —sugiere Vicente.
Mientras se hace un
nuevo pedido, Eduardo que está sentado en el extremo opuesto a Pepe y que había
estado concentrado en su teléfono inteligente, ajeno a la conversación de sus
amigos, manifiesta:
—Colegas, noticia de última hora, por favor
presten atención a esto —todas las miradas se concentraron
en Eduardo, a quien consideraban un hombre ponderado, normalmente callado. Si
pedía la atención era por algo que valía la pena escuchar, como lo había
demostrado siempre desde su cargo en el área de planificación. Eduardo se ajusta
los lentes, aclara la voz con un sorbo de la soda que le habían servido y comienza
a leer—:
Ha sido detenida por la policía una mujer de treinta y ocho años, de
complexión esbelta que vestía con ropa de marca y se dedicaba a embaucar
hombres, principalmente de la tercera edad que conducían autos de alto valor
económico. Para realizar sus fechorías recurría a distintas argucias, la más
utilizada era convencer a su víctima de que necesitaba ayuda para salvar la
vida, y, que era imprescindible que la trasladara de urgencia hasta su
domicilio con el fin de que pudiera tomar unos medicamentos que había olvidado
traer con ella. En el trayecto, según el testimonio de las víctimas de esta argucia, la presunta delincuente realizaba diversos movimientos en señal de
que se sentía mal, pero que tan sólo eran para ir mostrando al desnudo partes
de su cuerpo. Una vez que llegaban a la
dirección que había entregado la mujer, ella simulaba que se desvanecía, solicitando
a su acompañante ayuda para llegar hasta el interior de la vivienda, donde
después de ingerir una serie de cápsulas que imitaban medicamentos y que, según
constató la policía sólo eran pastillas de menta o propoleo, procedía a
utilizar sus encantos femeninos, para agradecer el favor que le había hecho su ocasional
víctima. Todo terminaba con los dos teniendo actos sexuales, que dejaban
extenuado al anciano durmiendo. El anciano, al despertar, se encontraba solo en
la habitación y sobre
el velador una tarjeta firmada por la mujer: “Gracias por el coche. No
estuviste nada mal para tu edad.”.
»La policía estima que existen
más casos que las denuncias hasta ahora recibidas, debido a la vergüenza de las
víctimas y las posibles consecuencias familiares o de escarnio social.
Una vez que Eduardo termina de leer la
noticia, todos ríen y opinan sobre lo acontecido, concuerdan que a ninguno de
ellos les pasaría algo así, ya que son zorros viejos con mucha calle y, lo más
importante, que no hay mujer que alguna vez los haya dejado extenuados. Creen
que todas las víctimas de dicha mujer tendrían que ser
“unos viejos calientes” y por tal motivo merecían lo que les había pasado. En ese instante y sólo entonces se percatan
de que Pepe no se encuentra ya en el café.
Alfonso Pino es chileno y hace unas semanas comenzó un ciclo de Coaching literario en línea. Este es uno de los cuentos que ha escrito durante el ciclo de formación. Ingeniero de profesión, Alfonso decide al fin aprender el oficio narrativo. |
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