Sentada en su trono de grisolita, la reina Margot respira al fin tranquila.
Durante la semana anterior, todo han sido prisas y carrerones en el Palacio
real de Sedrilandia, todo han sido subidas y bajadas del gallinero a los
desvanes y del palomar a las cocinas; todo ha sido un bullir de fregonas y
lavanderas, pinches y cocineros, maestresalas y chambelanes; todo ha sido, en fin, un cúmulo de idas y venidas de un ejército de
servidores, afanados en que suelos,
muebles, cortinas, vajillas y demás elementos del regio ajuar estuvieran dispuestos
para el gran momento. Hasta la propia reina ha supervisado cuidadosamente la
preparación de la fiesta que se avecina. Y es que esta misma noche se celebrará
en palacio la Gran Pucherjá, la recepción ofrecida por la monarca al Muy Honorable Duque de Puchol, su eterno y
apuesto pretendiente, que vuelve victorioso de su campaña por tierras
transedrinas. Desde que enviudó, hace ya largos años, la reina se ha mantenido
firme en su decisión de no volver a contraer matrimonio para poder dedicarse
por entero al gobierno del reino, y, sobre todo, para dejar firmemente
asegurado el futuro de su progenie: los príncipes gemelos Petrus y Paulus y la
dulce princesita Perla. Pero ahora, los príncipes, apodados cariñosamente en
todo el reino “los apóstoles”, han sido proclamados oficialmente herederos “ax
equo” al trono de Sedrilandia, y la princesita, que hace quince días cumplió
los quince años, ha sido prometida, como la tradición manda, con un vástago de
la noble estirpe de los Rubiopersé, de la cual su marido fue el más digno
descendiente, con lo que la reina considera que ha llegado el momento de dejar
de vivir exclusivamente para los demás, y dedicarse al fin a su propia persona.
Así que esta misma noche, en el momento álgido de la recepión, después de
anunciar el compromiso de su hija, piensa sorprender al Honorable Duque, y con
él a toda la corte, otorgándole su mano, cediendo así tanto a los continuos
requerimientos de su enamorado, como a las amorosas exigencias que desde hace
tiempo su propio corazón le reclama.
Pensando feliz en estas consideraciones, a la reina se le
adivina una sonrisilla de medio lado que escapa por debajo de la cañita por la
que sorbe el acuanelán, el famoso refresco de canela elaborado en exclusiva
para ella con agua purísima recogida en el marmolamello real. Lástima que tal
estado de bienaventurado ensimismamiento se vea sacudido por la llegada del
Conserjara Real, que entra en el salón del trono con aire preocupado, pero sin
perder la compostura que a su dignidad conviene.
—¡Majestad! —saluda
respetuosamente inclinando la cabeza enturbantada—. Con el permiso de Vuestra
Majestad, le informo de que, al ir a buscar la Sedrina al Guardarropa Real para ser ventilada y cepillada con vistas a
la ceremonia de esta noche, como Vuestra Majestad dispuso hace unas horas, me
he hallado en la desagradable sorpresa de no encontrar dicha prenda, por más
que he buscado por todos los rincones posibles.
—¿Cómo? ¡No puede ser! Vos mismo me
asegurasteis que quedó guardada bajo
llave en el Guardarropa tras el último acto real!
—Así fue, Majestad, pero
parece que la cerradura ha sido forzada, y el hecho es que la Sedrina no
aparece.
—¡Pues tiene que aparecer! La
tradición manda que la Sedrina, símbolo del poder de la casa real de
Sedrilandia, sea portada por el monarca reinante en todo acto protocolario del
reino. Sin ella no podré anunciar esta noche el compromiso de la princesa, y
por consiguiente, tampoco podré... —Calla de pronto la reina, que por un
momento ha estado a punto de desvelar su secreto. Sólo ella sabe que el Duque,
harto ya de recibir largas, le dio un ultimátum antes de partir a la campaña: o
le daba el sí la misma noche de la Pucherjá, o se iría del reino para siempre.
De pronto, una luz de inspiración ilumina su rostro—¿Habéis registrado los
aposentos de los príncipes?
—Precisamente venía a
solicitar vuestro real permiso para hacerlo, Majestad —contesta ceremonioso el
interpelado.
—Id, id en seguida, y traedme
pronto la feliz noticia del hallazgo del real manto.
El Conserjara se retira
haciendo reverencias, y, apenas la reina ha tenido tiempo de lanzar dos
suspiros de preocupación, se presenta de nuevo en la sala. Esta vez su porte es
menos solemne, y se observa que el color del rostro es más pálido, a la vez que
muestra ladeado el turbante. La reina, que sumida en sus recelos no repara en
las descritos signos, lo recibe con un destello de esperanza en los ojos.
—¿La habéis encontrado ya?
—Lo siento mucho, Majestad,
pero no he podido ni siquiera llegar a los aposentos principescos. Resulta que
la pareja de comirenas australianos que adquiríó Vuestra Majestad a precio de
riñón real, dicho sea con perdón, para regalar al Muy Honorable Duque con
motivo de su exitosa campaña en...
—¡Abreviad, Conserjara, mirad
que no está el horno para bollos! —se impacienta la reina, que cuando la
ocasión lo requiere sabe mostrarse castiza.
—Decía, con permiso de
Vuestra Majestad, que los comirenas se escaparon al parecer anoche de su jaula,
y han estado desde entones poniendo
huevos, con perdón, en el suelo del Comedor Real, donde se celebrará dentro de
dos horas la Cena de Gala. Y conociendo la proverbial fecundidad de estos
animales, Vuestra Majestad se hará una idea...
—¡Pues que los recojan
inmediatamente! Y que los lleven a la cocina, tal vez el Cocinero Real nos
deleite con alguna exótica receta... —contesta Su Majestad, siempre práctica.
—Pero es que ...no acaba ahí
la cosa, Majestad. Con el permiso de Vuestra Majestad, me atrevo a informarle
de que esta mañana los príncipes, vuestros hijos, han entrado en el Comedor
montados en sus Rolumines y han entablado una competición a ver cuál de los dos
atropellaba más huevos, con perdón, y con los salpicones han dejado el suelo y
las cortinas perdidos, como puede Vuestra Majestad suponer.
—¿Los príncipes pedaleando en
los Rolumines que les regaló su augusto padre cuando nacieron? ¡Pero si tienen
dieciséis años cada uno!
—Vuestra Majestad me
permitirá decirle que ya sabe que son como niños.
—¡Lo que son es unos
gamberros! —grita la reina Margot, perdido ya el real decoro—. ¡Que los traigan
inmediatamente a mi presencia! ¡Y haced el favor de ordenar que limpien concienzudamente el
comedor y pongan cortinas limpias!
El Consejara se retira con el
respeto acostumbrado, y se dirige con premura a cumplir los encargos de la
reina, con tan excelentes resultados que, antes de que a esta le hubiera dado
tiempo de soltar dos resoplidos de desesperación, se presentan los príncipes
ante su madre con aire compungido.
La reina se dirige a ellos
con firmeza no exenta de cariño, y los gemelos, que adoran a su madre y además
tienen nobles corazones, acaban confesando que han sido ellos los que, además
de organizar la zapatiesta del comedor de gala, se han apoderado de la Sedrina
para entregársela al prometido de la princesa Perla, a cambio de tres buenos
ejemplares de melones que aquel poseía, ideales para enmelhornar.
—¿Qué habéis hecho? —solloza
la reina, deshecha en llanto— ¿Habéis puesto en peligro la continuidad del
reino, sólo por tres medidas de palomitas de melón? ¡A saber con qué oscuras intenciones el que
ha de ser vuestro cuñado desea poseer el manto que inviste nuestra dignidad
real! ¡Ay, si vuestro pobre padre levantara la cabeza!
—No lloréis, madre —dicen los
dos, conmovidos, a coro—, nosotros somos los responsables de esta situación, y
nosotros la resolveremos. Le daremos los melones al joven Rubiopersé, y el nos
devolverá la Sedrina.
—¡Pero deprisa! La hora de la
recepción se acerca —gime la soberana, que cada vez ve más lejana la posibilidad
de su deseado himeneo—. Y vos, Conserjara, haced venid al prometido de la
princesa enseguida, de grado... o por la fuerza!
—A ver cómo nos las
arreglamos ahora —cuchichea Petrus a Paulus mientras salen del salón—, supongo
que el Rubiopersé no querrá deshacer el trato.
—Máxime teniendo en cuenta
que los melones los enmelhornamos hace un rato y de las palomitas no hemos
dejado ni rastro —contesta Paulus—. ¡Vaya lío! ¡Como no nos inspire el Espíritu
Santo!
—¡Exacto! Vayamos a la
Cantina Real y echemos un traguito de bocardiente. Si a los Apóstoles les ayudó
a recibir su inspiración en forma de lengua de fuego, ¡no veo por qué no nos
puede ayudar a nosotros que somos apóstoles también!
Y los dos hermanos se dirigen
alegremente hacia la cantina de los guardias, olvidados ya sus nobles
propósitos.
Mientras tanto la reina ha
abandonado el trono y ha empezado a pasear nerviosamente de una punta a otra
del salón. Dirige su vista a la entrada cuando oye pasos, y halla que se acerca
su hija, la princesa Perla. Apenas han tenido tiempo para saludarse cuando
entra el Conserjara, esta vez en tal
estado de agitación, que ni la misma reina puede dejar de percibirlo.
—¿Qué os sucede, mi buen
Conserjara? ¿Por qué teneís el rostro tan encendido? ¿Y por qué usáis el
extremo de vuestro turbante de uniforme para enjugaros el sudor?— le pregunta,
obsequiosa.
—Majestad mía, digo Vuestra,
vengo deprisa para comunicaros que tanto la Sedrina como el joven Rubiopersé
han sido hallados
—¡Bendito sea San Sedrín,
patrón del reino! Al fin se aclaran mis temores y mis dudas. ¿Y cómo y dónde
han sido hallados?
—Eso es lo espinoso del tema,
Majestad, si se me permite decirlo. Unos mozos de cuadra, al entrar en el
último establo, vieron un extremo de la Sedrina sobresalir de un montón de paja, lo cual constituiría una
buena noticia, si no fuera porque al tirar de la manta, digo del
manto...hallaron al Rubiopersé bajo el palafrenero real, ambos sin calzones, y
en actitud, ¿cómo diría? —Mira azorado el Conserjera a la princesita, que
asiste a la conversación con mirada cándida.
—¿Mi prometido con el
palafrenero? ¡No puede ser! —estalla ésta asombrada— ¡Qué traidor!
—¡Pobre niña! —se apresura la
reina a abrazar a su hija.
—¡Pero si ayer mismo le juró
amor eterno al sobrino del Primer Chambelán! —concluye la princesa meneando su
linda cabecita.
—Pero, hija ¿tú sabías que tu
prometido...?
—¡Lo sabe todo el reino,
madre!
—Pero entonces, no puedes
casarte con él!
—¡No sabes cuánto me alegro!
—contesta Perla—. Yo no puedo soportarlo a él, ni él a mí —Y añade reprimiendo
una sonrisa cómplice—. ¡No me extrañaría que haya intentado esconder la Sedrina
para evitar el compromiso!
—¡Pues lo ha conseguido! ¡Nos
quedamos sin boda! —lamenta Margot al borde de las lágrimas.
—No te preocupes, mami! Tal
vez no haya que suspender la boda, sino sólo sustituir al novio... —deja
entonces caer la princesa.
—Ah, ladina. ¡Tú quieres a
otro! ¿Quién es?
—Es el capitán de la guardia
del Duque. No tiene fortuna, pero es valiente, guapo y bueno.
—¿No es ese el que obtuvo el
título de mejor monclavero en las últimas fiestas patrias? —dice la reina, que
según dicen siempre ha tenido buen ojo para clasificar pantalones.
—El mismo, mami querida
—Pero, ¿es Rubiopersé? —pregunta
la reina sin muchas esperanzas.
—Aunque no lleve el apellido
debe de serlo, porque tiene una bonita cabellera rubia, y ya sabemos que los
únicos rubios del reino son los que pertenecen a ese linaje.
—Bien, todo resuelto
entonces. Démonos prisa en ataviarnos. Esta misma noche se anunciará el
compro...
—Permítaseme terciar —tercia
el Conserjara—, pero Vuestra Majestad sabe que el pretendiente a casarse con la princesa debe ser
autentificado como rubio per se, mediante la prueba del Rubitén.
—¡Maldito Conserjara! —Piensa
la reina—. Con tanto rigor protocolario, nos va a dejar a mí y a mi hija para
vestir santos—. Bien, en cuanto llegue el Capitán que le corten un mechón del
cabello y ¡ya veremos si el Rubitén cambia de color a su contacto, como sucede
siempre ante los rubios de bote! Pero mientras, vayámonos preparando para la
recepción, pues ya falta menos de media hora, y no sé por qué, pero a mí me
dice el corazón que el capitán pasará la prueba—añade mientras se lleva la mano
al guardapelo de oro que luce en el pecho desde que murió su marido.
Atrás ha quedado la Cena de Gala, donde ha triunfado la ingeniosa
conversación de los inspiradísimos “apóstoles”. El gran salón del reino brilla
ahora con la luz de miles de velas a medio consumir. Entre ellas, los rostros
de Perla y Margot relucen más que
ninguna, iluminados por el arrobo del amor y el ejercicio del baile.
Declarados ya ante la corte sus respectivos compromisos, distinguen a sus prometidos
con gestos cariñosos. La reina muestra
orgullosa en una mano el abanico de
pedrería que como prenda de amor le ha regalado el Duque.
Con la otra, aprieta contra su pecho el
guardapelo donde ha vuelto a guardar el mechón de cabello que cortó hace tantos
años a su marido muerto, el mechón más rubio que haya podido verse jamás en un
Rubiopersé.
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