Anna me
recogió en la esquina de la calle Almond con la avenida Queensbridge, pasadas
las doce y media.
Yo estaba sentada en el suelo
de un portal frente a la cafetería de Audrey, con la mochila que solía llevar
al instituto encima de las rodillas. No había nadie en la calle. En el edificio
de enfrente todas las ventanas abiertas estaban a oscuras, menos la del tercer
piso: se veía el resplandor de la televisión y el perfil de una cabeza unida a
un cuerpo sentado en el sillón. Estuve un rato mirando cómo subía y bajaba una
lata de cerveza con la mano que no sujetaba el mando a distancia.
Bajé la vista y miré el reloj. Anna llegaba tarde. Anna nunca llega
tarde.
Un gato maulló y saltó a un contenedor de residuos orgánicos, al final
de la calle. Los faros del Volvo gris oscuro iluminaron el asfalto lleno de
baches sin arreglar. Me levanté apoyándome en el mármol y me colgué la mochila
sobre un hombro. El coche paró junto a la acera, y Anna me hizo un gesto con la
mano desde el asiento del conductor. Abrí la puerta y me senté en el asiento
del copiloto.
—Lo siento, tenía el depósito vacío. ¿Llevas mucho tiempo esperando? —su
voz apenas se oyó sobre el ruido del motor al arrancar.
—No.
Solté la mochila en el asiento trasero y me puse el cinturón de
seguridad. La radio estaba encendida y el locutor hablaba y hablaba del tiempo
que haría el fin de semana. Nubes y claros. Anna giró a final de la avenida, en
dirección a las afueras.
—¿Has dicho algo en casa? —preguntó sin mirarme, ajustando el espejo
retrovisor con sus uñas de manicura francesa.
La miré de reojo. Iba con los labios y el vestido rojos, y el pelo
rubio recogido. Yo bajé la cabeza y miré mis shorts y mis zapatillas viejas.
—Nada. Mi madre acababa de tomarse sus pastillas, seguirá durmiendo
hasta mañana.
—¿Ni tan siquiera una nota?
—¿Para qué?
Anna asintió en silencio. Se desvió a una carretera secundaria apenas
iluminada y encendió las luces de largo alcance.
—Estamos muy orgullosos de ti —giró la cabeza un segundo y sonrió sin
enseñar los dientes—. Todos nosotros.
Yo contesté con un amago de sonrisa y apoyé a frente en el cristal de
la ventanilla. Los árboles acercaban sus ramas por encima del arcén, sin llegar
a rozarnos, para difuminarse a la altura de los ojos. En la radio comenzaba una
balada country que no había escuchado nunca.
La casa de Una estaba en una urbanización casi abandonada, apartada
del resto de edificios. Bajamos una pendiente custodiada por álamos y vimos a
Mike en la verja haciendo de portero. Nos reconoció y nos dejó pasar.
—Han venido todos —comenté viendo la veintena de coches aparcados en
el jardín delantero.
—Más les vale.
Anna aparcó junto al Land Rover de Jill, cogió su bolso color crema y
salió. Yo eché mano de mi mochila y salté al césped. Hacía calor y habían
regado hacía poco. En el porche todo estaba tranquilo, pero dentro se escuchaba
la música vibrar y la luz cambiar de color a través de los cristales. Anna
entró sin esperar, y yo la seguí.
El rellano de Una se abre directamente a un gran salón junto a la
escalinata. Nunca lo había visto tan lleno. Nunca había estado de noche. Seguí
a Anna entre la gente. Reconocí muchas caras: a Brian, a Lea, a Alice, a Marc,
a Dave. Ellos me miraron y me sonrieron. A otros muchos no los conocía. También
me sonrieron, y asintieron con la cabeza al ritmo de los sonidos que salían de seis
o siete altavoces y de las fluctuaciones de la luz.
Anna se acercó a la mesa del fondo y me dio un vaso. Bebí de un trago
sin preguntar lo que era.
—¿Dónde está Una? —grité para hacerme oír por encima de la música,
pero Anna ya se había marchado para perderse entre la multitud.
Me apoyé en la mesa, bajé la cabeza y cerré los ojos.
Volví a abrirlos. Marc besaba a Anna en el cuello mientras Lea la
agarraba por la cintura. Jill caía por su propio peso apenas agarrada al cuello
de un desconocido. Susan estaba tendida en una esquina con los ojos muy
abiertos, convulsionando. Y una chica pelirroja a la que no había visto nunca
se quedó mirándome cuando iba a beber de su vaso, abrió la boca en una amplia
sonrisa, enseñando unos dientes con aparato.
Me levanté de la mesa, empujé a un par de personas y subí por las
escaleras.
Corrí por el pasillo, y abrí la primera puerta a la derecha: era el
baño principal. Dudé un momento, entré, cerré de un portazo y me apoyé en la
puerta. Casi me asustó encontrarme con mi propio reflejo en el espejo. Estaba
temblando.
Abrí la mochila y rebusqué hasta encontrar el bote de pastillas de mi
madre. Fui a coger una y se me cayeron todas en el suelo de baldosas blancas.
—Joder.
Me puse en cuclillas a recogerlas. Las amontoné a mi alrededor. Luego
las separé. Formé una línea, luego otra, luego un triángulo, le quité los
vértices, lo atravesé por diagonales. El símbolo de la Hermandad, con
tranquilizantes. Y me quedé en el centro.
Alguien llamó a la puerta.
—¡Ocupado!
La puerta se entreabrió. Una se asomó por el hueco y miró con
curiosidad lo que estaba haciendo.
—Muy bonito. Me dijeron que no parecías encontrarte muy bien —terminó
de abrir. Llevaba puesta la túnica azul de ceremonias.
—Estoy… perfectamente.
Una se puso de rodillas junto a mí y me cogió de la barbilla para
levantarme la cabeza.
—Ya hemos hablado de esto. ¿Crees que estás preparada?
Una siempre mira directamente a los ojos cuando habla con sus
discípulos. Dice que es la forma más fácil de explorar su alma.
—Sí —contesté.
Una sonrió y asintió con su cabeza cana.
—Te estamos esperando.
Me dio una mano para levantarme, me desvistió y me puso la túnica azul
que guardaba en mi mochila. Puso una mano sobre mi hombro y bajamos al salón:
todos iban ya de azul, todos estaban en silencio, todos se hacían a un lado
mientras nos dirigíamos al centro de la sala. Busqué a Anna con la mirada, pero
no la encontré.
—¡Hoy es un día grande para la Hermandad! —gritó Una mientras me ponía
la otra mano sobre el hombro que me quedaba—. Han pasado muchos años desde su
fundación. Tiempos de bonanza, de armonía con el universo y la naturaleza.
>>Pero nada es eterno. Como sabréis, se acerca la edad oscura.
El fin, hermanos, está cerca, y esta noche es el comienzo. Pero no debéis
temer, sino festejar. Nuestra hermana se ha ofrecido a calmar y equilibrar a
las fuerzas que gobiernan nuestro mundo, y dar ejemplo con su resurgimiento y
reencarnación, al igual que a todo invierno sigue una primavera.
Dicho esto, me abrió la túnica y me desnudó. Anne se acercó por
nuestra izquierda, con un cofre de madera en las manos. Lo abrió y se lo
ofreció a Una.
—Estamos muy orgullosos —apenas me musitó, con una sonrisa de oreja a
oreja.
Una sacó una daga de plata y me la puso bajo el cuello. Estaba helada.
—¡Por la Hermandad! —gritó Una.
—¡Por la Hermandad! —respondió todo el salón.
—Por la Hermandad —susurré, y cerré los ojos."Chica". Fuente: http://cuestionalo.blogspot.com.es |
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