Pablo
inclinó ligeramente su 250 cc en una de las curvas de la autovía camino a la
ciudad. Iba con algo de prisa. Aún había luz, pero su reloj de pulsera marcaba
las 8 y 37. El cumpleaños de Tino era el sábado y se había pasado toda su tarde
libre saltando de juguetería en juguetería del pueblo buscando una bicicleta
roja para un niño de nueve años. Este año le había preguntado Susana:
—¿Qué vas a querer por tu cumple?
—Una moto como la de papá.
—Aún eres muy pequeño para tener una moto.
A Susana no le gustaban las motos. Era muy práctico para ir por la
ciudad los dos, decía, pero con un niño ya crecido lo mejor era empezar a
ahorrar para un monovolumen o algo así. A Pablo le encantaba ese trasto, lo
compró de segunda mano en la universidad y lo seguía mimando como a un hijo. Ésa
era una de las razones por las que a Susana no le gustara.
—Entonces una bici, una bici roja, muy grande, con marchas y que
escupa fuego.
Pablo no estaba muy seguro de poder encontrar una bici con lanzallamas
incorporado, pero no le costaba nada probar a buscar en unos grandes almacenes
de la capital.
Pablo fue serpenteando por los carriles entre los coches y camiones.
Las 8:41. Si se daba prisa, pensó, no tendría que volver al día siguiente y
podría llevar al chico a entrenar. Se coló por delante de un simpático y
redondo Citroën Picasso azul. Un camión que se incorporaba no lo vio venir y lo
arrolló por un costado. Frenazos. Colapso. Luces parpadeando. Metal raspando
alquitrán. Cráneo fracturado dentro del casco. Muerte clínica, dijeron los
trabajadores del SAMUR cuando trasladaron a Pablo al hospital más cercano.
Al ser una víctima joven y sana, tras informar a su mujer, esperar a
que fuera capaz de digerir la noticia y dar las sentidas condolencias, la jefa
de la unidad de trasplantes le preguntó a Susana qué pensaba hacer con el
cuerpo de su marido. Le habló sin decir nombres de varios casos conmovedores y
pacientes en lista de espera que podrían salvarse si donaba sus órganos.
—Entiendo que esté en una situación muy difícil y lo último que
pretendemos es importunarla, pero el tiempo apremia —susurró la doctora con
toda la delicadeza que pudo—. No quiero que se sienta presionada, solo que sea
consciente del bien que podría hacer.
Y así, con una firma temblorosa de la mano de Susana en un formulario
estándar salpicado de lágrimas aquí y allá, fue como despedazaron cariñosamente
el cuerpo de Pablo. Sus trozos viables se separaron del resto y se
desperdigaron entre huéspedes que, protegidos por el anonimato de la lista de
donantes, nunca supieron de esta historia.
El señor
Rojas era un importante hombre de negocios, uno de esos individuos con traje y
corbata que nunca parecen tener tiempo para descansar, gritan mucho al
teléfono, tienen comidas con la empresa hasta las cuatro de la tarde y fuman a
todas horas. Tan poco descansaba, tanto gritaba, tanto comía y tanto fumaba que
un día su corazón dijo que ya no podía más y sufrió un infarto cataclísmico.
Después de un triple bypass en el que casi se queda en la mesa de quirófano,
los médicos dijeron que no aguantaría muchos meses y que necesitaba un
transplante. La señora de Rojas, al borde de un ataque histérico, movió cielo y
tierra para encontrar un cadáver con un corazón apto, pero la lista corre
despacio.
Alberto Rojas tuvo suerte esta vez. Casi in extremis llegó un corazón sano y fuerte, lo suficientemente
grande como para llenar su pecho de toro y mover sus litros y litros de sangre.
Si dejaba el tabaco y las grasas saturadas, controlaba el estrés y empezaba con
el ejercicio moderado pero continuo, viviría muchos años.
Vivió bastantes. Uno de esos inviernos, cuando volvía a casa paseando
por una galería comercial, su corazón de segunda mano que tanta tranquilidad le
había proporcionado, empezó a aletear como un ave de caza a la que hubieran
disparado en pleno vuelo. Recordó la vez que se desplomó en la oficina y estuvo
a punto de morir, y se sentó en el primer banco que encontró, pálido y empapado
en sudor frío. No le dolía, solo notaba las palpitaciones por debajo de las
costillas. Mientras hurgaba en su bolsillo con manos temblorosas, intentando
dar con el bote de nitroglicerina, miró a su alrededor en busca de ayuda, y se
encontró justo en frente con el brillante escaparate de una juguetería. Su
corazón pareció calmarse un poco. En plena campaña de navidad, la tienda lucía
sus mejores galas, sus colores más vivos, sus luces más epileptogenéticas. Una
montaña de muñecas estaba perfectamente ordenada alrededor de un chalet de
plástico en miniatura. Dos dinosaurios a escala parecían haber sido fosilizados
mientras luchaban a muerte. Y en el centro del ventanal más grande, encima de
una tarima negra… una bicicleta. Una bicicleta roja llena de faros y palancas
resplandecientes.
El corazón prestado del señor Rojas dio un vuelco, de modo que se
levantó para verla mejor. Él tuvo una bicicleta de pequeño, aunque no tenía
nada que ver con ésta. Era apenas una barra oxidada unida a dos ruedas, y tenía
que compartirla con sus dos hermanos; pero cuando bajaba por la cuesta un día
de verano, con el sol y el viento de cara…
Su corazón se había calmado, sin necesidad de pastillas. Y al señor
Rojas se le ocurrió entrar en la juguetería.
Al llegar a casa le contó a su esposa lo que le había pasado, pero
ella le contestó:
—Ya sabes como son los niños de hoy en día. A Felipe no le va a hacer
tanta ilusión como te hizo a ti.
Y en efecto, cuando llegó el día de Reyes y Felipe desenvolvió el
papel de regalo de su bici nueva, lo primero que dijo fue:
—¿Y esto por dónde se enchufa a la Wii?
De modo que aquella bicicleta roja estuvo en el cuarto de Felipe unos
meses, hasta final de verano. Después de las vacaciones, la señora de Rojas
decidió que ocupaba demasiado espacio y fue trasladada al sótano, donde sus
ruedas se deshincharon y su manillar acumuló polvo durante muchas primaveras.
Cuando Felipe fue lo suficientemente mayor como para ir a la
Universidad, los Rojas pensaron que tal vez esa casona se les había quedado muy
grande para ellos solos, y decidieron mudarse a un adosado a las afueras.
Después de sacar todo lo útil que podrían necesitar, encargaron a Paco,
transportista de profesión, que cogiera toda la chatarra inservible (el
frigorífico viejo, la tabla de ejercicios, la mesa de ping pong rota, la
bicicleta vieja del crío) para que se encargara de ella.
De camino al desguace, Paco tarareaba la canción de la radio,
palmeando al ritmo sobre el volante de su camión. Hacía un buen día, tenía un
buen puñado de cosas por el que podría sacar un buen precio y el tráfico estaba
tranquilo. Probablemente llegaría temprano a casa. Pero, cuando se acercaba a
una estación de servicio, su páncreas, que desde hacía años le había funcionado
como un reloj, empezó a segregar insulina furiosamente al torrente sanguíneo de
Paco. Le asaltó un hambre inesperadamente atroz sólo dos horas después de haber
desayunado un bocadillo de carne con tomate. Tal fue la urgencia que, a pesar
del buen ritmo de kilometraje que llevaba, se vio obligado a aparcar en la
gasolinera y bajarse a pedir, casi a suplicar en la cafetería, un bocadillo de
calamares.
Casi al mismo tiempo, Adela Solís, secretaria regional de la
Asociación de Amigos del Transplante (AAT) iba en el asiento delantero del
coche conducido por su marido, agarrada a la asita sobre la ventanilla. Llevaba
en el regazo y en el asiento trasero varios montones de panfletos informativos
para repartir en los hospitales de la zona, aunque Adela pensaba que era
necesario informar a cualquier persona interesada, y que cualquier persona
estaba interesada por el mero hecho de establecer contacto visual con ella.
Estaba mirando en el GPS la dirección del siguiente centro de salud,
cuando el único riñón de Adela comenzó a hiperfuncionar. Dicen que un solo
riñón humano puede hacer el trabajo de cuatro riñones, de modo que Adela Solís
pasó de tener un riñón aletargado a cuatro riñones bombeando a pleno
rendimiento, con lo que su vejiga se distendió hasta cuadruplicar su tamaño.
—Adolfo, para, tengo que ir al baño.
—¿Otra vez? ¡Si fuiste antes de salir!
—¡Pues tengo que ir otra vez! ¡Es una emergencia!
Adolfo suspiró, pero no dijo nada más. Se desvió al área de servicio y
esperó pacientemente dentro del coche a que su mujer volviera. Adela caminó
dando saltitos desde el aparcamiento
hasta el baño de mujeres de la cafetería; por suerte, a esa hora apenas había
cola y pudo evacuar sin mayores incidencias. Mientras se lavaba las manos, se
le ocurrió dejar un par de folletos por allí encima: sólo por la pinta que
tenían las bandejas grasientas de las tapas, la mitad de la clientela tenía
todas las papeletas para un cáncer de colon. De modo que se acercó a la barra y
soltó un panfleto aquí, otro allí. Paco, con un calamar colgando de la comisura
de la boca, le echó un vistazo rápido y se dirigió a la mujer:
—Oiga. ¿Usted trabaja en esto de los transplantes?
—Soy secretaria de la AAT, sí.
—Ah. Es que yo estoy transplantado, mire —Paco se levantó un poco la
camiseta para que viera la cicatriz que tenía en la espalda—. De páncreas. Pero
no estoy en ninguna organización ni grupo de ayuda ni nada de eso.
—Pues es una pena. Se puede ayudar muchísimo a otras personas como
usted, o como yo. A mi me transplantaron un riñón hace ya unos años, pero otros
no tienen tanta suerte de encontrar un donante a tiempo. Se necesitan muchas
campañas de información, mucha colaboración ciudadana.
—Ya. ¿Y ustedes que hacen?
—Pues muchas cosas. A nivel local damos charlas, vamos voluntarios a
hospitales, recaudamos fondos, hacemos colectas, rifas, cosas así.
El páncreas de Paco se removió en su sitio, incómodo. Y Paco se quedó
pensando.
—Oiga. Yo soy transportista, y siempre llevo y traigo un montón de
cosas que la gente ya no quiere pero que a lo mejor a ustedes les puede hacer
un apaño. Si quiere le echo un ojo a ver qué tengo.
Sin dejar que Adela contestara, Paco se limpió la boca con una
servilleta de papel y salió al aparcamiento para abrir su camión. Entró y
empezó a remover trastos. ¿Qué podría servir?, se preguntó.
—Esto —sacó una bicicleta desvencijada, y empezó a sacudirle el polvo—.
Está algo vieja y habría que hincharle las ruedas, pero es buena. No tengo
hijos y mis sobrinas son ya mayores, a mí no me hace falta. A lo mejor ustedes
pueden rifarla o algo así.
Adela observó aquel trasto polvoriento. Tenía pinta de cara y de no
haber sido usada. Tal vez pudiera buscarle alguna utilidad.
—De acuerdo, muchas gracias. ¡Adolfo! Ven a meter esto en el maletero.
Doña
Angustias se despertó un día con una quemazón en las tripas que no tenía desde
que se había vuelto a la costa. Cuando le operaron del hígado y le pusieron uno
nuevo, de vez en cuando la bilis le subía hasta la boca y sólo una cantidad
ingente de sal de frutas podía calmarla. Un verano decidió cambiar de aires y
pasar las vacaciones más cerca del mar, y desde entonces no había vuelto a
darle problemas. Ahora vivía en un amplio apartamento, con una pareja y su hijo
de inquilinos.
Aquel día doña Angustias se levantó enfurruñada al estante de la
cocina donde guardaba la sal de frutas, pero no la encontró por ningún sitio.
Tal vez se le gastara la última vez y no fue a comprar. Malhumorada, se vistió
con su traje de luto (había terminado el luto años antes, pero conservaba el
mismo vestuario) y salió a la calle. Normalmente era el matrimonio quien salía
a hacer las compras, pero estaban fuera de la ciudad unas semanas.
Caminó unas calles, quejándose entre dientes de su artritis, cuando se
encontró con María, la hija de Adela.
—¡Buenos días, doña Angustias! ¡Hace mucho que no sale de casa!
—Hola, Mariquilla. Qué grande que estás ya. ¿Cómo está tu madre?
—Bien, trabajando como una loca, que no da abasto. Ahora mismo iba
para su edificio, que estoy vendiendo papeletas para la asociación, por si me
quiere comprar alguna.
—Claro, claro —la señora rebuscó en su monedero en busca de suelto— Toma.
Cuando recibió aquel trozo de papel amarillo y lo prensó con su mano
incipientemente artrítica, el flujo de bilis que salía de su hígado pareció
calmarse, como un tipo de paz espiritual. Pero cuando fue a dar un paso para
continuar su camino, la vesícula biliar se contrajo en una señal de amenaza.
—María, bonita, una cosa. Si vas a ir para mi casa, ¿te importa
pasarte por la tienda de Guzmán y comprarme sal de frutas y dos barras de pan?
Y te compro una papeleta más. Que estas semanas estoy sola y ya no soy una
jovenzuela para andar por ahí trotando.
María se rió.
—Doña Angustias, cualquiera diría que es usted una anciana, si está
más ágil que yo. Pero si quiere, ahora mismo voy a hacerle los recados.
Durante diez días, María fue a hacer la compra, a darle de comer a los
canarios y a regar las plantas más altas.
Cuando
volvió a casa, Tino se encontró con una caja grande en su dormitorio. Le
preguntó a doña Angustias, pero ella sólo le dijo:
—Me lo trajeron el otro día. ¿Qué voy a hacer yo con esto? Si no tengo
hijos ni nietos, y para mí es un estorbo más.
Tino se acercó y quitó la cinta adhesiva con un cuidado casi
litúrgico. Desplegó las solapas de cartón y sacó a la luz lo que había dentro.
Era una bicicleta de niño, completamente nueva. Tino pasó la mano por la
pintura roja, por las palancas negras de las marchas, giró los pedales, los
radios de las ruedas. Eva, su mujer, se acercó por detrás.
—¿Y eso?
—Una bici, ¿no es genial? Mi padre tenía una moto del mismo rojo que
éste. Me encantaba —Tino se giró hacia Eva y cogió el balbuceante bulto que
tenía ella en sus brazos—. Mira, Pablito. Esto va a ser tuyo.
"Bicicleta". Fuente: peligrosaspalabras.blogspot.com |
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