Yo no
soy, ni mucho menos, un hombre de estómago.
Hay personas que pueden aguantar estoicamente la mirada cuando el
carnicero les desmiembra el conejo para el arroz, pero yo no soy de esos. Cuando
nació mi hijo Carlos duré dentro del paritorio treinta y cinco segundos
contados, y si por pocas no me tienen que poner la epidural a mí.
Se entiende entonces que cuando mi médico de confianza y amigo de la
mili, el doctor Federico Acosta, me dijo que ese bultito que tenía en el cuello
había que quitármelo, lo primero que hice como ente racional fue acojonarme y
preguntar cuántas horas me quedaban de vida.
—¡No, hombre! —Fede siempre ha sido muy de mover las manos al hablar
como una vieja napolitana—. Si esto te lo quitan en un rato, con anestesia
local, sin dormirte ni nada. Mira, te voy a mandar recomendado a un amigo mío,
a ver si te puede buscar un hueco…
Pero por muy tranquilizador que
intentara sonar, después de firmar cuatro papeles en los que a grandes rasgos
se lee “No nos hacemos responsables en caso de mutilación o muerte dolorosa”
uno llega a casa y hace lo que cualquier otro ente racional: buscar fotos de la
operación en Google para acojonarse el doble. Y vaya si me acojoné. Por suerte
yo a Fede lo quiero como a un hermano, y si me jura y perjura por su madre que
voy a salir del quirófano de una pieza, yo le creo, que para eso tiene
estudios.
Total, que llegué con más pena que vergüenza al hospital en horario de
tarde, donde fui despojado de mi dignidad y mi ropa para enfundarme en un batín
ridículamente corto y tumbarme en una mesa de operaciones fría como el infierno
en enero. Una enfermera diminuta me
estaba embadurnando con Betadine a brochazos cuando el anestesista se acercó con una aguja
del tamaño de una jabalina olímpica homologada.
—Dígame que eso lo utilizan para montar las brochetas de pollo.
—No me preocupe, sólo es un pinchacito —mintió aquel sádico mientras
me apuñalaba tres veces—. Ya está, yo estaré allí dentro, si empieza a
molestarle algo dígalo y vendré enseguida.
…Y se fue. Con el iPad debajo del brazo. Y yo con media cara que me
empezaba a ARDER, acordándome de todos sus muertos hasta la quinta generación. Menos
mal que la enfermera volvió a darme una capita de antisépticos, y parecía tener
ganas de charla… y una voz de ratilla que se me clavaba en el cerebro.
—¿Es la primera vez que se opera?
—Ji —la mitad de la
mandíbula me empezaba a responder regular. Buena señal. No habría que
interrumpir al anestesista en mitad de su café, de momento.
—Oh, pues no se preocupe por nada. Es una operación sencillísima, y el
doctor Gutiérrez es… bueno, ya lo verá. Un artista.
Fui a contestarle pero lo único que me salió fue un chorro de baba,
así que dejé a la muchacha que siguiera a lo suyo, sacando y metiendo tubos,
colocando los instrumentos de tortura que (a Dios gracias) quedaban fuera de mi
campo visual.
Al rato llegó el tal Gutiérrez, y la verdad es que a primera vista se
le veía un tipo muy competente. Alto, con las patillas bien recortadas, la
mascarilla perfectamente centrada. Con buena planta. Claro que después de todas
las cañas que me he tomado con mi amigo Fede, no iba a mandarme operar por
cualquier mamarracho. El cirujano se acercó a la enfermera para ponerse los
guantes, y cuando ella se dio la vuelta pegó un respingo.
—¡Macarena! ¿Cómo es que estás aquí, no te habían pasado a
ginecología?
A la chica le faltaba dar saltos en el sitio.
—Sí, pero he pedido que me volvieran a mandar aquí. Y bueno, hoy no me
tocaba estar de tarde, pero me enteré que usted estaba de guardia y le cambié
el turno a Claudia.
—Pues una alegría que me das, el servicio no era lo mismo sin ti…
No me gusta interrumpir a dos profesionales en mitad de su trabajo,
pero es que de verdad que se me fue la saliva para donde no debía y empecé a
toser como un descosido.
—Bueno… Joaquín —dijo Gutiérrez mirando por encima mi ficha mientras
se ajustaba los guantes—. Usted es amigo de Acosta, ¿verdad? No, no hace falta
que responda ¿Le molesta esto? —se me
acercó para toquetearme el cuello, y yo negué con la cabeza—. Muy bien,
terminaremos enseguida. Macarena, bisturí frí…
Pero Macarena ya tenía preparada aquella cuchilla de cercenar
gargantas.
—Vaya, qué eficiencia. No es que tenga nada en contra de Claudia o de
Javier, ya sabes, pero no tengo que decirte quién es mi instrumentista favorita
—y no sé si fui yo, que con los focos en la cara empezaba a ver borroso, pero
para mí que le había guiñado un ojo.
“Esto no está pasando”.
La enfermera saltimbanqui, feliz como una perdiz, acercó el aspirador
y empezó a salir mi sangre por el tubo translúcido.
—Si se marea no mire —me dijo el cirujano
sin apartar la vista de lo suyo—. Y dime, Macarena, ¿cómo te va todo? ¿Qué tal con ese… Joshua,
Jonathan, como se llame?
—Johnny. No, lo dejamos la semana pasada.
—Uy, no me digas. Bisturí eléctrico.
—Pues sí —dijo la muchacha acercando algo parecido a un bolígrafo con
cordel, como los que hay en los bancos para que ningún desaprensivo se lo
lleve—. Estaba harta de darle una oportunidad tras otra. Es el tío más inmaduro
que ha pisado la tierra.
—¿Te lo dije o no te lo dije?
En ese momento empecé a escuchar un zumbido y ver por el rabillo del
ojo una columnita de humo que me salía de debajo de la mandíbula. Cerré los
ojos, pero el olor a mi propia carne quemada me llegó hasta la nariz y tuve que
volver a abrirlos. Si me marcaban como a una vaca, por lo menos quería
supervisar el trabajo.
—Ay, ya lo sé, doctor, que me lo ha dicho mil veces. Pero es que…
—empezó a decir la enfermera.
—Que me llames Julio, y no me trates de usted, que no soy tan mayor.
Gasa —el zumbido paró y pude dejar de aguantar la respiración—. Te dije que ese
tipo era un sinvergüenza y que tú merecías mucho más. Después de todo lo que me
contaste que te hizo, no sé ni cómo no lo mandaste con su puñetera madre hace
ya tiempo. Es que me lo encuentro por la calle y le parto la cara a hostias.
Tijeras.
—No te pongas así, si la culpa es mía, por ser tan tonta.
—Tonta no, mujer. Errores cometemos todos, y si no mírame a mí.
—Es verdad, ¿cómo va lo del divorcio?
—Pues imagínate. La muy zorra no se ha conformado con quedarse con el
apartamento y con la custodia de la niña —el cirujano empezó a dramatizar
gestualmente con unas tijeras abiertas en la mano, justo encima de mi cuello
expuesto—. Ahora dice que la mitad del chalet de la playa es suyo, y atrévete a
decirle que no a la Margaret Tatcher y a la sanguijuela que se ha buscado de
abogado.
Aunque prefería con mucho que continuaran la conversación cuando no
hubiera instrumentos cortantes cerca de mi piel, opté por no moverme ni
gesticular, no fuera que se le escapara un tajo donde no debiera.
—Aquí no se la conocía precisamente por sus buenas maneras. Lo cierto
es que nunca me cayó muy bien. Ni yo a ella.
—Envidia insana, es lo que te tenía. A ti y a cualquiera que no le
rindiera pleitesía o que no estuviera tan amargada como ella. Mosquito sin
dientes —yo esperaba que la enfermera le acercara un bote lleno de bichos, pero
en lugar de eso sacó unas tenacitas diminutas—. La verdad es que me está
costando mucho tirar para adelante, pero creo que ha sido la mejor decisión que
he tomado en mi vida.
—Eso te iba a decir, que a pesar de todo… se te ve como más vivo, más
contento, qué se yo.
—Vivo por primera vez en años, Macarena. Estoy deseando acabar todo el
papeleo y pasar página de otra vez. Pinza con dientes.
—Dicho así, es que suena tan fácil… Ojalá yo pudiese tomármelo con
tanta filosofía, y olvidarme de todo, y salir, y empezar de nuevo…
—¿Y por qué no lo haces? —el doctor paró un momento de hacer lo que
dios quiera que estuviese haciendo con mi piel y se quedó mirando a la
enfermera.
La chica, ruborizada desde el borde de la mascarilla al gorro de
quirófano, se quedó congelada aspirándome la sangre con un ruido
desagradabilísimo. Yo miré a la puerta por si aparecía el anestesista, para
pedirle que por favor me durmiera del todo y no tuviera que tragarme el
culebrón entero mientras me estaban mutilando. Pero no cayó esa breva.
—Pero… ¿el qué?
—Pues eso mismo, que ya basta de lamentarse. Si quieres salir, sal.
Por ejemplo, ¿haces algo esta noche?
—N-no. Bueno, tenía que planchar la ropa y llamar a mi madre, pero no
tengo por qué hacerlo hoy.
—Pues déjalo para otro día porque ya tienes plan —Gutiérrez se aclaró
la voz y levantó las manos con el instrumental, como si fuera un director de
orquesta, con un pedazo de piel asqueroso colgando—. Pon esto en formol para
Anatomía Patológica. Y ponme una sutura del 2, vamos a cerrar ya —luego se
dirigió a mí, hablando muy alto y despacio—. YA CASI HEMOS ACABADO. TODO HA IDO
PERFECTAMENTE.
“No, si lo que es oír, te llevo oyendo una hora estupendamente”,
pensé, pero no me atreví a intentar siquiera decirlo en voz alta. Sólo moví
ligeramente la cabeza para indicar que sí, que me había enterado y todo era gozo
y felicidad.
Empezó a coserme la herida, pero yo sólo podía ver la aguja por aquí y
el hilo por allá. Estaba bastante hasta las narices de ese señor, pero había
que reconocer que se daba su maña (aunque lo mismo era mi impresión, que no sé
ni coserme un botón y todavía me parece magia lo que hace mi madre con el
dobladillo de los pantalones).
—Corta —dijo el cirujano tirando del hilo.
—No, corta tú —le respondió la enfermera, muerta de risa.
—Noooo, corta tú —le contestó el otro siguiéndole el juego.
“¿Es que aquí nadie tiene ganas de irse a su casa?”
Después de un rato así, al final quedaron en cortar cada uno un
extremo y aquí paz y luego gloria.
—Bueno, ya está —me dijo Gutiérrez quitándose los guantes, desde la
puerta—. Ya le avisarán con los resultados de los análisis. Los puntos se los
quitarán en su centro de salud de aquí a una semana, buenas tardes. Y hasta
luego… Macarena.
—Hasta luego, Julio —canturreó la muchacha guardando todos los
cachivaches.
Yo estuve allí tumbado hasta que vino el anestesista a rescatarme,
sacudiéndose las migas de la merienda.
—¿Qué, cómo ha ido todo?
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