Estás
respirando demasiado alto, demasiado fuerte. Lo intentas controlar, pero sólo
consigues ahogarte. Se te ha olvidado cómo se respira sin pensar. Inspira, y
luego espira. Escuchas tu corazón intentando salirse del pecho. Desearías que
se callara de una vez antes de delatarte.
Te inclinas hacia delante lentamente, a oscuras, entre los abrigos de
mamá. A tu madre no le gustaría que estuvieras allí dentro, ensuciando la ropa
con tus zapatillas llenas de barro… pero ella no está aquí para decirte nada.
Pones el ojo que no tienes vago en la cerradura del armario y miras a través: desde
ese ángulo apenas ves el cabecero de la cama de tus padres. Agudizas el oído y
no oyes nada, sólo un pitido continuo en tus oídos, la sangre fluyendo por tus
sienes, el tic-tac del despertador en la mesilla de noche, un pájaro lastimero
cantando fuera de la ventana. La habitación suena a vacía, y tu corazón se
calma un poco dentro de tus costillas. Piensas
que a lo mejor ya se ha encontrado a uno de los otros, que tal vez no venga a
por ti esta vez. Que a lo mejor todo ha acabado. El vestido de lino de tu madre
te hace cosquillas en la nuca. Hace tanto, tanto tiempo que no se lo ves
puesto…
Oyes los pasos acercarse por el pasillo, demasiado pesados para ser
sólo de un niño. La puerta cruje al abrirse. Y luego silencio. Aguantas la
respiración. A través de la cerradura ves una mano que levanta la colcha y
vuelve a dejarla en su sitio. Otra vez silencio. Cruzas los dedos para que no
se acerque a ti.
Los pasos se alejan, y cuando dejas de oírlos sales del armario sin
hacer ruido. Cierras la puerta tras de ti y reptas por debajo de la cama. Hiciste
bien en no meterte antes, pero has
aprendido a moverte para sobrevivir. Sabes que las plantas que esperan a que se
las coman… se las comen. Sin más. Tienes una herida en la rodilla izquierda, y
duele al arrastrarte.
Cuando apenas si has metido los pies debajo escuchas más pasos y se te
congela el pulso. Pero son pasos cortos, pequeños, sigilosos pero torpes, que
se paran junto a la puerta.
—Guille —susurras.
Y tu hermano pequeño se agacha para mirar por debajo, con esos ojos
tan grandes que le hacen parecer siempre asustado.
—Soy yo, ven —dices y levantas para que entre—. ¿Dónde está Carlos?
—En el desván —contesta Guille demasiado alto, mientras acurruca su
diminuto cuerpecito a tu lado entre pelusas.
—Ssssshhhh —empiezas a chistar.
Pero oyes otra vez los pasos. Largos. Tranquilos. Pasos de alguien a
quien no le preocupa que le oigan desde lejos. Guille está respirando demasiado
alto, demasiado fuerte. Le tapas la boca con la mano y no se queja. Piensas que
alguien mayor debería taparte la boca a ti también.
Y los pasos se acercan a ti. Y rodean tu refugio. Y forman una
discontinuidad en el hilo de luz que te llega de las ventanas bajo las mantas
colgando. Y se detienen frente al armario.
Oyes los goznes metálicos chirriar y una mano que trastea entre telas.
Sabes que has hecho bien, que esperando quieta sólo consigues que te coman.
Guille se aprieta contra ti. Te parece que intenta controlar su
respiración pero no lo consigue. Apoyas su cabeza en tu hombro, sin soltarle la
boca. Es tu forma de decirle que queda poco para que todo acabe.
Los pasos se alejan del armario, y rodean
tu refugio, y se dirigen a la puerta. Olvidaste otra vez cómo se respira.
Inspira, y luego espira.
Una mano se cuela debajo de la cama y te
agarra del brazo. Y lo sabes. Todo ha terminado.
Tu primo Quique te saca dos cabezas y se
cree muy listo por haberte pillado.
—¡He encontrado a Paula, salid todos! —grita.
Tú refunfuñas y vas a la cocina a poner la
cara contra la puerta del frigorífico. Empiezas a contar despacio: uno, siete,
doce, diecinueve, veinticuatro. Y luego más rápido:
treintiseiscuarentaydoscincuentaycuatroysesenta.
Te das la vuelta y chillas para que te
oiga toda la casa:
— ¡Preparados o no, allá voy!
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