―¿Por qué escribes?
Escribir, literatura, implica una
decisión y un esfuerzo sostenidos durante mucho tiempo. Muchos días. Muchos
meses. Como mínimo. Es poco probable que algo que se hace durante tanto tiempo
vaya a tener un solo porqué. Porque está el por qué pensamos un día en ponernos
a escribir. Y está también el por qué
insistimos en seguir escribiendo aún cuando llegamos a casa agotados y además
hace ya días que escribir no nos da ninguna alegría. Y el por qué seguimos haciéndolo
cuando ha pasado tanto tiempo desde que escribimos por primera vez que nuestra
vida pide ya de nosotros algo completamente distinto de lo que entonces nos
pedía. Y aún hay otros más. Cada uno de estos porqués puede tener una respuesta
diferente.
POR OBLIGACIÓN
Las primeras veces
que he escrito un texto literario lo he hecho por obligación, porque me lo
mandaron en el colegio o en el instituto. Quizá parezca un motivo poco elevado,
pero a mí me parece tan bueno como cualquier otro. No creo que escribirlo por
obligación haga necesariamente peor un texto literario. Algunas de los textos
que he escrito y que me han parecido mejores los escribí porque tenía que
hacerlo. La obligación es una fuerza tan determinante como las pasiones
incontenibles que se supone que mueven a las mejores obras. Si yo fuera
escritor, no me haría dejar de serlo tener que escribir en parte por
obligación. Por obligación escribió Dostoievski Crimen y castigo, le salió bien. Por
obligación contó sus cuentos, una noche y otra, Sheherezade, y también le valió
la pena.
Por cierto, este ensayito lo estoy
escribiendo por obligación.
POR DINERO
Nunca he ganado un
duro con lo que he escrito. En tercero de bachillerato gané el concurso de
cuentos de la Semana Blanca del instituto. No fui a recogerlo, pero no a lo
Marlon Brando, es que no sabía que daban premio. Si lo llego a saber, claro que
voy. En realidad no aparecí por el instituto en toda esa semana. A la siguiente
el jefe de estudios me buscó en clase y me lo dio. Un vale por cinco mil
pesetas para gastarlo en la papelería Juan XXIII. No se le ocurrió al jefe de
estudios que yo, a esa edad, ya tomaba cerveza. El vale me lo dejé en el
bolsillo del pantalón y se lo comió la lavadora.
Sé que no me voy a morir sin
presentar una novela a un premio literario. No a uno de los gordos, sino a uno
de esos de los pueblos, que puedes ganar tres o cuatro mil euros. Para cancelar
de una vez la deuda de la tarjeta de crédito, que lleva más tiempo conmigo que
mis empastes. Me da vergüenza cuando me doy cuenta de que no me da vergüenza
querer ganar el concurso más por el dinero que por otra cosa. Tengo muchas
fantasías en las que termino un libro, lo presento a un concurso, lo gano y
trinco un cheque. Pero nunca tengo una fantasía en la que soy escritor. Será
porque lo que yo quería realmente ser ya lo soy.
POR PLACER SENSUAL
Desde pequeño he
sentido placer manipulando las palabras. No hablo aquí de un deleite
espiritual, sino de un placer sensorial, físico. Imaginarlas, oírlas, verlas,
escribirlas, decirlas, juntarlas, me da gusto. Algo así como cuando nos
revolcamos en la arena de la playa. A veces miramos de cerca nuestro dedos
llenos de arena, buscando ser capaces de distinguir cada grano, y nos damos
cuenta de que cada uno tiene un color y un brillo diferentes. Otras veces
disfrutamos removiéndola y estrujándola y enterrándonos en ella. Las palabras,
como objetos plásticos, al margen de su significado, son tan bellas. Cada una
es única, y está llena de detalles, de curvas y relieves, algunos marcados,
otros armónicos, como rostros humanos.
Este placer sensual que me dan las
palabras debe bastante, creo, al hecho de que en mi cerebro las letras
encienden directamente sensaciones visuales y táctiles y cinestésicas que,
hasta donde sé, nada tienen que ver a priori con ellas. Esto no me ocurre en
mis conversaciones cotidianas, pero sí cuando toco y manipulo el lenguaje de un
modo más consciente, más premeditado; cuando leo en silencio o cuando escribo.
En mi cabeza la a ha sido siempre un gris claro, la e un naranja tierra, la i
un rojo clavel, la o un blanco roto, y la u un rosa pálido. No es que me
parezca que esas letras tengan ese color, es que al oír o al ver la letra
aparece su color en mi imaginación. Esto es así para mí desde siempre. Nunca ha
cambiado esta correspondencia entre vocales y colores. Me pasa también con los
números. El cero es blanco, el uno es azul marino, el dos gris claro casi
blanco, el tres tiene el color de la e, el cuatro es rosa casi blanco, el cinco
es rojo chillón, el seis es amarillo, el siete marrón, el ocho morado, y el
nueve granate muy tostado. Sinestesia, aprendí en la Facultad que se llama este
fenómeno, y que le ocurre a otra mucha gente, y que para cada persona la
correspondencia entre letras y sensaciones de diferentes modalidades
sensoriales es única. Con las consonantes no me pasa lo mismo. Las consonantes
no traen colores a mi imaginación. Algunas de ellas sí puedo asociarlas
fácilmente a sensaciones táctiles o cinestésicas, o a atributos humanos. La ese,
por ejemplo, es una caída libre y suave en el aire; la erre tiene majestad; la
eme es un beso o una caricia; la j tiene algo de lo que no te puedes fiar.
POR TORPEZA
Léase también por
soledad, por fracaso, por salud, o sea para sanar. Todo es lo mismo.
Si yo hubiera sido un niño niño; si
yo no me hubiera criado con un alacrán vivo, cada noche, debajo de la almohada;
si yo hubiera sido un adolescente capaz reír y hacer amigos; un joven más
apuntalado, con emociones duralex, sin duda alguna me hubiera dedicado a vivir.
Muchísimas horas las he pasado escribiendo porque no he sabido pasarlas riendo,
charlando, bailando, con la gente que la vida ha puesto a mi lado, amando a las
mujeres que me han enamorado. Escribir es marca de fracaso. Los escritores no
me engañan. A muchos les quiero, pero a muy pocos admiro, y a los que sí no lo hago porque sean escritores. Sé de
qué va el asunto. Los que escribimos formamos el club más antiguo y extenso de
torpes del mundo.
Tantas veces me he sentado a
escribir para llenar horas de soledad. Para darles sentido. Para no estar
demasiado tiempo solo. Porque la literatura, toda creación artística, es
conversar, una conversación íntima. Pero una muy peculiar: la que se tiene con
un otro que ahora no está. Entonces, el artista lanza su mensaje hacia el
futuro, hacia el otro íntimo que no está en ese lugar y momento. En el futuro
estará.
Hoy ya no me siento tan torpe, pero
me ha quedado el vicio de escribir.
POR DIVERSIÓN
Cuando escribo, a
veces oigo mi risa, solo en casa. Por las perrerías que hago a los personajes.
PARA SER LIBRE
Hay muchas formas de
libertad, pues hay muchas formas de esclavitud, pero esto es un tema para otro
ensayo. Lo que importa decir aquí es que existe la esclavitud del lenguaje,
cuando el lenguaje está plagado de asociaciones de palabras, de ideas, que
nadie cuestiona, nadie desmonta. Son los tópicos, las frases hechas, las ideas
consabidas, las elipsis oscuras, los discursos trillados... He olvidado si fue
leyendo Las
ninfas o
Los
helechos arborescentes,
o una de sus columnas, cuando, en mi adolescencia, le leí a Umbral ―uno de los
escritores a los que más quiero―, las palabras “un hombre cruel y bueno”. Lo
que no he olvidado es la llamarada que en un instante, al leer esas cinco palabras, calcinó mi mente de antes y
dejó el terreno libre para una nueva mirada. Tengo ese momento por uno de los
puntos de inflexión en mi vida, a partir del cual me he sentido una persona más
libre. “... cruel y bueno”. ¿Cómo podía una persona ser cruel y buena?, fue lo
primero que pensé. Y detrás, la iluminación. Descubrí de repente cómo me
pesaban las cadenas del lenguaje. ¡Claro que una persona puede ser cruel y
buena! Desde niños damos creemos que eso no es posible porque estas palabras
nunca aparecen juntas en el lenguaje que nos hablan. Si alguien es cruel el
malo. Si alguien el bueno es amable... ¡Pues no! La realidad está hecha con
infinitas teselas, todas irregulares. Decir del lenguaje que puede hacernos
esclavos puede parecer petulancia, pero literalmente ocurre así. Nunca fui
libre para ver a las personas que son crueles y buenas hasta que leí a alguien
que escribió juntas esas palabras. Hasta entonces mi mirada estuvo ciega para
todos los hombres y mujeres buenos y crueles que hay en el mundo. Si veía que
eran buenos, no podía ver su crueldad. Si veía que eran crueles, no podía ver
su bondad.
Desde entonces, escribir se ha
convertido también en un quehacer libertador. Como hace un artificiero que va
buscando minas enterradas para desactivarlas, escribir es también estar atentos
a todos los prejuicios que hay ocultos en el lenguaje, en forma de frases
hechas, de adjetivos que siempre van
ayuntados, y dinamitarlos, y usar las palabras que quedan por fin sueltas de un
modo nuevamente vivo. Así me hago más libre, retiro de mis sienes las
anteojeras, para ver lo que antes no veía.
PARA TRASCENDER
Por coraje,
rebeldía, ambición, por amor, podrían haber sido también los nombres de esta
razón.
Lo que admiro es la acción. La que
produce una obra que muta el mundo a mejor. Eso es lo que convierte una vida en
ejemplar, en admirable. Es lo mejor que podemos dejar a los demás. Ésta es la
opción real de existir más allá de nuestra vida: merecer que los que siguen
quieran tenernos en su memoria, y por momentos en su conciencia, porque sientan
que eso es bueno para ellos. Por esto elijo ser un soldado sobre todo lo demás.
Ser hijo de la posmodernidad no me ha atontado tanto como para negar que existen el Bien y el Mal,
que lo que viene mañana se cuece hoy, que importa lo que elegimos, lo que
hacemos. Suelen contraponerse acción y reflexión, y escribir se asocia más a la
segunda, pero escribir, si se hace para influir, para mejorar el presente, es
también actuar. Escribir es una de mis maneras de luchar. Ser capaz de escribir
un texto útil, bello, que los que van a venir quieran guardar en paño, es
también mi motivo para escribir. Tiento esa opción para trascender. Mortal y Rosa, Pedro Páramo, El Sur, Taxi Driver, El violinista
en el tejado,
La
hija de Ryan,
Platero
y yo, Historia de
un soldado,
El
túnel, Dersu Uzala, Lolita... hacen por sí
solas buenas las vidas de sus autores. Si yo creara un libro así, saludaría
manso a Muerte cuando llegara.
PARA APRENDER
Ésta es la más
importante.
No me refiero al conocimiento que se
adquiere cuando uno se documenta para escribir un texto literario ―aunque este
aprendizaje ya sería por sí mismo un buen motivo para escribir―. Escribiendo he descubierto que se puede
aprender sin leer, sin escuchar, sin mirar, sin necesidad de absorber nuevos
datos, sino pensando, reflexionando, flexionando la conciencia hacia uno mismo,
hacia la propia experiencia, hacia los datos que ya había en uno mismo, y
organizándolos, o reorganizándolos. Lo que he aprendido así ha resultado ser el
conocimiento más denso y determinante, y lo he aprendido escribiendo.
Conocimiento que resulta extremadamente práctico, como la diferencia entre lo
que ocurre y cómo se percibe, entre la realidad y el deseo, entre los millones
de mundos internos que se cruzan sin tocarse a diario. Estas distinciones puede
parecernos obvias, pero en nuestra vida cotidiana constantemente las
confundimos, y de esta confusión, que es el precio que pagamos por el lenguaje,
procede la mayor parte del sufrimiento humano. Aprender la habilidad de
desenmarañar este lío, a tener claro a la cabeza de quién pertenece cada
pensamiento, es un conocimiento práctico crucial para no vivir sufriendo
demasiado. Con ninguna otra actividad como con la escritura narrativa he
aprendido mejor esta habilidad. Curiosamente, a pesar de mi profesión, ha sido
con el aprendizaje del abecé de la escritura narrativa cuando mejor he
comprendido las distinciones que antes he mencionado. Muchos de los conceptos
psicológicos que antes conocía y sabía definir bien, no he llegado a
comprenderlos mejor hasta que no me he impuesto la disciplina, no ya de
observar la realidad, sino de contarla. Observar la realidad permite aprender
de ésta. Pero contarla da más. Chutes de conocimiento, es lo que me pasa
escribiendo. De conocimiento vivo y útil para la vida, conocimiento de primera
calidad, sin adulterar, puro, criado directamente con la propia experiencia.
Estos chutes de conocimiento, estas revelaciones, me hacen disfrutar como pocas
cosas más. Y sólo me ocurren cuando tengo conversaciones íntimas. Por eso me
hice psicoterapeuta, por eso leo y por eso escribo.
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