1990
Aquí
yace una esponja palpitante,
engendrada por fauna de vidrio pero incubada por dragones sin alas. Mientras
me lamían las heridas, escupí alquitrán y lodo y tuvieron a bien llamarme
“viva”. Marte y su ariete de aire comprimido embestían las ventanas, reclamando
lo que les pertenecía, pero llegaban demasiado tarde: el pajarillo que canta
sobre la laguna ya había consumado mi bautismo. Y desde entonces, la glándula
exocrina de lava tuvo su reservorio natural bajo la tráquea, y el hacha de
guerra un nido entre las mantas. Ni un pulso más alto que el anterior, ni
aullidos sin luna llena: sólo era un saquito tibio de almíbar y
flema.
1993
Aquí
yace una muñeca desmadejada,
mientras la diminuta alma de mi hermano se incinera bajo la luz del
sol. Huimos al sacro santuario bajo la mesa camilla y los árboles hechos
láminas abrieron sus anillos, espantados. Gritaban “¡Brotes tiernos, hojas
henchidas! ¡Sin mácula, sin semilla!” y nos astillaban los pulgares al intentar
callarlos. Planeábamos sobre una carcajada histérica para dar con un buen
escondrijo, pero los mejores sitios estaban ya cogidos: debajo de la cama, un
solo brazo pútrido; dentro del armario, un arlequín drogadicto; en los espejos
en penumbra, la misma insignificante imagen, en intoxicación constante de
azúcar y
verbo.
1996
Aquí
yace la reina de plastilina,
grandilocuente como un desfile militar de mayúsculas, aguda como una
chincheta oxidada atravesando una rodilla. Mi séquito y yo aporreamos la puerta
de la bruja, pero para cuando quiso asomarse no quedaba nadie con quien jugar
una partida de Bridge o a quien cocinar a la parrilla. Sin honor y sin lema, teníamos
una bandera pero la usábamos de paracaídas (cuando nos inmolamos como kamikazes
hasta que el manto de picas bajo los pinos nos hizo jirones las entrañas). El
Club del Plastidecor Azul, con su jerarquía turbia, liturgia cándida, y
rituales heredados de antepasados
bárbaros.
1999
Aquí
yace una hija de castores
con síndrome de abstinencia del barniz sobre la madera mística. He
sacado brillo a los suelos de mármol con las perneras y sonado la nariz a los
ángeles de piedra, y para qué, si las trompetas estornudan el mismo vaho gris
haga lo que haga. Por entrar sin llamar en las catacumbas, el sumo inquisidor me
mandó copiar setenta veces siete “No santificarás en vano a tu padre falso
sobre todas las cosas”. Luego se echó a dormir en una hamaca, y sus orejas de
Mickey de plástico, temerariamente cerca de los candelabros, empezaron a
licuarse y fluctuar amorfas sobre la capucha de
seda.
2005
Aquí
yace una oruga irascible
con serios problemas de claustrofobia. A medio transfigurar, en parte
anátide, en parte hipopótamo rosa chicle con aspiraciones a maestro del
camuflaje. Rumiando la dominación mundial a escala doméstica y quemando a base
de flashes baterías de litio (guardándolas en el penúltimo cajón, por si algún
día hacen falta para un guiso). A las autoridades locales no les debió de hacer
ninguna gracia, pero ya sabes lo que dicen: “Cría cuervos y aprenderán física
cuántica para tontos, cocina tailandesa o latín a nivel de usuario; y entonces
tal vez ya no quieran volver nunca más a
casa”.
2008
Aquí
yace una pirómana aficionada.
Por donde pasa no vuelve a crecer la hierba, arrasando los campos de
centeno que pisa, y que luego baila y baila sobre las cenizas, mitad Charleston
mitad danza de la lluvia. Y aunque apenas llueve, los periodos de barbecho
ascético siempre acaban por alumbrar a una o dos amapolas, arrebatadoramente
salvajes y fieras (las rosas no se mezclan con el vulgo, las margaritas son
francamente memas y las violetas unas maníacas depresivas). Ellas no se dejan
atar en manojos encorsetados, o exprimir por las últimas hojas de mi
diccionario. Saben lo que les conviene y nunca llaman a mi
puerta.
2012
Aquí
yace el brillo seco
en los ojos de una anatomista tras su turno de noche. Enfundada en un
blanco impoluto, omnipotente: una tesis doctoral de quita y pon, lavable a mano
o a máquina. Al trote y al galope, detrás de la sapiencia hecha carne,
llenándome los bolsillos de mensajes cifrados de los soviéticos y llevándome en
el dorso de las manos el tacto y aliento ajeno (destilado de alma humana que
ninguna solución de base alcohólica puede arrastrar consigo). Si alguien
pregunta, no hay gota de bilis que escape de mi visión ultrasónica. Qué
irónico… descubrir mis dotes histriónicas al servicio de esta
charada.
¿?
Aquí
yace para luego levantarse
la mano que mece la pluma; asesina, forense, juez y enterradora (no
necesariamente en ese orden, ni necesariamente de la misma persona). Madre
amantísima de sus hijas, incluso si le salen neuróticas, indescifrables,
grotescas o regularmente cuadriculadas: todas tendrán un vestido bonito por
Navidad y cumpleaños, aun a riesgo de malcriarlas. Aun a riesgo de hacerme la
mártir, renuncio a cualquier poder sobre ellas, y me abandono al suplicio sin
epidural de traerlas al mundo. A sabiendas de que ninguna va a volver bajo la
lluvia hasta mi tumba para mimetizarse en mi
lápida.
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