A la misma
hora que disparaban al presidente Kennedy,
en Dallas, la madre de Gumersindo
daba el último empujón para que éste
naciera. Su padre siempre pensó que ésta
era una señal inequívoca. Su hijo sustituiría a un líder mundial, en el ciclo
vital (esto parece El Rey León).
Gumersindo
sólo tenía grande el nombre, de ahí, que toda la familia le llamase cosita
linda, por amortiguar al despectivo cosita. Un cerebro que crece atendiendo a
Gumersindo, o a cosita linda, estaba destinado a ser carne de traumas. De
hecho, su primera visita a urgencias fue al traumatólogo. Gumer había intentado
emular al abuelo de la
Familia Monster ,
y saltó desde la cómoda, desplegando sus
piernecitas como si fuera un murciélago, pero no lo era. Posíblemente, el
malogrado vuelo atendiese a que Gumer, siempre le había oído decir a su padre: Este niño llegará lejos.
Ese
deseo empecinado de éxito, sería todo un calvario para el hijo del padre, al
que le gustaba exhibir, a Gumer, ante
sus amigos y familiares, como una futura personalidad. Él siempre se sintió
irrealizado, y por nada del mundo consentiría que su hijo, le sucediera en el
trono de los hombres grises, de los irrelevantes, de los don nadie. Gumer no.
Gumer era mejor y, además, estaba él para no dejarle bajar la guardia.
Mientras,
Mary Quant, inventaba la escueta
y demoníaca, minifalda, que traería
muchos disgustos, tras otros tantos gustos. Aquello de “haz el amor y no
la guerra“, seguro que surgió, tras ver
en danza tanta pierna minifaldera.
Gumer,
crecía entre los gritos de Pedro Picapiedra: ¡Viiiilmaaa, abre la
puertaaaa¡ y la sugerente imposición de su padre: ¡Gumer tú serás el mejor¡
El
primer intento fue meterle el gusanillo del toro. Por entonces se hacía
millonario un pillo valiente que respondía al sobrenombre de El Cordobés.
—Mira
hijo, si es muy fácil, das cuatro saltitos de rana, delante de 500 kilos negros
y cornudos y, en los 20 minutos que dura la faena, ganas el sueldo de dos años de tu padre. Venga,
mira Gumer, así: ¡ehe toro, ehe...!
Pero,
Gumer, no pasó de tres verónicas, con una servilleta de cuadros, en el cuarto
camilla. Lloraba cada vez que papá se ponía los dedos en la frente para embestir.
Definitívamente,
no sería nadie trascendental en el arte de Cossío. Claro que, dicen, que cada vez que se cierra una puerta, se abre una ventana,
y entonces, corrió el rumor de cómo, a Walt
Disney, le habían congelado, poco antes de morir.
Al
parecer, con esta técnica, podía uno descongelarse años después, una vez
hallado el remedio para la enfermedad que te llevó a congelarte. La abuela de
Gumer, siempre mantuvo que, congelar y descongelar, echaba a perder el pescado,
aún así, el padre de cosita linda, vio un posible filón, si su hijo conseguía
entrar, en la élite de los dibujantes
Era la llave a la congelación y descongelación, a la eternidad. Pero,
entre otras trabas, el pequeño era daltónico. No era, precisamente, un aval
para ser el número uno con los colores. En fin, otra puerta cerrada. Este niño
le iba a provocar dolores de cabeza. No había asumido aún, el estropicio,
cuando escuchó en el telediario, cómo un tal
Christian Barnard, le había cambiado el corazón
a un hombre. Sí, tal como lo oyen, y el tío seguía vivo, ¡con el corazón de
otro! ¿Un trasplante? Y, que importaba el nombre de aquel prodigio, iba a ser
una máquina de hacer dinero. ¿Cuánto podría cobrar por cada corazón? Sólo había
un conque, ¿de dónde sacaría los corazones nuevos? Bueno, esas nimiedades, no
iban a romper sus sueños de momento (La ostia, Gumer, tú serás cirujano, el
mejor cirujano del mundo, rumiaba su
padre).
Primero
llevaba a su hijo, todas las tardes, después de la catequesis, a la carnicería
del barrio, para que cogiera destreza en el manejo de los cuchillos,
destripando puercos.
Luego,
pasó al segundo grado y, cada vez que
alguien moría en el pueblo (de muerte no natural) allí estaba el padre, dándole
una propina al forense, para que le dejara presenciar con su hijo la autopsia.
Había que familiarizar al niño con la cirugía, y que mejor forma que,
observando el despiece de uno, que ya no tenía arreglo.
Tras
cada disección, el pequeño Gu, se llevaba dos o tres días metido en la cama,
vomitando, y llorando¡Qué bestia era papá
¡
Joder,
el campo del triunfo cada vez se estrechaba más para un pusilánime como Gu.
Entonces,
una canción, Benidorm, y la cara de tonto de Julio Iglesias, hicieron comprender al padre que La vida sigue
igual, y que triunfar era sólo cuestión de insistir.
Ni
Gu era más feo que Mick Jagger,
ni parecía que fuese a ser más bajito que Raphael, ni siquiera más soso que Julio Iglesias. Había una única
salvedad, el pobrecito no cantaba, graznaba. Como mucho, podría hacer los coros
del Je t´aime
moi non plus.
Cantante,
tampoco. La cosa se iba poniendo negra.
Don Manuel Fraga (el demócrata popular
–sic.), alertaba sobre el anarquismo, y la subversión, que imperaba entre los
universitarios, por lo que impuso el estado de excepción en España tres meses.
Entre tanto, Urtain, se ganaba
la vida a puñetazos, y llegó a ser Campeón de Europa. ¿Gu, boxeador?, como no
fuera de los pesos plumas...
En
aquellos mismos tiempos, el F.C. Barcelona fichaba a un holandés que hizo soñar
a Hispania con ser futbolista, Johann
Cruiff. Cosita Linda, hubiera triunfado como pelotero, de no ser porque
aquel tremendo porrazo desde la dichosa cómoda, no le permitía correr más de
diez minutos sin resentirse, y, claro, los partidos duraban noventa minutos, sin
contar los entrenamientos. En fin, que a Gu se le iban cubriendo “sus partes”
de vello, y aún no había dado con su vocación, o mejor dicho, con la vocación
de su padre. Él no tenía tiempo de buscar la suya.
Federico Fellini, estrenaba su
nostálgica Amarcord,
cuando nació Penélope Cruz. Si Fellini, hubiese intuido que, Javier Bardem se
la comería, a Penélope, en Jamón, Jamón,
seguro que hubiese esperado a Pe,
para hacerla parte de sus recuerdos. Pero la vida no espera, como poco, acelera, ¡y cómo¡
En 1975,
media España lloraba. Algunos dijeron que era por la muerte de Franco,
aunque la mayoría sabía que era por La
Casa de la Pradera. Aquel año se estrenó El
exorcista, Manolo Otero
triunfaba en la canción, y se declaró como Año de la Mujer, como comprobarán, si no se muere, el caudillo, se
hubiese suicidado.
¿Y Gumersindo Cosita Linda? Había
dejado a un lado todos los sueños de su padre, y se dio cuenta, de que era un
pobre hombre, huérfano de ilusiones. No tenía proyectos.
Era
lo que sus amigos llamaban un vaina.
Gumersindo Cosita Linda, el Vaina. Joder.
Ya
era demasiado tarde para trazar planes. La vida era finita, y la suya también.
¿Cual sería su destino? ¿Estaría en las
páginas de un libro de Paulo Coelho? ¿Quizás aquella vecina solterona, que
siempre le espiaba escondida tras el visillo? (¿Y el Corte Inglés, tendría su
destino? Siempre que no encontraba algo, se lo topaba tras subir las escaleras
eléctricas de los grandes almacenes, era algo prodigioso.)
Al
final, decidió prepararse unas oposiciones, al fin y al cabo, todo el mundo lo
hacía. Aprobó justo el día que cumplió los cincuenta y dos. A los pocos años se acogió a un convenio de
prejubilación, y ahí anda, dejándose llevar por las escaleras eléctricas del Corte Inglés,
todas las mañanas y de lunes a viernes. No va a ninguna reunión de antiguos
amigos, porque dice que no tiene tiempo. El cine le aburre, y la tele no
digamos. Su vista ya no le permite apenas leer. El visillo de la casa de
enfrente lleva varios meses sin despegarse del cristal. Dicen que siempre la
quiso en silencio, y ella a él, pero, aquella ridícula cortinita, llena de
encajes, y un vidrio, fueron el único escenario para sus encuentros.
—Si
papá estuviera aquí ahora, seguro que me aconsejaba como morir —pensó Gumer en
la soledad de una cama de hospital.
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