Soy un interrogante viajero. Voy en caravana detrás de pequeñas y grandes dudas.
¿Cuánto falta para llegar a la respuesta?, suelo preguntarme una y otra vez. Aviso con el claxon, y si no la encuentro no abandono la pista a pesar de que haya obstáculos. Son varias las vías por las que tengo que viajar, porque mi inquietud supera a la dejadez y con el ansia de saber procuro no atropellar a nadie. Sorteo sospechas para llegar a mi destino, partiendo de mi ignorancia, y me ayudo de la curiosidad con mis faros antiniebla para despejar cualquier incógnita. Si encuentro un perro en mi itinerario lo esquivo preguntándome el por qué de su sino, y si me topo con un accidente me pregunto: cómo, cuántos... por qué. No aparco hasta encontrar un sitio donde pueda estacionar en un razonamiento puro, donde pueda evitar la niebla que no deja ver ,y luego, en mi casa, en la calle, en los bosques y en el mar, suenan silbidos que podrían ser la verdadera contestación a mi pregunta...
Como interrogante viajero que soy no puedo saber cuándo empieza y cuándo acaba mi viaje, si es el principio o el final, si un sí o un no, si blanco o negro. Quisiera que la respuesta fuese la mitad, un quizás, un bonito gris, pero no los extremos, no; odio los extremos. Mi naturaleza se basa en ellos para vivir sin orden, sin mesura, caprichosamente que, como el hielo al fuego teme, yo temo a los dos por igual, con la misma rabia, con la impotencia de un hombre sentenciado a muerte sin haber cometido un delito. Hace falta serenidad para responder, y lo digo como quien dice que “hace falta saber para comprender”, porque la ansiedad no mantiene la distancia de seguridad: cuanto más bajo la marcha menos avanzo y los virajes a la derecha o a la izquierda son peligrosos, malditos virajes. Alguien dijo: “en el término medio está la virtud”, otros piensan: “los mediocres son la decepción de las artes” y yo me aplico para ser virtuosa, que no mediocre, aunque pudiera ser...
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