Siempre he sentido un declarado pavor hacia los animales con veneno de mayor peligro, como el caso de las víboras, pero también los casos menos dañinos me han provocado, como mínimo, aprensión. Peces araña, arañas propiamente dichas, escorpiones, y avispas: ese dolor agudo como el pinchazo de una jeringa, y la inyección instantánea de veneno.
En cuanto a las avispas, aquel verano implacable en la casa de mis abuelos maternos, un año en que la cosecha de avispas fue especialmente buena, por las tardes era habitual que entrara alguna por las ventanas, abiertas debido al calor. Entre el zumbido negro, agudo y anárquico de las moscas, de repente se oía uno algo más grave y majestuoso, que me producía un cosquilleo en el canal auditivo, y que anticipaba la suspendida silueta de la avispa. Normalmente me percataba demasiado tarde para evitar la refriega: armado con una toalla enrollada, o un periódico, la emprendía con la avispa, o más bien con las paredes y ventanas, donde el periódico chocaba con un estampido, tras el tabletear de sus hojas en su viaje por el aire, y la toalla impactaba haciendo retumbar la habitación, y no solía faltar alguna vergonzante huida mía a la carrera, con pasos como mazazos de tambor en el suelo de madera. En fin, música celestial para los oídos de quien estuviera disfrutando de la siesta.
En aquel chalet, fuimos hacia los apilados tablones de desecho, cuyo único fin era ya ser pasto de algún fuego de hogar, y en cuyos intrincados espacios que dejaban entre ellos, tenían un buen escondite los nidos de avispas que allí proliferaban. Sus nidos, en oposición a la fértil humedad pringosa de los panales de abeja, eran como estériles y extrañas flores de papel, llenas de minúsculas oquedades hexagonales, como un girasol ya seco y vacío de semillas. Por sus orificios entraban y salían las avispas como naves de ciencia ficción haciendo escala en su base, en medio de un rumor de concentrada actividad producido por sus alas, no muy agudo y revolucionado en ese momento, como el ralentí de los automóviles de competición antes de iniciar la carrera, un sonido con la latente amenaza de una capacidad mucho mayor de trepidar taladrando tímpanos.
Buscábamos leña para cocinar, cuidando de atenuar el crujido del césped medio seco bajo nuestros pies para no alertar a las avispas.
—Coge ese tablón, y yo cogeré este –oí que me dijeron, señalando dos tablones alargados.
Levanté mi tablón tomándolo por un extremo, que protestó del abandono de su sueño con un sonido longilíneo y algo hueco, como un diapasón de una nota muy grave, y por el otro extremo quedó al descubierto un nido. Debido al peso del tablón y al susto, dejé caer ese extremo, el cual aterrizó de lleno sobre el nido, lo que sonó como una pisada en la hojarasca.
—¡Uy!... –acerté a decir.
A esto siguió un inmediato agudizarse del sonido de las avispas, un sonido equivalente a un grito de guerra, y que recordaba al que produce un aceite cuya superficie está en calma cuando, sin advertir la temperatura que ha alcanzado, posamos en él un trozo de comida, y se lanza furioso sobre ésta.
Mientras corríamos, las avispas, con su automatismo instintivo, salían disparadas en todas direcciones, y no llegué a oír ninguna a mi alrededor -lo cual habría significado con total certeza una mordedura-, con un zumbido que en esa situación es una traducción sonora del odio. Buscamos la seguridad de la casa, y cerramos las ventanas, escuchando al espacio de las habitaciones, por si algún componente de la nube de gas de avispas hubiera conseguido entrar.
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