—¿Qué demonios es esto?
—Si lo supiera, no te habría preguntado.
Comienzo por un silogismo: si escritor es el que escribe, escribir es una vulgaridad y ser escritor una ordinariez.
Termino diciendo que caracterizar a los escritores en general es como creer que un dromedario pintado de negro ha ganado el Grand National montado por un galgo.
Dificilísimo.
A continuación, un ejemplo de que cualquiera es (o puede ser) escritor y de que, para colmo, los escritores son inclasificables.
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“Un tipo que dice estar enamorado perdidamente no es de fiar.
Enamorarse perdidamente es cosa de féminas. Sólo ellas tienen aptitud para sufrir de modo natural esos raros trastornos que les hacen creer estar en las nubes cuando se enamoran.
Los hombres carecen de una visión ideal del enamoramiento, probablemente porque son los humanos que menos han evolucionado desde el mono. Es verdad que hay chicas muy monas, cierto. Pero el hombre, a diferencia de la mujer, ser superior e inigualable, sigue siendo un primate sólo que ligeramente tuneado, con la espalda más recta y menos pelo.
El hombre no hace en este campo sino atender a sus más primarios instintos. Igual que cuando tiene hambre come, cuando tiene sed bebe, cuando camina es porque tiene que ir a algún lado y cuando tiene sueño duerme si las circunstancias lo permiten o, si no lo permiten, bosteza sin taparse la boca, el hombre se empareja cuando siente la necesidad de estar acompañado.
La mujer es distinta. Claro que tiene instintos animales, pero están domesticados y los disimula estupendamente. No se conduce a través de ellos. La mujer es un ser inteligente, tiene sensibilidad, cualquiera de sus gestos está impregnado de ternura y aspira siempre a lo ideal sabiendo resignarse con absoluta dignidad cuando no lo consigue. La mujer se toma las adversidades con deportividad, aunque exista apariencia de sufrimiento. La mujer es sabia y, a diferencia del hombre, emplea el cerebro para algo más que para rellenar quinielas e inventar excusas inverosímiles continuamente.
Por eso la mujer puede de verdad enamorarse perdidamente, porque el enamoramiento perdido no responde al instinto sino a la conjunción de todas esas virtudes femeninas que afloran a la vez cuando en su camino se cruza el hombre en el que ven al compañero ideal. Con la inteligencia detectan al hombre que buscan, con la ternura se muestran cercanas y transparentes para conquistarlo, con la sensibilidad aceptan de buen grado su condición de primate sólo que ligeramente tuneado, con la espalda más recta y menos pelo y con el idealismo imaginan un futuro en común en una preciosa casa con jardín y piscina climatizada, para poder disfrutarla también en invierno.
La naturaleza es así de caprichosa. La mujer tiene la capacidad de enamorarse locamente de seres que rara vez responden a todas sus expectativas. Los hombres, por el contrario, no son capaces de hacerlo de quienes tantas expectativas podrían colmar con toda seguridad.
Mi primer contacto con este planteamiento tuvo lugar cuando había cumplido los cinco años. A esa edad los niños viven en una realidad estereotipada pues la vida es únicamente lo que ven en el entorno en el que se encuentran.
Los esquemas a los que responde la mente de un niño de esa edad están presididos por la lógica de lo que observan y no hay más realidad que esa. Por eso mismo, llegué tan pronto a la conclusión de que yo debía casarme. Es lo que veía alrededor. Parejas unidas en matrimonio por todos lados. Ese era el fin de la existencia.
Buscar candidatas para el bodorrio a tan temprana edad era difícil, pues en aquella época en mi clase de preescolar había sólo seis niñas. Existían, además, otros obstáculos: tenía que fijarme en la más guapa de todas, ya que sólo así conseguiría enamorarme de verdad, estaba obligado a hablar con ella, pues en aquella época era habitual no hacerlo más que con los amigos y existía cierto rechazo al sexo opuesto, el cortejo tenía que hacerlo de modo sigiloso, para evitar la posible rivalidad de otros niños más guapos que yo, y, finalmente, debía desplegar mis encantos para obtener de ella su respuesta afirmativa.
Lo fácil vendría después cuando, una vez conquistada, tuviera que pedirle la mano a su padre, como ocurría en las películas americanas que pasaban los sábados en “Sesión de Tarde”. Ahora que, a mis veintisiete años, recién finalizó mi adolescencia, he comprendido que las costumbres aquí son distintas a las del otro lado del Pacífico.
El aula en el que estábamos hacinados alrededor de la señorita Concha se encontraba dispuesto de modo que había seis mesas octogonales, color amarillo chillón, que formaban un semicírculo y que se articulaban en torno a la mesa de la profesora. Desde mi sitio, estaba sentado con la pared a la espalda, era fácil cumplir el propósito de elegir a la más guapa, ya que podía ver a todos mis compañeros de frente. Tres minutos de observación bastaron para tomar la decisión.
Susana era una niña alta, guapa y delgada que llamaba la atención por su cuidada sonrisa y sus delicadas carcajadas, armoniosamente sonoras pero no estruendosas. Era todo finura. Tenía una sola coleta en la parte posterior de la cabeza y aún conservaba todos los dientes. Sus manos eran preciosas. Ella era la elegida.
Estuve meditando sobre qué debía hacer para aproximarme a ella y llegué a la conclusión de que la forma más sencilla de entrar en contacto con Susana era la de proponerle que jugáramos juntos durante el recreo. Se sentaba en una mesa alejada de la mía y no sería posible el contacto en la clase.
Cuando sonó el timbre y salimos en estampida con dirección al patio, reuní a mis amigos. Les dije que jugaríamos a las películas del oeste, como siempre. A fin de que fuese más divertido, debíamos invitar al juego a una de las niñas para que fuera secuestrada por los indios y, posteriormente, rescatada heroicamente por mí. Tuve que emplear un tono muy persuasivo para convencerlos.
La pobre Susana, mientras yo cavilaba acerca de la manera en que debía ejecutar el plan para conseguir la aproximación, permanecía ajena a la operación. Por eso, cuando me acerqué a ella en el patio y le dirigí mis primeras palabras proponiéndole que jugara con mis amigos y yo a los indios y vaqueros porque nos hacía falta una mujer a la que aquellos raptaran e intentaran cortar la cabellera, con la promesa de que sería rescatada, respondió con una evasiva que me dejó perplejo.
—Es que estoy jugando al elástico.
En las entendederas de un niño de cinco años no cabía que se produjese un hecho tan sorpresivo como el de que el plan se estropeara a las primeras de cambio. Estuve desconcertado y sin poder reaccionar durante todo el recreo. Los indios me mataron cinco veces con la consiguiente desesperación de mis amigos.
Volvimos a clase y rehice la estrategia. Pensé que debía aprovechar un momento durante la clase para acercarme a ella y decirle que contábamos con su concurso para el juego de después de comer, a fin de que no se comprometiera con sus amigas. Si me anticipaba, el éxito era seguro.
Con la excusa de entregar unas fichas coloreadas a la señorita Concha, me coloqué en la fila que se formaba junto a su mesa justo detrás de Susana. En el camino al asiento, tras entregar la tarea, la abordé y le dije que la esperábamos para jugar después del almuerzo y que una historia del salvaje oeste no era lo mismo sin un rapto. Aceptó.
Nunca me ha gustado comer deprisa. En realidad, nunca me ha gustado hacer nada deprisa. Sin embargo, el puré de lentejas, el filete empanado y el yogur de ese día fueron devorados con la rapidez propia del gran deportista que soy. Al bajar nuevamente al patio debía estar todo dispuesto para que comenzara el juego tan pronto como ella llegara.
Apareció por allí con ese aire de diva que la caracterizaba, tan alta, con esa zancada elegante, la espada recta y la mirada al frente. Ya estaban divididos los grupos y el rescate se debía producir al tocar el timbre para volver a clase.
Comenzamos a jugar y, como estaba previsto, se produjo por los malvados indios el secuestro de Susana. La llevaron al campamento de Toro Sentado y quedó uno de ellos de centinela. Mientras me dedicaba a aniquilar enemigos sin tregua alguna, con el ojo izquierdo miraba a Susana. Es lo bueno de tener estrabismo. De repente, empecé a observar como el guardián hablaba con ella más de lo preciso mientras mi futura esposa sonreía.
En ese instante, me refugié en la trinchera para evitar que un disparo me saltara la tapa de los sesos y poder valorar adecuadamente la situación. A saber: si la rescataba en ese momento, finalizaría el juego injustificadamente y podía descubrirme ante todos; si esperaba, corría el riesgo de que ella intimara demasiado con el centinela y acabara desposándola.
Había una tercera opción. En la misma operación de rescate, podía liberar a mi amada y arrastrar al indio custodio hasta mi guarida, donde sería ejecutado de inmediatamente. Con la excusa de evaluar el estado de la rescatada y procurarle los primeros auxilios tras el cautiverio, podría dedicarme a hablar con ella mientras mis compañeros de armas seguían en la lucha. Sería un comportamiento heroico que me aseguraría el amor de Susana.
Resuelto a poner en práctica esta posibilidad, me acerqué por la retaguardia y, mientras que cogía a Susana con una de mis manos, con la otra, tras derribar al indio, asía una de las piernas del rival y lo arrastraba a través de los chinos del patio hasta la parte trasera del banco que me servía de resguardo.
Susana enloqueció con mi audacia. El indio, ya convertido en el pobre Luis, sangraba con abundancia por el cogote y los codos. La señorita Concha puso inmediatamente fin a la masacre, mandó a Luis al botiquín y a mi me castigó de cara a la pared.
Los castigos de cara a la pared eran aburridísimos sobre todo para alguien que, como yo, los aceptaba con todo el rigor. Jamás volvía la cabeza para atrás y permanecía inmóvil todo el tiempo que aquello durase. Como un niño de cinco años no tiene nada en que pensar, me desesperaba de puro tedio mientras esperaba el indulto. Éste se produjo finalmente por buen comportamiento y el castigo duró sólo media hora, tras pedir perdón públicamente por mi poco medido exceso en el uso de la fuerza.
No obstante la consecuencia, había conseguido llamar la atención de Susana. Al encaminarme de nuevo a mi puesto en la mesa octogonal, color amarillo chillón, desde el rincón en el que penaba por el delito de arrastrar a Luis, ella me dirigió una mirada cómplice y una sonrisa. Eso quería decir que gran parte del plan, a pesar de los obstáculos, se había cumplido. Quedaría culminado al día siguiente.
Llegué al colegio a la hora acostumbrada. Había desayunado algo menos de lo habitual porque estaba nervioso. Al entrar en la clase, haciéndome el encontradizo, topé con Susana y le propuse compartir con ella un paquete de gusanitos a la hora del recreo. Me dijo que sí.
Las dos horas que faltaban para el descanso se me hicieron eternas. No tanto por el deseo de encontrarme con ella como por las veintisiete excusas distintas que tuve que esgrimir ante mis compañeros de mesa para no comprometerme a jugar con ellos. Había quedado con Susana pero el motivo era inconfesable.
Cuando sonó la campana, me quedé el último. Salí al patio tratando de pasar desapercibido y oteé el horizonte. En de las esquinas había un árbol junto a una ruleta de la que los niños salían despedidos violentamente por causa de la fuerza centrífuga. Ella estaba detrás de la ruleta. La vi mirando a todos lados con impaciencia. Era por mí. Seguro. Me aproximé, le dije hola y abrí el paquete de gusanitos.
Se lo comió ella casi entero y no hablamos nada. Mientras ella comía yo miraba al frente con una sensación de satisfacción indescribitble. Cuando acabó, nos limitamos a intercambiar miradas y sonrisas llenas de ternura y complicidad. Cuando la campana volvió a sonar, le dije que si quería casarse conmigo y me respondió afirmativamente. Le advertí que sólo podíamos saberlo nosotros y que no se le ocurriera contárselo a nadie. Como una mujer nunca concede nada sin previamente negociar una contrapartida, me dijo que sólo se lo diría a su madre.
Efectivamente, al día siguiente me dijo que se lo había contado todo a su mamá con pelos y señales. Le relató mi invitación a jugar a las películas del oeste, mi heroico rescate, mi castigo inmisericorde, mi caballeroso obsequio de un paquete de gusanitos y mi proposición matrimonial. No quise preguntarle qué opinaba su madre de esto último. Esta pregunta nunca debe hacerse. Hasta el día de hoy, nunca le he preguntado a ninguna mujer qué es lo que opina su madre de mí porque soy consciente de que la respuesta estaría dulcificada para no herir a alguien tan poco recomendable como yo. Sería una situación enojosa.
El objetivo se había cumplido pero faltaba un pequeño detalle no previsto inicialmente: me entró la curiosidad de saber si, más allá de su sonrisa, su elegancia y su encanto al comer gusanitos, podía convertirse en la mujer de mi vida y en la madre de mis hijos.
No era fácil comprobar esta cuestión pues, a fin de evitar miradas indiscretas y susurros de portera, nuestro contacto era habitualmente visual y esporádicamente verbal. Estos gestos furtivos, empero, fueron suficientes para que en ella la llama del amor se agigantara desmesuradamente. Se había enamorado perdidamente de mí.
La situación me supuso un dilema importante. Había procurado llamar su atención, cierto, pero aquello llegaba a unos niveles difícilmente soportables. Seguíamos sin hablar pero ya me sonreía demasiado. Casarse no era para tanto. Una cosa era el matrimonio y otra distinta esa permanente demanda de atención cuando ni siquiera nos conocíamos de verdad. Me preguntaba por lo que dirían mis amigos.
Por otra parte, sin embargo, era mi deber corresponderla. A fin de cuentas, la iniciativa había sido mía. Si no hubiese provocado el encuentro, ella no me estaría continuamente sonriendo. No podía dejarla en la estacada. Tenía la obligación moral de enamorarme de ella perdidamente.
Resolví la duda y a fuerza de devolverle las sonrisas que me regalaba, acabé superando el listón del amor que ella misma había fijado a pesar de no conocernos en profundidad. Yo, que hasta ese momento era diligente en las tareas, comencé a tardar más de la cuenta en rellenar las fichas, dejé de perfilar los dibujos que había que colorear y siempre me salía de las rayas que los delimitaban.
La señorita Concha estaba enfadada con mi actitud. Tanto, que citó a mis padres a una tutoría. Tuve que aguantar estoico la reprimenda por mi descenso en el rendimiento escolar, pero no confesé el motivo.
La vida me sonreía. En breve pediría la mano de Susana a su padre y nos casaríamos. Era una niña fantástica. La más fantástica de la clase. Mis amigos, con seguridad, me envidiarían. El mundo era maravilloso. Yo, feliz y dichoso.
Embriagado de felicidad, pasaban los días. Nunca pude sospechar que aquello pudiera torcerse. Sin embargo, aconteció un suceso que, a la postre, sería definitivo. Acabaría con nuestro amor y me enseñaría una lección que no he podido olvidar: para amar a una mujer hay que admirarla continuamente.
Con la señorita Concha comenzábamos a leer la cartilla y todos los días se hacía en voz alta por quien tuviese la desdicha de ser el elegido de entre todos los compañeros.
Un martes cualquiera, la señorita Concha, con esa voz de trueno que retumbaba en las paredes, ordenó a Susana comenzar con la lectura. Empezó tres veces la primera frase. Con dificultad pasó a la segunda. En la tercera tartamudeó. En la cuarta, la señorita Concha llamó a la labor a otro compañero para no dejar más tiempo en evidencia a Susana.
Yo, que había conseguido enamorarme locamente, quise que me tragara la tierra. La madre de mis hijos tenía que leer como Dios manda. Yo no podía casarme con alguien que se atrancaba leyendo desde la primera frase. Aquel maravilloso proyecto tenía que acabar.
En la primera oportunidad que tuve, con absoluta determinación pero con la mayor de las delicadezas que un niño de cinco años puede tener, le dije que lo de casarnos era imposible. A fin de no herirla, acudí al manido argumento de que tenía que ingresar de inmediato en el ejército para cumplir una misión de enorme importancia que podía costarme la vida. No era plan el dejarla viuda tan joven.
Se marchó convencida, aunque la sonrisa se había borrado de su rostro. Al día siguiente, cuando me acerqué en el recreo para comprobar como estaba me dijo:
—Se lo he contado a mi mamá. Me ha dicho que no me preocupe, porque los hombres que se enamoran perdidamente no son de fiar.”.
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Hasta aquí el ejemplo.
Notas:
1. El texto se corresponde con el segundo capítulo de la novela “El amor es marabilloso pero cada día con una distinta que si no es un royo”, escrito, a instancias de una conocida editorial, por un famoso deportista que, según parece, dejó los estudios a los trece años aunque, a pesar de ello, tiene gran éxito con las mujeres.
2. El famoso deportista contó, para realizar su labor como escritor, con un becario-asesor de escritura que revisó la ortografía y le dio fineza estilística a la obra. De hecho, varió el argumento porque el originario carecía de todo interés y el lenguaje utilizado era soez e irreproducible. El becario-asesor de escritura no pudo intervenir, no obstante, en la redacción del título porque, según cuenta el autor, “le hice una promesa a una churri de que escribiría un libro con ese nombre”. El día de la presentación del libro, el famoso deportista se besó el dedo anular de la mano izquierda justo al finalizar la rueda de prensa, en la que no habló ni una sola palabra. Ha de suponerse que sería un guiño a esa mujer.
3. El becario-asesor de escritura es muy, muy joven. Aunque ya terminó su carrera universitaria, su formación académica escolar dejó mucho que desear. Tanto, que no reparó en que lo que separa Europa de América es el Océano Atlántico y no el Pacífico.
4. El libro se ha convertido en todo un éxito editorial. Ha vendido ciento cincuenta y tres millones, cuatrocientos quince mil doce ejemplares en todo el mundo y ha sido traducido a cuarenta idiomas y veintiséis dialectos de los cinco continentes. Se ha versionado en cine y en teatro. Una conocida productora norteamericana pagó varias decenas de millones de dólares por los derechos cinematográficos.
El famoso deportista ha dejado el deporte porque con la escritura gana más y no hay que correr tanto. Según declaró un día, correr es más cansado que escribir.
Recibió un euro por cada ejemplar vendido y el importe íntegro del producto líquido procedente de la venta de los derechos cinematográficos. Además, ha sido contratado para protagonizar numerosas campañas publicitarias para la promoción de marcas de champú anti caída, leche de vaca, bolígrafos, mesas octogonales de color amarillo chillón (que se han vuelto a poner de moda), lencería femenina y perfume (esto último era previsible e inevitable).
5. El becario-asesor de escritura cobró por su trabajo trescientos cincuenta euros con dieciocho céntimos más la parte proporcional de la paga extra de junio y de las vacaciones que no pudo disfrutar, ya que el encargo se formalizó un mes de mayo y la fecha de entrega del trabajo se fijó en noviembre de ese mismo año. A dicha cantidad se aplicó la correspondiente retención practicada por la editorial a cuenta del impuesto sobre la renta. El importe neto percibido fue, por tanto, de ciento sesenta y ocho euros con veintitrés céntimos.
Como buen contratista, acabó su labor en abril del año siguiente.
5. Ni que decir tiene que el famoso deportista es, después de este libro, escritor y, además, escritor reconocido por la crítica y el público. Lo del público no necesita mayor explicación. Lo de la crítica sí. La crítica especializada consideró que la introspección psicológica a que somete a los personajes se realiza con una precisión narrativa vibrante a la par que pausada y, en cualquier caso, inédita en la novela moderna. Naturalmente, el famoso deportista no leyó las críticas. El becario-asesor de escritura sí y, animado por ellas, escribió una obra que no ha sido publicada por el desinterés de las editoriales en un autor tan aburrido y con una prosa tan pobre.
He tenido conocimiento de que, a raíz de ello y llevado por una profunda decepción, ha dejado la profesión y se dedica a la recolección y venta de cables de cobre. Se inició en la actividad cuando se enteró de la alta cotización que había alcanzado dicho metal, asociándose para ello con unos señores de ignorada procedencia pero que lucen numerosos dientes de oro. En la actualidad, el (ex) becario-asesor cuenta con veintisiete detenciones policiales y numerosos antecedentes penales. En su primera declaración policial advirtió que ya no tiene nada que perder en la vida.
6. Así las cosas, nunca me agradará que me incluyan en la misma categoría que a este u otros autores. No quiero, por tanto, que me llamen escritor, deportista, hombre de éxito con las mujeres o famoso.
7. Finalmente, declaro que no me resulta posible definir cómo son los escritores.
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