Contemplé la fuerza del astro rey por primera vez un 14 de
abril de hace ya varias primaveras. Había nacido cuatro días antes, pero mis
párpados superiores no quedaron despegados de los inferiores hasta esa fecha.
Pertenezco a la estirpe
Garrotín, que no es una estirpe cualquiera. Procedentes del reducto norteño que
inició la Reconquista, extendimos nuestra sangre por el resto del mundo. Los
Garrotín somos muy fogosos. Las Garrotín, muy fecundas. Hay garrotines censados
en los cinco continentes y de razas muy diversas.
Según me dijo años después mi
ama de cría, al nacer era un huevo duro recién pelado, blanco impoluto y casi
redondo. Sin mucha cabellera, una pelusa amarilla mal cubría mi radiante
cebollita tierna.
Aprendí a mascullar pronto,
incluso antes de comenzar a sostenerme sobre mis, por entonces, ramitas de
perejil, nada rígidas y muy delgadas. Repetía todo cuanto escuchaba cual
cacatúa o como el eco producido en una habitación vacía.
También la televisión local
repite muchas cosas en esta época del año, pero no pegaba decirlo.
Al crecer, alargué mi cuerpo
por encima de la media convirtiéndome en un espárrago de Tudela, blanco como la
cal que se usa para cocer las aceitunas y alto como las torretas que sostienen
los cables de alta tensión.
Desde siempre tuve espíritu de
lombriz, explorando caminos sin que nadie lo advirtiese. Opaco como el color
negro, poca gente me conoce. Soy un crocanti de chocolate tres minutos después
de salir del congelador: por fuera parezco frío aunque por dentro esté
derretido.
Como dijo un profesional de la
charla, soy lo que pienso en cada momento. Ayer era lo que ayer pensaba.
Mañana, si llega, seré lo que piense mañana.
Este es
el resumen de mi trayectoria por esta senda maravillosa de paisajes coloridos
que llamamos vida.
Lo anterior requiere una explicación.
El
ejercicio propone la redacción de una autobiografía que emplee el uso de
figuras retóricas. Yo, que soy un alma pragmática y nada cursi, no podría,
pues, cumplir el objetivo si no fuera diciendo sandeces.
En realidad, esto se ha
convertido en un auténtico calvario. Además, tengo un catarro de colosales
proporciones y el uso de la química me provoca aturdimiento. Escribir aturdido
una sarta de tropos para trazar mi biografía me resulta desagradable y me
provoca una cólera incontrolable. Si ahora mismo me cruzase con el ideólogo de
este ejercicio probablemente no volvería a respirar y yo no volvería a ver la
luz.
Por eso,
prefiero hacer ahora una declaración de principios.
Nací en el Sur de España (cada vez más cerca del Norte de
África que del Sur de Europa) en plena primavera, justo cuando se celebraba la
pasión y muerte de Cristo. Quizás por eso siempre he aceptado los contratiempos
con deportividad y probablemente sea esa la causa de mis perennes simpatías por
el débil.
Tuve una
infancia feliz y placentera y una adolescencia normal si no fuera porque nunca
logré entender las inquietudes de mis congéneres. Todo me parecía absurdo y
casi nada me parecía motivador.
La salida
de la adolescencia produjo en mí una liberación. Supuso el tránsito de vivir en
una isla desierta a hacerlo en sociedad. Claro que ello tuvo también sus
complicaciones; a veces me dio la sensación de ser como Tarzán en Nueva York.
En el
fondo, no tengo más premisa en el caminar vital que el de no molestar
demasiado. Por eso me gusta tan poco que me molesten a mí. Es una postura
egoísta, pues convivir genera inevitables roces y renunciar a ellos es abdicar
de ciertos deberes. Soy consciente de que la expresión “yo soy así”, es
frecuente excusa para dar la lata. Pero es que yo soy así, aunque procuro que
ello no afecte negativamente a nadie.
Sólo se
vive una vez. Vivir es una actividad estrictamente individual. Por eso, freno
en seco las injerencias sobre mi modo de conducirme. Lamento profundamente que
ello incomode a los demás seres que en el universo habitan, pero no me dedicaré
a vivir la vida que otros desean.
Intelectualmente
soy un ave migratoria. Hoy estoy pasando el frío invierno en una estación del
sur y mañana partiré con el calor en busca de una fresca charca del norte.
Siempre he pensado que los pensamientos inamovibles responden a la soberbia,
característica arraigadísima en las personas que carecen de inteligencia.
Acepto como normal que otro pueda estar en lo cierto. También que yo pueda
estar equivocado.
El
trabajo sirve, casi exclusivamente, para poder vivir con tranquilidad. Aunque
la jornada se extienda demasiadas horas en el día, lo bueno comienza al salir
de la oficina.
No tengo
apego a casi nada de lo material. Sin embargo, la generosidad no la mido en
términos económicos sino temporales. Se ha generalizado la idea de que el
tiempo es oro. Por eso, regalo mi tiempo a cualquiera que me lo pida. El día
tiene tantas horas como queramos y es mucho más enriquecedor compartir el
tiempo que ganar dinero.
Esto me
hace ser indolente y desorganizado, que no irresponsable, cuando de cumplir
deberes se trata. Me da lo mismo. Lo importante es cumplirlos; lo accesorio el
cuándo y las circunstancias.
Me da igual
casi todo; creo que hay sólo un par de cosas que tienen entidad suficiente como
para ascender a la categoría de problema. Lo demás son anécdotas.
Sé que
este modo de ver las cosas provoca a veces sufrimiento. Ante ello, debo decir
dos cosas: la primera, que lo siento con toda mi alma; la segunda, que no haré
nada por corregirlo.
El mundo es muy grande
y lo habitan muchas personas. No busco agradar ni hacer amigos. No hace falta.
Con todos los que somos, siempre habrá alguien a quien mi levedad no le importe
y que sea capaz de establecer conmigo una relación de complicidad y afecto.
Me encanta lo de regalar el tiempo a quién se lo pida, si tanta gente lo considera oro, deduzco que es UD una persona generosa
ResponderEliminar