Siete de la tarde y entro al café. Ocupo
la primera mesa que encuentro disponible.
Me siento con la espalda apoyada en la pared y en cuanto el mozo se
acerca ordeno lo de siempre.
Mientras espero que el
mozo me traiga el pedido observo a mi alrededor. En la mesa a mi derecha, un par de señoras,
que habían pasado no hace mucho los sesenta años, conversan alegres, animadamente
y me de gusto ver como disfrutan la vida. A mi izquierda, mesa por medio, una pareja de
jóvenes, de no más de veinticinco años, dejan que se enfríe el café que tienen al
frente, mientras con ambas manos entrelazadas a través de la mesa, sólo tienen
tiempo para enamorarse sin importar lo que sucede a su alrededor. Parecen como
tantas otras parejas que se juntan a conversar de diversos temas: la película
que van a ir a ver, el libro que están leyendo, lo que van a hacer el fin de
semana, detalles del próximo viaje para el cual ya tienen los pasajes
comprados, de los arreglos que deben hacer en su hogar o de los hijos.
Al frente, algo en
diagonal y a una distancia de dos a tres metros, una pareja de entre treinta y
cinco y cuarenta años, están consumiendo cada uno un café. Ella, a la que veo
de perfil come un trozo de pie de limón, del cual se ha servido un par de
bocados. Él, sentado en el lado opuesto,
a quien puedo ver casi de frente, acompaña el café con una porción de torta de
chocolate que está intacta. A la primera mirada esta pareja no llama mi
atención. La distancia y el ruido ambiente, típico de un restaurante, me impiden
escuchar lo que conversan. Él habla sin parar, como diciendo un monólogo, ella
lo escucha atenta, sin interrumpirlo, con los brazos a veces cruzados o bien
puestos sobre la mesa y en algunas ocasiones baja la mano izquierda para rascarse
las rodillas y alisarse un poco el vestido. El rostro de él que, al observarlo
con más atención, me parece el de una persona molesta, quizás muy molesta con quien
tiene al frente. Comienzo a sentirme
incómodo cuando él se da cuenta de que los estoy observando. Para disimular saco un lápiz y mi libreta de
apuntes, comienzo a tomar notas de lo que observo, mientras que de reojo sigo
curioseando lo que pasa con ellos. Me siento
como un intruso que tiene pegada la oreja a la puerta de sus vecinos, me cuesta
separar la vista de esta pareja. Él tiene los pies cruzados; agita el derecho en señal de nerviosismo. El
movimiento de ese pie parece conectado con sus manos: mientras más rápido lo
mueve, más rápido señala a la mujer con el dedo índice de la mano derecha. Ella está tensa, tiene la espalda recta, apenas
rozando el respaldo de la silla, el mentón levantado. Cuando él, con el torso del cuerpo inclinado
sobre la mesa, la señala con el índice acusador, ella responde señalándose a sí
misma con ambas manos como preguntando —¿entonces la culpable soy yo?—, a lo
cual él reacciona asintiendo con la cabeza y agitando aún más rápido el pie
derecho.
No se cuántas veces él
la acusó, pienso que todas por situaciones distintas y a todas, ella responde
de la misma forma pidiendo que le confirme que es la responsable, hasta que
llega un momento en que no quiere escuchar nada más y, ante un nuevo dedo
índice acusador que la señala como culpable, se cubre los oídos con las manos,
próxima a estallar en llanto, como con deseos de arrancarse de ese lugar.
Él, al percatarse de
que ella se va a retirar, se aleja de la mesa, agita sus manos como indicándole
que están conversando en paz, trata de contenerla. Ha perdido el control de la situación, ahora
lo tiene la mujer. El hombre pide urgente la cuenta mientras busca en los
bolsillos de la chaqueta su billetera, palpa los bolsillos de su pantalón,
vuelve a revisar la chaqueta y se da cuenta de que no la tiene. Encoje los
hombros y le muestra las manos vacías.
La mujer, que ahora se
encuentra sentada de lado, por lo que puedo ver mejor su rostro: tiene la
frente fruncida, niega con la cabeza y aprieta los labios. Con esfuerzo comienza a sacarse un anillo del
dedo anular de la mano izquierda y, con el índice de su mano derecha, le indica
a él que ponga también el suyo sobre la mesa. Una vez que se quita el anillo se
pone de pie, toma la cartera, el celular y unos lentes, le muestra el dedo
despojado del anillo como diciendo:
—De esto, yo no
soy culpable.
Y se va hasta donde se
encuentra el mozo, a quien algo le dice y le entrega el anillo.
Alfonso Pino es chileno y actualmente cursa un ciclo de Coaching Literario en línea. Este cuento fue resultado de sus esfuerzos por dominar el género. A que es bueno... Si te gustó déjanos saber lo que piensas en los comentarios de esta entrada. |
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