Salieron de
consulta con el médico. Pablo ayudó a Inés a subir al auto porque el peso de su
vientre complicaba su movilidad. Inés tenía ocho meses de embarazo. Habían
esperado siete años desde que tuvieron a su único hijo. Iban conversando de
regreso a casa.
—Angelito
está muy contento porque va a tener un hermanito —dijo Inés a Pablo.
—Esperemos
que no se ponga celoso cuando nazca el bebé —contestó Pablo.
—Oye,
no te vayas por la colonia Iturbide, ya ves que han pasado cosas muy feas por
ahí.
—No,
mujer. Me voy a ir por Lázaro Cárdenas, aunque el tráfico va a estar pesado.
—No
importa.
Y
se fueron platicando. Hablaron como otras veces del nombre del bebé, que ya
sabían que era varón; de escuelas donde el niño podría hacer el kínder y la
primaria; se preguntaron si debían construir otro cuarto o decirle a Angelito
que compartiera el suyo con su hermano. Del dinero y de los gastos también
hablaron. Pero en ese tema la conversación se convirtió en una discusión áspera
porque a Pablo no le estaba yendo bien e Inés no trabajaba. Después de unos
minutos en silencio, Pablo acarició una mano de Inés y le pidió que no se
preocupara por eso de momento. Él prefería concentrarse en lo guapa que ella se
veía ahora que el bebé estaba por nacer. Pasó de acariciarle la mano a
levantarle el vestido para apretar suavemente uno de sus muslos.
Llegaron
a su casa. Inés se adelantó y subió las escaleras para ir directo al baño. Pablo
escuchó el ruido de la televisión que provenía de la recámara de Angelito y se
fue directo a su propia habitación para disponer la cama. Cuando Inés se reunió
con él preguntó por Angelito y Pablo le dijo que el niño estaba en su recámara
viendo la tele. Se acostaron. Eran las seis de la tarde, ya oscurecía. Después
de un rato de sexo y de caricias, ambos cerraron los ojos. A los pocos minutos Inés
empezó a roncar suavemente y Pablo la miró con ternura. Volvió la vista hacia
el techo como queriendo poner su mente en blanco. Los ojos se le empezaban a
cerrar cuando escuchó un motor violento y unos rechinidos de llanta que lo
alarmaron. Se levantó. Plegó lentamente el borde de la cortina para poder
asomar un ojo por la ventana. Lo que vio le dilató la pupila: cuatro hombres
armados con cuernos de chivo, veinteañeros, irrumpieron en la casa de enfrente,
que era de su compadre Ayala. El chofer del convoy esperaba en una camioneta
con vidrios polarizados.
—¿Qué
ocurre, Pablo? —preguntó Inés somnolienta.
—Shhh,
no hables fuerte, Inés. Hay un comando armado en la casa de mi compadre Ayala.
—¡Jesús!
—exclamo Inés mientras trataba de sentarse en la cama.
Pablo
observó al chofer de la banda: usaba lentes obscuros y estaba encaramado en su
asiento fumando un cigarro. Pablo aguardó intentando buscar –o más bien
encontrar– a otros vecinos que también fueran testigos de lo sucedido, o a
alguien que enfrentara al comando.
Vio a su compadre salir
delante de uno de los bandidos que le apuntaba por la espalda con el cuerno de
chivo. Con los brazos arriba, el compadre Ayala lloraba y suplicaba. El verdugo
le respondió con un golpe en la cabeza que lo hizo tambalearse.
—Hijo
de la chingada —murmuró Pablo.
Durante
unos segundos a Pablo se le vinieron a la mente recuerdos de cuando siendo niño
iba al parque a jugar con su compadre. También
se acordó de cuando llevaron serenatas a sus primeras novias. Sintió un sudor frío
en la cabeza: se acordó de su pequeño hijo. Inés intentó mirar a través de la
ventana, pero Pablo se lo impidió, alejándola del cristal:
—Ve
a ver al niño, que no vaya a salir —ordenó Pablo.
—¡El
niño! —exclamó Inés agarrándose el cabello.
El
compadre Ayala fue trepado a la cajuela de la camioneta. Después vio salir de
la casa al segundo delincuente que tiraba del brazo a la esposa de su compadre,
quien lloraba con desconsuelo. El delincuente ayudó a la señora a subir a la
cajuela donde ya se encontraba su compadre.
—No
está, no está —gritó Inés desde el cuarto de Angelito.
—
¡Pero si escuché que estaba viendo la tele!
Pablo
se horrorizó cuando vio a los otros dos delincuentes salir de la casa de su
compadre con dos niños. Uno era su hijo Ángel y el otro el hijo de su compadre.
Los pequeños caminaron hacia la cajuela con las manos en la nuca y el rostro
serio, sin entender lo que pasaba. Angelito miró pavorido hacia la recamara de
sus papás. Pablo sintió que la angustia lo carcomía. También sintió mucho
miedo. No supo qué hacer. Dudó si decirle a Inés que el niño estaba siendo
secuestrado junto con los Ayala. Ella en ese momento entró al cuarto. Pablo se
alejó de la ventana y se dirigió a su esposa.
—Pablo,
el niño no está —dijo Inés, agitada.
—Inés…
—
¿Qué ocurre?
Pablo
la miró con ojos vidriosos y se quedó callado. Deseó profundamente regresar en el
tiempo para entonces poder entrar al cuarto de su hijo al llegar a casa esa
tarde, asegurarse de que estaba y permanecería allí.
—Es que… el niño estaba en la casa
de mi compadre y los hombres se lo están llevando también —contestó Pablo
afligido.
Inés
estalló en llanto. Sintió el peso del mundo encima. Él trató de contenerse pero
no pudo. Empezó a sollozar. Pablo bajó la cabeza y su vista se encontró con el
voluminoso vientre de Inés. La abrazó.
—¡Sal y tráelo! —exigió Inés y evitó
el abrazo de Pablo.
Pablo
tenía la boca seca. El sabor de la angustia le entumía la garganta. También tenía
mucho miedo, un miedo que no podía confesar a Inés.
—Esta
gente no entiende, me van a matar.
—Diles
que nosotros no tenemos nada que ver con los asuntos de los Ayala.
Pablo
guardó silencio. Entonces Inés salió de la habitación. Él quiso asirla pero la
desesperación de ella se transformó en una fuerza mayor. Inés corrió hacia las
escaleras y Pablo fue tras ella. Inés gritó el nombre de su hijo. Antes de que ella
pudiera abrir la puerta, Pablo estiró el brazo para taparle la boca y la jaló
hacia atrás. Perdieron el equilibrio. Pablo siguió tapando la boca de Inés con
fuerza. Tenía la palma de la mano y los nudillos mojados de lágrimas. A lo
lejos se escuchó que la camioneta del comando arrancaba y se marchaba.
—¿Por
qué no saliste, Pablo?
—Vamos
a recuperarlo.
Inés
abofeteó a su marido. Y ahí se quedaron tumbados detrás de la puerta. Llorando.
Pablo se aborreció cuando un pensamiento vergonzoso le brotó de pronto como
un consuelo: al fin y al cabo ya viene
otro hijo en camino.
Actualmente Francisco Argüelles cursa un ciclo de Coaching Literario en línea, vive en Texas, USA. Se forma como narrador, empieza a cultivar el cuento. Este cuento tuvo la cualidad de dejar pensativos a sus amigos y familiares. ¿Qué efecto tuvo en ti? Comparte tus comentarios en esta entrada. |
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