A la
memoria de Carmen Fayad Serna
Salí de la casa de Roberto,
uno de mis mejores amigos de la infancia. Él me había invitado a comer y a
conocer a su familia, pero solo estuve un rato con ellos porque me sentí incómodo
entre tanta felicidad. Al llegar a la esquina de la cuadra pude ver el sitio en
donde estuvo la casa de mi abuela. Esta casa tenía un largo balcón con unas
mecedoras oxidadas donde mi abuela y mi madre se sentaban a platicar todas las
tardes. Mi madre le contaba a mi abuela los últimos chismes del pueblo mientras
acariciaba a su perro dorado. Ella escuchaba atenta y de cuando en cuando
soltaba una carcajada suave. Estos recuerdos me aceleraron el corazón y me
mantuvieron abstraído. No quería estar en la ciudad donde la vida me pasaba
factura con puros fracasos: mi matrimonio y mi familia se habían ido al carajo,
la última mujer que tuve me dejó por un muchacho veinte años más joven y un
venezolano me había ganado el puesto de gerente en mi empresa. Tenía diez días
de vacaciones. Se me ocurrió que podía visitar a mi hermano en Mazatlán, pero
me acordé que tendría la casa llena con la familia de su suegra. Y con mis
hermanas, ni de broma: teníamos años sin una buena relación. Un impulso
desconocido me llevó a tomar un camión hacia Huejutla y aquí estoy, frente al
edificio donde había estado la casa de mi abuela.
Pensé
en visitar el panteón en donde están enterrados mis abuelos y mis padres, pero la
idea me entristeció, así que decidí moverme para otro lado. Me fui al centro. Caminé
por la calle de las papelerías antiguas y me encontré a Pepe el gordo, con quien había tenido una riña
callejera en la secundaria. Nos saludamos sin rencores. Me presentó a su esposa
y a su kínder de cinco chamacos. Después de unos minutos de charla me despedí y
me fui al puesto de periódicos. Lo atendía un adolescente moreno con el rostro
carcomido por el acné, que veía embobado un pequeño televisor y mascaba chicle
con la boca abierta. Eché un vistazo rápido a los periódicos. Exhalé aburrido.
Me di media vuelta y volteé hacia la catedral de piedra. Me quedé helado al
reconocer a la anciana que estaba en el portón interrumpiendo el paso de las
personas. Me miraba fijamente. Me froté los ojos, no sabía si era una
alucinación o no. Me llamó a su encuentro. Crucé la calle y me paré frente a ella.
—¿Abuela?
—Sí,
Antonio, soy yo –me dijo con una sonrisa tierna.
—Pero…
¿Cómo es posible que estés aquí?, ¿he muerto?
—Estamos
en planos diferentes –me acarició la cara.
La
examiné. Lucía un pelo cano y corto: hermosa. Toqué su piel arrugada, sus labios
bien pintados de rojo. Iba elegante: blusa rosa, saco negro y en el pecho un dije
de la virgen María. Usaba una falda negra de largo hasta las rodillas y unos
zapatos de tacón, bajitos. Nos abrazamos. Olía a crema de rosas y lanolina. Le
di un beso. Era ella.
Levantó
sus brazos y de sus manos salió una luz blanca intensa. El paisaje se distorsionó,
luego giró durante un rato hasta que se detuvo y acabó siendo como cuando
yo era un niño: boquiabierto, vi sobre las bancas de piedra de la catedral a
las campesinas cargando canastas de enchiladas, mas allá, al centro de la
plaza, las muchachas de las aguas frescas y los dulceros vendiendo trompadas,
pepitorias y gelatinas de atole de guayaba; tordos graznando en bandadas y
yendo rítmicamente de un árbol al otro. Y escuché de fondo la música de huapango
de don Nicandro proveniente de un puesto de casetes piratas.
—¿Te
gusta, Antonio?
—Sí,
abue, mucho.
—Llévame
a la iglesia, quiero rezar.
Nos
colocamos en la primera banca. Mi abuela se arrodilló y miró fijamente al
enorme cristo del altar. Se puso a orar, quedito.
—Padre
nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…. —entre sus
murmullos escuché—: Por el alma de Antonio Ponce te pido, señor, Dios te salve
María llena eres de gracia… Señor, perdona a mi nieto y permítele disfrutar de
tu gloria, Cristo: apiádate de él.
Empezó
a llorar. Se me partió el alma. Me puse inquieto. Me avergoncé pero no me
arrepentí de nada. Ella se puso de pie y se enjugó las lágrimas. Me abrazó. Me
sentí contento como no había estado en mucho tiempo.
—¿Qué
haces aquí, abue? ¿A qué viniste?
Mi
abuela se quedó callada.
—Tengo
que irme, Antonio.
—No
te vayas, abuela. Te necesito.
Mi
abuela comenzó a flotar. Un viento la alejó de mí. Pedí a gritos que no se
fuera, tan fuerte que me faltaba el aire.
Me
despierto y siento decepcionado. Haber estado con mi abuela fue maravilloso.
Checo mi reloj. Son casi las nueve de la mañana. Escucho a una de las mucamas
del hotel aspirando el pasillo. Mientras me baño vuelvo a preguntarme qué
diablos hago en este pueblo otra vez. Salgo
a pasear para despejarme, como queriendo encontrar en las calles la respuesta a
mis preguntas. En el mercado me encuentro a Roberto, a quien no veo desde hace
veinte años. ¿Será posible? Me pregunto. Me invita a comer a las tres de la
tarde para conocer a su familia. No me cree cuando le cuento que la noche
anterior he soñado con él, precisamente con que me había invitado a comer a su
casa. Soy puntual pero solo estoy un rato porque me asusto al comprobar que
todo es exactamente igual que en el sueño: también mi hastío. Preso de la
curiosidad, voy directo al centro, pasando por la esquina desde donde puedo
observar el sitio donde estuvo la casa de mi abuela. Camino por la calle de las
papelerías antiguas y ¡su puta madre!, aparece Pepe el gordo, su esposa y sus
cinco hijos. Como ya sé que no hay rencores, acelero el paso hacia el puesto de
periódicos sin esperar a que Pepe termine de hablar. Le digo que me disculpe la
prisa, que me da gusto verlo. En el puesto masca chicle el adolescente
carcomido por el acné, ignoro los diarios y desde allí busco a mi abuela entre
la gente que se apelotona en la catedral.
En
el portón metálico hay una anciana que viste exactamente como en el sueño. De
golpe entiendo mi viaje a Huejutla: el encuentro con mi abuela es una nueva
oportunidad. Mi abuela quiere que dios me perdone y que yo me arrepienta para
vivir feliz. Corro y le grito para alcanzarla porque se mete a la iglesia sin
mí, pero antes de que pueda cruzar la calle y ver su rostro siento un gran peso
que se estampa en mis costillas y…
Actualmente Francisco Argüelles cursa un ciclo de Coaching Literario en línea, vive en Texas, USA, donde hace un doctorado en ingeniería. Se forma como narrador, siente una gran atracción por el cuento, género que empieza a cultivar con enjundia. Prueba de ello este interesante cuento, inspirado en "La rueda" de Ampáro Dávila. Si te gustó déjanos saber lo que opinas en los comentarios de esta entrada. |
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