Mi nombre es
Lucía, Lucía Asuero. Del segundo apellido prescindo, al menos en estas páginas.
No pretendo escribir una bonita
historia, adornada con matices color pastel, con bellos recuerdos, ni cargada
de sueños de princesa. Odio esas niñas que visten de rosa y coleccionan cromos
de personajes rosas hasta lograr completar un álbum, curiosamente color rosa,
para así presumir ante el resto del grupo de las otras damiselas que lloran en
casa de forma desmesurada por no haber sido las primeras en el logro. Pobres
aspirantes al trono y sin corona, sus primeros sueños y ya rotos.
Ya no queda en mí nada de aquella niña libre, sin ataduras, sin
prejuicios, sin mochilas que es como vine al mundo. Libre, un libro abierto,
una caja vacía que pudo haberse llenado de lecciones diferentes de las que
realmente fueron. Mi madre no quiso saber de cajas ni libros en blanco, y mucho
menos de dibujar en ellos. Según me contaba mi padre, tuvo que marcharse a
trabajar lejos cuando yo tenía un año de vida. Prefería seguir pensando que se
ganaba el jornal en la distancia, de forma decente, y manteniendo en su cartera
alguna que otra foto de una pequeña familia desmenuzada como se hace con el
pescado antes de ser presa de su propio aliño.
Escribo todo esto sencillamente porque mi terapeuta me lo ha aconsejado.
Más que un consejo ha supuesto una obligación, o lo hago, o mi libertad queda
en manos de quien no me siguió en paso alguno, a disposición de alguien que
seguro comenzó a escribir su historia de forma muy diferente a la mía, seguro
nacería en un pesebre de oro, con calefacción por doquier si los vientos se
antojaban fríos o con aires frescos automáticos si el Lorenzo se encontraba en
su máximo apogeo. Alguien que seguro vestía color de rosa y dejó el álbum de
cromos por libros a los que pude haber quitado el polvo en alguna que otra
estantería. No necesito convencer a nadie de mi verdad, sé lo que he visto o
no, se lo que pasa un día cualquiera de mi vida, la relatividad podría tener lógica en algún que otro
embrollo, aquí no hay nada de eso, aquí se cuecen lentejas, nada de una mezcla
de los restos con el arroz, lentejas con chorizo, como las de toda la vida. Que
no me vengan con eso de que el plato sugiere cierto sabor a granos de soja, son
lo que son, no hay más.
Nací en el segundo mes del 70. De los doce meses del año, no encuentro
nombre más nefasto para adjudicar que el de febrero. Abril suena melodioso,
Julio incluso ofrece personalidad a quien lo lleve en el DNI, enero es el
primero, ya es algo, a cada uno de ellos podría añadirle algún que otro
privilegio, pero ¿febrero?, ¿a quién se le ocurriría?, ¿qué ocurrió en aquel
instante para llamarse febrero? En estos pequeños detalles suelo ocupar el
tiempo, al menos las horas pasan con menos cargas a sus espaldas y los días se
convierten en diferentes fascículos que oscilan entre preguntas con respuestas
fáciles sin efectos secundarios, y otras sin respuestas posibles que perjudican
seriamente la salud y es que… el farmacéutico, en este caso ha cerrado el
puesto de “aclaración a sus tormentos, lea, si quiere, el prospecto”.
Apenas recuerdo
con claridad mi infancia más temprana, no obstante, sé que no nací con el pan
bajo el brazo y la cigüeña se encontraba ese día algo cansada como para dar un
par de vuelos más y dejarme en la siguiente esquina, donde un matrimonio mayor
guardaba pijamas color… sí, el color ideal para que la búsqueda de mis
estampitas fuese mi mayor preocupación.
Mi madre prefirió cambiar el guión de su cuento, y como alma libre y sin
mayor reparo, se montó en su nave espacial y se perdió en Marte con un apuesto
marciano, posiblemente de color verde y largos dedos, aptos para satisfacer sus
más pecaminosos deseos, oponiendo resistencia en un principio sólo para parecer
inaccesible y por ende, más deseada. Para ser más concreta, diré que mi madre
nunca pedía el helado de un mismo sabor, la variedad de colores y sabores
ejercían un atrayente poder sobre ella, convirtiéndola en juguete de la fortuna
que iba y venía por momentos y antojos.
Mi padre, hermético personaje sin muchas luces en su azotea y acompañado
de un ingenuo deseo optimista, mantenía el hogar en orden, las flores regadas y
las camas estiradas, esperando un regreso sin posibles reproches acerca del
descuido de la casa en los tiempos de ausencia de su fugitiva compañera.
No conservo
recuerdos hasta mis seis años. En mi sexto cumpleaños, mi padre me regaló un
cuaderno y un lápiz, envueltos en papel de estraza hecho un cartucho.
–Papá, ya tengo los del cole –me
quejé ante la espera del biberón para mi muñeca de reyes. Desde diciembre aún no
había probado bocado. Cada día la notaba más delgada, era un bebé, y los bebés,
no comen con cuchara.
–Luci, quiero que escribas aquí todo lo que piensas. –Ahora vuelvo a
escucharlo y absorbo la tristeza de sus palabras como el jugo de una fruta
recogida del suelo. Él quería, de alguna manera, que su marciana no muriera
nunca en el recuerdo de nuestra historia, pero era su historia, no la mía. Mi
cuento éramos él y yo, solos mi papá y yo–. Puedes escribir todo lo que yo te
hable de mamá, o mejor, puedes escribir todas las preguntas que tengas, para
que cuando regrese, pueda contestarte.
–Papá, ¡yo quiero mi biberón! –y
rompí a llorar desconsolada como quien espera la buena nueva y recibe la mala
de antaño. Unos días más tarde mi padre me regaló el biberón, y si fuese capaz
de retroceder en el tiempo, le hubiese prometido, como moneda de cambio, hacer
uso de un cuaderno que usé años más tarde para apuntar la lista de la compra de
los viernes.
Yo no tenía preguntas que hacerle a una desconocida, mi padre estaba
allí, ¿qué más podía desear?, él podía traerme las estrellas si se me antojasen
en cualquier cumpleaños, él era mi caballero andante, se enfrentaba a mis
dragones y destruía las torres que me aprisionaban, ¿cuánto más podía desear?,
no había cuaderno capaz de suplir el poder de mi papá.
Ernesto Asuero, capaz de hacer con sus propias manos las sillas y las mesas
de mi casita de muñecas y de las casas de cualquier vecino en todos los tamaños
posibles. El negocio le requería gran parte de su tiempo, pero nunca estaba
lejos, teníamos un garaje bien acondicionado para que sirviese como taller de
trabajo y tienda abierta al público, así yo nunca estaba sola, jugaba en la
mesa de al lado mientras trabajaba y estudiaba en la mesa de la cocina mientras
él descansaba.
Gracias al negocio de mi padre pude estudiar, dominaba con soltura la
ortografía, me empapaba de libros y cuentos, incluso llegué a utilizar nuevos
cuadernos donde fantaseaba con historias creadas por mí misma. Me matriculé en
la universidad de magisterio, entregando en la ventanilla un formulario donde
no quedaban huecos para mostrar la ilusión que me vestía. Un año antes de
inscribirme, mi padre se entregó a un abrazo de tristeza acumulada y como alma
en pena se dejó caer en una cuna a su medida para abandonar a la única
compañera de viaje que jamás planeó una huída y entonces… ya nada fue como los
cuentos de mis cuadernos.
Me sentí incapaz de dar un paso a la novedad, pudo ser miedo, pudo ser
cobardía, pudo ser incluso pereza, lo que no pudo ser fue el ansiado primer día
de curso. Decidí buscar el alimento de mis platos sacando brillo de los suelos
de alguna que otra casa de coleccionista de cromos. Hasta la edad de veinte
años llegaba a casa a las ocho de la noche, lo justo para disponer del tiempo
que necesitaba; darme una ducha, comer y volver a hablar con la almohada, esa
que tanto me entendía.
Dos años después
fui presa, al igual que mi padre, de una manta de oscuridad que cayó desde lo
más alto, dejándome sin velas que algo alumbraran dentro. Fui violada por uno
de los dueños de una de las casas donde parecía que me sentía cómoda haciendo
mi trabajo diario. No quiero detenerme en detalles, ellos ya fueron mis
huéspedes durante años, haciéndome compañía en cada uno de los segundos
marcados por el reloj de mi salón. Sola, sin abrigos, sin luces, sin motor y
sin combustible, me entregué a la vida cómoda y no objeté a la hora de mudarme
con Alfredo a su casa. Lo conocí en la
cafetería de mis tardes, donde me sentaba junto a la ventana mientras leía un
periódico, un libro, o una revista. Alfredo cargaba la máquina de tabacos cada
semana y parte de mi rincón escogido era invadido por su presencia treinta
minutos semanales, donde calentaba su garganta con un café sólo y dos
cucharadas de azúcar. Nació diez años antes que yo, diez años más a su lista de
días en soledad, y yo… yo nunca me enamoré de aquel hombre, sin luz en los
ojos, sin palabras en su mirada, y sin pelos en la mitad de su cabeza con sólo
treinta y cinco años, por no tener… yo aún no sabía que no tenía corazón.
Mi vida junto a él era eso, una vida, un ser que respira y por efecto
vive, sin más adornos, sin árbol de navidad, sin música de fondo. Una vida
silenciosa, pero al menos gran parte del día sin compañía. Me casé por eso que
dicen “protocolo” y supe que las “lunas de miel” no eran, desde mi punto de
vista tan valiosas como para dedicarles tantas horas de previos preparativos.
Me hubiese gustado echar de menos a mi madre, al menos imaginar qué hubiese
hecho ella o mejor aún, haber actuado como lo hubiese hecho, montarme en su
nave y perderme en alguna estrella vecina. Pero mi rol lo heredé de mi padre,
así que como me correspondía, regaba las flores y mantenía la casa de buen ver.
Las vecinas me aburrían, nunca he encontrado placer en reuniones donde se
despedaza a la que se ausenta, por lo que me compré un pájaro, al que tenerle
la jaula preparada, y un gato al que poder acariciar en el sofá.
Dos años más
tarde le regalé al mundo mi mayor tesoro, Claudia dejaba mi vientre para
conocer un mundo que yo prometí fuese una continua fiesta. Todo dejó de ser
negro, el recuerdo de mi padre ya no se presentaba en gritos aferrada a mi
almohada, el sentimiento de abandono de mi madre ya no necesitaba vaguear
buscando un zahorí que me desvelara el secreto para poder perdonar, la fatua
existencia de Alfredo en la casa dejaba de suponer un martirio con piernas,
Claudia me había salvado de un pasado para abrirme la puerta de una nueva era.
Nunca le faltó nada, su padre, aún esperando nueve meses un varón, no tuvo
reparos, como al principio suponía, en dejarse llevar por una ola loca de
caricias y mimos los días siguientes al parto, y aunque su presencia en casa
brillaba por su ausencia, nunca me vi obligada a luchar para que mi princesa
tuviese lo que él ya disponía para ella antes de yo abrir mi boca.
Los primeros
cinco años fueron años de verdad, como se les llama a las cosas que tienen
valor. La rutina se antojaba deliciosa, cada día suponía un motivo para
agradecer lo que un ser delicado, con rizos de oro, y dos estrellas en sus
ojos, era capaz de encender dentro de mí. Todo había valido la pena, ya no importaba
lo que antes me perdía, parecía que antes de nacer Claudia, todo hubiese sido
un letargo, una larga siesta, un paso lento y penoso, pero un camino con
flechas directas a ella.
La tarde del parque era la de los sábados, ese día había llovido, y Claudia
se sentía caprichosa. La lluvia amedrentó al resto y aquello no era la jauría
de diablillos de cada sábado. Intenté jugar con ella, usar los charcos para
descubrir tesoros escondidos en medio del mar, montadas en los barcos verdes
del color de nuestras botas de agua, pero Claudia quería su rueda, su sillín de
la Reina y su conejo de la suerte con los de siempre.
Y entonces subió al escenario Mateo, Mateo… solo su nombre me sabía a
gloria. Intenté llevármela lejos. Pero Mateo tenía aquello… aquello que llaman
magia, aquello que dicen que solo es el poder de un imán, y envidie a mi hija,
que libremente pudo poner sus cartas sobre la mesa de juego y desnudar su
asombro ante él sin ningún tipo de cláusula.
Mateo no fue nadie, siéndolo todo a la vez, no hubo aventura alguna, no
hubo nada que tuviese que añorar en la noche, fue un torbellino de emociones
correteando en mis espacios. Las tardes llevaban su aroma, el parque chasqueaba
sus dedos en forma de llamada, y mis esperas se hacían húmedas y vitales. Su
voz, sus ojos, su olor… Llegué a odiar
más a mi madre. Yo hubiese escapado lejos con él si sólo lo hubiese insinuado,
pero mi equipaje no serían mis ropas y mis lazos, sería la sangre de mi sangre,
de la que jamás me separaría línea alguna.
Alfredo llegaba a casa a la hora de la cena, ese día un malestar en su
espalda lo convenció, más bien lo obligó a volver antes de lo esperado. Claudia
jugaba en el salón a ser actriz de cine y yo terminaba de recoger la ropa que
quedaba tendida. Preparé una cafetera y unos analgésicos mientras una ducha
caliente hacía de remedio casero.
–Papi, Mateo dice que hay gente que come saltamontes, pero viven lejos–. Alfredo
olvidó su espalda y se volvió para buscar mis ojos en la cocina que ya
mostraban aceptación; Claudia tardó más tiempo del que imaginaba para abrir la
jaula de su espontaneidad.
–¿Quién es Mateo preciosa? –quiso preguntar a la niña que parecía más
dispuesta a una respuesta inmediata y directa.
–El hombre del parque –y siguió jugando, desapareciendo del escenario,
dejando subido el telón a un hombre con una historia ya creada en su cabeza.
Alfredo me buscó, yo ya había ido varias veces al baño, había dejado las
toallas dobladas y los paños en la cocina, esperando su retahíla. Me haría un
cuestionario de preguntas, sin dejar que mis ojos se perdiesen de los suyos,
seguro esperando respuestas más en ellos que en mis palabras. Sabía que yo no
iba a contarle que Mateo era el hombre del parque, mis adornos serían más
simples, sin grandes títulos o seudónimos; “el hombre del parque” parecía el
nombre de alguien importante, pero al menos mi serenidad se mantenía acorde a
mis pasos, lo que yo sentía por Mateo jamás se manifestó, solo yo sabía, por lo
que ante un juez no había pruebas que me delataran.
Cuando me encontré con los ojos de Alfredo hubiese deseado ser el paño
que había dejado en aquel cajón, al menos tener un lugar donde meterme y
cerrar. Ser paño de tela, ser desdoblado o sacudido, pero al menos tener un
cajón que igual él no acabase encontrando. No hubo tiempo para cambiar el
nombre del que ya era “El amante del parque”, no tuve tiempo ni siquiera para
una mueca de duda ante lo que significaba aquella furia contenida en su mirada,
no tuve tiempo para sentir dolor cuando la mano de Alfredo se convertía en fusta
que castigaba mi rostro. De repente
sentí el frío helado de mi cuerpo contra el frío cálido que suponía el del
suelo.
Una amalgama de conmociones en su más pura esencia cayó sobre mí; no era
miedo, sentí terror, no se trataba de frío, era helado, no era indefensión,
sino puro desamparo.
Sin disponer de tiempo ni tan
siquiera para contarme que aquello había sido solo producto de mi imaginación,
las manos de Alfredo se posaron en mis hombros para rescatarme del suelo donde
me hubiese quedado días, quizás años. Hundió su puño de acero bajo mi pecho
entregándome de nuevo a la altura de sus zapatos. Las lágrimas son caprichosas, necesitan su
momento para sentirse importantes, seguras, y entonces conocer el mundo de
fuera. Cuando el lugar y el tiempo se evaporan pierden conexión, no hay
lágrimas, no sirven, no cumplen su función de desahogo, porque yo no necesitaba
compasión, necesitaba creer que aquello era mentira.
–¡Te lo he dado todo, sucia!,
–dejaba salir con furia lo que ni siquiera era cierto –golfeando con otros
usando a tu hija, ¡eres como la perra de tu madre!
Prefería otro ataque de sus manos a
las palabras que brotaban de su boca, prefería que me matase allí mismo, pero
él y yo solos. Buscaba con la mirada a Claudia, incapaz de llegar a cerrar la puerta,
al menos para hacerlo todo algo íntimo y personal, y allí estaba ella, con su
muñeca en los brazos, inmóvil, y al igual que su madre, sin escenario apropiado
para echarse a llorar. Alfredo parecía haberse trasformado en un desconocido,
siempre frío y distante, pero jamás el verdugo de aquel capítulo. Daba vueltas
por la cocina, como si posando las manos en su cabeza le ayudase a extraer
alguna idea, y volvía a mí, como si allí estuviesen las respuestas, como si
sólo contra mí la tormenta desaparecía de su fuero interno.
–¡Alfredo la niña!, ¡por favor, la
niña! –mátame después quise decirle, haz jirones con mi piel, desenreda mis
trenzas, llévate mi vida, pero no dejes que ella lo vea.
En mi intento de ir hacia ella, ya
un hombre poseído pisó mi pie clavándolo en el suelo con más fuerza, atrapando
mi cabellera con una mano y dejándome como única visión el sucio techo de una
cocina que por instantes se hacía más pequeña. Claudia, en un amago para
acercarse a mí, recibió un golpe de su padre, despejando cualquier obstáculo
que se interpusiera entre su presa y él, haciéndola caer en el salón, donde ya
no pude verla.
Un grito de dolor se liberó de mi
pecho, desgarrado y despiadado, con más poder que un ejército de soldados y más
fuerza que mil puños de aquel desgraciado. Me separé de él en mi impulso y
corrí hacia ella. No pude acercarme, una capa de hielo se instaló en el espacio
que ocupaba, recorriendo mis piernas, mis caderas, mi vientre, subía hacia el
pecho, hacia mis hombros, mi cabeza, haciéndose un gran bloque que nos paralizó
a todos dentro de él.
Mutilados, todos mis sentimientos
mutilados, aquello era lo que llamaban infierno. Mis años, mi vida desparramada
por el suelo que me sostenía, ya no importaba si el aire que respiraba era aire
o gas venenoso, yo ya había muerto allí, en aquel instante. Alfredo corrió
hacia ella, pero ella… ella no estaba, ella no era, ella se fue y yo aún estaba
allí. Dejé de pensar, de sentir, una gran nube se instaló dentro de mí,
descargando una tormenta de furia en el centro de mi ser. Paralizada, creo que
respiraba, igual dejé de hacerlo, ya no había visión, las luces se apagaron,
las siluetas se hicieron deformes, y el hielo de mis pies me mantenía de pie,
rígida y fuerte. Una fuerza imperiosa me atrapó, sin cuestionarios previos, sin
avisos, sin cortés preliminar, con acoso y derribo se hizo conmigo
transformándome en marioneta con hilos en mis brazos y pies. El mandato era
preciso, sin opción a réplica, claro, justiciero, imperante; la figura de
hierro de la mesa del teléfono estaba en mi mano antes de que yo fuese a ella,
yo no era quien daba pasos, eran ellos los que me daban la pauta, mi brazo se
alzó y yo tampoco me mostraba adversaria a ningún impulso. Dejé que toda la
fuerza que había en aquel salón se concentrase en mi brazo derecho, llegando
incluso a verlo brillar con luz propia, como un faro en medio del mar, dando
riendas sueltas a toda aquella potencia para aterrizar la figura en la cabeza
de quien ya sólo merecía recibir de su propia medicina.
Volvería a
hacerlo, no necesito una compra de perdón ni que público alguno entienda mi
desdicha. No tengo hambre de compasión, no mendigo indulto, no encargo sostén
ni clemencia, ni censuro reprobación posible. Si quien decida juzgar mis actos
cree tener en sus manos el poder de darme libertad o cautiverio, ya anuncio que
cualquier rincón del mundo supone mi propia prisión.
Cuando el sueño me rescata, piadoso
y justiciero, en silencio me lleva en sus brazos a aquellos charcos, a aquel
parque donde ella y yo creamos nuestros relatos, nuestras fábulas, a nuestro
antojo, solas ella y yo… y entonces, me siento libre.