Cenicienta olvida continuamente dónde ha metido el zapato de cristal. Su memoria, de repente, ya no es lo que era y al mirarse en el espejo, a penas es consciente de lo corto y apretado que se le ha quedado el vestido de fiesta.
Poco a poco, el paso del tiempo, le ha hecho abandonar los recuerdos de los festivales de lámparas gigantes y suelos brillantes. Su cabello se torna gris por minutos y lo soluciona colocando boca abajo el reloj, con la infantil esperanza de que el cuco vuelva a su cueva.
Cuando la princesa olvidada se rinde ante el pesimismo, busca desesperadamente, restos de chocolate en la despensa, algo que los malditos ratones no hayan llegado a ensuciar con su envenenado egoísmo.
Oculta, bajo la ventana, escondida para que las esqueléticas figuras de sus hermanastras no puedan verla, roe con fruición hasta las últimas onzas de chocolate, volviendo sus dientes marrones y dejándole un sabor dulce que le advierte que ésa noche, dormirá de nuevo ajena, derrumbada sobre la cama como una roca inamovible.
Y cuando amanezca de nuevo, volverá a olvidar que su prisión no es más que la acomodada idea de que sigue siendo ese irracional reflejo.
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