Precisamente
fue en el Hércules donde leí su
artículo. La revista cultural y gratuita Bombilla
estaba en el revistero junto a la máquina de tabaco como una bomba sin desactivar. Pasé las
páginas distraída mientras esperaba mi desayuno y tarareaba Les Feullies Mortes de la Greco, hasta que reparé en su columna
sobre mi novela.
No he tenido el dudoso placer de conocerle en persona, Don Justo. El
editor no adjuntó una fotografía a su artículo de la revista. Si hubiera tenido la oportunidad de
mirar su rostro, quizá, la decisión que he tomado, y que a continuación le
detallaré, no se hubiera producido. Quizá en sus facciones, o en la
desproporción entre ellas, hubiera encontrado algo grotesco que me hiciera
infravalorarle. Quizá tuviera usted bolsas oscuras bajo los ojos, de esas que
se forman de tanto asumir responsabilidades. O puede, que tuviera los labios
finos y apretados de esos hombres impermeables, que si les hablas muy de cerca,
o con gran sinceridad, se tensan y huyen acobardados de su permeabilidad. Esta
otra posibilidad, me hubiera enternecido. ¿Y si por el contrario, el supuesto
retrato hubiera mostrado uno de esos hombres de ojos separados, dispersos, y
mirada viciosa? Sí, de esos que dan oportunidades laborales o económicas a las
nenas si se dejan agarrar por el pelo para arrodillarlas y hacerles engullir su
pequeño apéndice de viejo verde. No me hubiera asqueado, más bien, hubiera sido
una explicación creíble a la dura crítica que escribió usted para mi novela.
Pienso que un hombre que ejerce su dominación follando, puede también hacerlo
humillando a secas. Sobre todo si no se le somete ninguna mujer de forma
voluntaria. Ojalá fuera así, ojalá no llevara razón. Una putada que me haya
convencido. Pero mejor me dejo de especulaciones, demasiada literatura para
alguien como usted. La cuestión es que mi enemigo, mejor dicho, mi verdugo, no
tiene rostro. Se parece al miedo abstracto de la ansiedad. ¿Le parece, Don
Justo, todo esto demasiado histriónico y dramático? Normal, es su trabajo.
Tampoco tiene usted la culpa de
todo, aunque sí es cierto que me da un familiar placer eso de conseguir que se sienta culpable.
Le contaré lo que pasó antes de que yo leyera su artículo. Pero por
favor, recuéstese en el sillón setentero de su anticuado despacho y, con
perdón, permítame que me lo imagine así. En mi situación sería despiadado
negarme el capricho. Relájese y lea sin intención crítica. Si no es mucho
pedir, Don Justo.
Me enamoré por primera vez con treinta y tres años, posiblemente usted
no sepa todavía qué es eso. Fue un amor violento, como una tromba de agua que
deja los coches rotos y apilados al
final de una cuesta, y a las vecinas y tenderos achicando agua durante días y peleando con sus
aseguradoras. Una tromba que descuartizó las calles de un pueblo del sur, poco
preparado para estos fenómenos de la naturaleza. Un amor húmedo, que arrastró
todo lo que no estaba bien anclado, que se llevó consigo capas y capas de
pisadas dejando el cemento tan desnudo, que el suelo daba vértigo. Aquí empezó
todo y acabó (casi) todo.
Cuando ese amor terminó, experimenté algo así como “la pérdida del
presente”. Mi cabeza y mis sentidos nunca más fueron capaces de estar donde
físicamente se encontraban. Se hallaban ocupados versionando una y otra vez la
misma historia, removiendo el mismo potaje aunque ya oliera a quemado. Mi atención
no vivía el ahora. Tenga usted en cuenta, Don Justo, que la carencia de
presente es la ausencia de pasión. O la pasión por la muerte.
Mi falta de atención, mi tristeza y mi abandono de por aquel entonces
me trajo otras desastrosas consecuencias. Perdí mi trabajo de vendedora de Gas
Natural a puerta fría. Los pocos días que iba a trabajar y llamaba a la puerta
de un posible cliente, mi cara desencajada a través de la mirilla debía asustarles,
y no me abrían. Las puertas se habían transformado en muros. Y después de haber
subido a ese puto quinto sin ascensor bajaba derrotada para volverme a casa. Tufo
de buzones llenos de publicidad. Volvía con una pequeña ilusión de que el sofá,
los porros y la catatonia de la telebasura me distrajeran o me acabaran adormilando.
Pero luego llegaba a mi casa, y ese escozor de no estar bien en ningún lugar
del mundo y en ningún momento del tiempo infinito, me hacía recurrir a los
somníferos.
El sueño tampoco era un descanso. Mi cerebro dormido era como los
supermercados cuando se van los clientes y se quedan los empleados limpiando y
reordenando las estanterías. Mis sueños eran reestructuraciones de la memoria,
estanterías que se vaciaban y se llenaban constantemente de él. Aparecía de
pronto, peleábamos, ganaba él, ganaba yo, perdíamos, follábamos, nos
reconciliábamos, las explicaciones eran válidas sin lógica. Pero cuando llegaba
el momento en que él me daba la mano, o yo apoyaba mi cabeza en su hombro, y el
tacto invalidaba todas las posibles
palabras, entonces, yo despertaba. Y amanecía la pesadilla otra vez.
Cuando abría los ojos toda mi casa me acorralaba. La humedad se comía
las paredes y la ropa sucia y limpia andaba por el suelo. Sobre la mesa del
salón había clínex sucios de meses, bolsas del chino, el portátil mordisqueado
de impaciencia, restos de comida prefabricada, ceniceros llenos de colillas,
papeles de fumar, pequeñas piedras de
hachís dispersas, vasos pegajosos, tallitos de marihuana, tabletas de orfidal
vacías, libros y libretas, cáscaras de pipas,
botellas de aquarios rellenas de agua ya caliente… Sobre la mesa estaba
yo, esperando que todo se fuera de una puta vez al carajo.
Sin embargo, un día, garabateando en una de mis libretas, escribí una
cosa casi sin darme cuenta. Lo escribí con un pilot azul en letras mayúsculas:
ESCRIBE, ENTIERRA, VIVE. Tres palabras, un compás de tres por cuatro, y de
repente, el ritmo volvió a florecerme entre las teclas. ¿Recuerda usted la
tragedia de Chernóbil, Don Justo? Los valientes operarios de aquél holocausto
fabricaron una especie de bunker bajo tierra para los residuos radiactivos. Los
sepultaron bajo cemento y tierra, y allí, se quedaron aletargados. Pocos días
después muchos de esos trabajadores murieron carcomidos por el cáncer, aunque
este último dato es innecesario para lo que quiero contarle. El caso, es que
yo, aprendí a hacer lo mismo que los operarios muertos. Escribí para enterrar.
Fabriqué un bunker de palabras para que todos los residuos dañinos se quedaran
allí. Volví a ser yo, porque siempre fui así. O lo fui antes de él.
Desde chica, cuando no entendía algo, recogía, una tras otra, las
palabras esparcidas a mis pies, y las
conformaba en frases. Si después de esto, seguía sin comprender, volvía a
mezclar las palabras y las ordenaba otra
vez dándoles una forma distinta. Tras repetir varias veces el mismo proceso, al
final, era capaz de pensar como el resto de los mortales. Por eso escribir,
nunca me pareció duro o pesado. Igual que los otros niños coleccionaban
estampas de la Pandilla Basura o
calcomanías de los Phosquitos, yo,
escribía una frase tras otra como quien respira. Y pensaba.
Quizá pueda usted creer que seguir todo este proceso cada vez que se
piensa, además de una pérdida de tiempo, es muy lento para llegar a una
conclusión. Pues tiene razón, la gente se preguntaba incluso si yo no sería
retrasada. Era incapaz de seguir el ritmo de los demás niños de la clase. Esta
especie de conciencia de inadaptación que me provocaba este desfase, casi se
difuminó al terminar la EGB. Había aprendido, entre comillas, a adaptarme a lo
que me rodeaba. Pero aquel desfase permaneció en mi interior para siempre. Como
una pantera sin voz entre la maleza. Y aquí viene mi tesis provisional, Don
Justo. A menudo, tomo conciencia de mi identidad en forma de palabras. ¿Sí?
¡Pues sí!
Pero cuando lo conocí a él, tuve que dejar de escribir. Para seguirle
tuve que aligerar al máximo mi equipaje. Incluso el acto básico de pensar, se
convirtió en una carga demasiado pesada.
Creo que me he distraído un poco del tema, Don Justo, no se lo vaya a
anotar en su libretita, por favor. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Le estaba
relatando que empecé a enterrar escribiendo para poder vivir.
Al principio no fue tan fácil. Tenía la cabeza atiborrada de todo los
residuos radiactivos que tenía que escribir. Imágenes, escenas, gritos, besos,
despedidas, llantos, piel, olores… Estaban vivos en mi cabeza, lanzando
destellos cegadores. Podía oír cómo gritaban: “¡Escríbeme!” No era capaz de
separar lo relevante de lo innecesario. Cada gesto tenía gran importancia, cada
frase que nos habíamos dicho podría haber sido una clave del puzzle. Además, cuando me sentaba ante la pantalla de mi ordenador
e intentaba traducir todo aquello en palabras, me daba cuenta de que se perdía
algo vital. La historia no cristalizaba, quedaba reducida a pedruscos. Y yo, no
llegaba a ninguna parte.
Pero poco a poco, aquel intermitente golpecito de teclas, con el paso
de los días, y una insistencia inusual en mí, (inconstante por naturaleza), dio
paso a un rápido e ininterrumpido
galope. El sonido era el de un caballo que no paraba de correr. Libre. Y yo iba
montada en él, desnuda, dibujando una sonrisa luminosa con el pasar de cada
página escrita.
Y la terminé. Terminé gloriosamente mi primera novela. Mi primer logro,
únicamente mío. Trescientas tres páginas. Nueve meses a horcajadas sobre el
caballo de mi historia. Mi primera novela. Mi bunker. Yo.
Mi casa se había vuelto limpia y luminosa. Olía a incienso de vainilla.
Sonaba a Juliette Greco, Tom waits, Rubinstein. Sabía a piel salada propia. Y luego, vino lo del premio
en aquel concurso local de novela corta, y el brillo sustituyó al mate. Aquella
sensación de muerte, de tufo de buzones llenos de publicidad, había
desaparecido. Paseaba por la calle Feria, compraba fruta, me paraban los amigos
de los que me aislé para una cerveza. Reía. Abrazaba. El chino de la tienda me
regalaba caramelos. Notaba cada modulación del aire en mis brazos.
Con el
dinero del premio pude ponerme al corriente de mis rentas atrasadas. Ya no
temía las llamadas a la puerta por la mañana. Ni miraba a un lado u otro del
portal por si venía mi casera. Me levantaba, me duchaba en mi limpio cuarto de
baño, encendía la vainilla, me ponía rímel. Sonreía. Salía a la calle con las
primeras brisas vírgenes. Caminaba sobre los adoquines de la Alameda hasta llegar al Café Hércules. Pedía zumo de naranja,
café y tostadas. Abría el libro de turno y leía. Alguien me interrumpía para
saludarme, se sentaba conmigo, pequeñas conversaciones sin retaguardias. Lo que
me rodeaba también brillaba. Fue increíble, Don Justo. Todavía sonrío al
recordar esa etapa tan feliz que acabó hace menos de tres semanas. Sonrío al
recodarlo, a pesar de este sueño eterno que me está entrando.
Su crítica era breve y tajante: “De lágrima demasiado fácil, esta
novela digna de salones de peluquería y aptas para dependientas de El Corte Inglés, convierte a Corín
Tellado en Joyce, por agravio comparativo. Encantadora señorita Mara Cartier,
mejor dedíquese a los post de Facebook”. Bunker destruido, peligro.
Tengo mucho sueño, Don Justo, siento acelerar así el final. Con esta
cantidad de lormatazepam y orfidal no pued
Fuente: http://cuadrivio.net |
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