MANUAL INTERNO DEL
CUERPO DE AUXILIARES DE TRATAMIENTOS ESPECIALES
(BORRADOR
REPROBADO. EN CORRECCIÓN)
Prólogo (Nota
del revisor: Un manual de auxiliares de tratamientos especiales no requiere
prólogo. Y menos un prólogo como éste. Con el capítulo introductorio tiene
presentación de sobra. No discuto que este agente sea el que más sabe de esto,
pero por el prólogo diría es imbécil. Los capítulos técnicos son buenos. Con
las correcciones señaladas valdrán. No anotamos correcciones en el prólogo
porque éste simplemente ha de ser eliminado. Entero.)
La piel, la piel humana, es el
lienzo en que nosotros, los auxiliares de tratamientos especiales, creamos
nuestra obra. Usted no lo es aún, lo sé, pero le trataré ya como si lo fuera,
pues si ha llegado hasta aquí, si tiene este manual entre sus manos, es porque
algo en usted le ha delatado como candidato idóneo para esta labor heroica.
Además, muy pocos de los agentes elegidos para ingresar en el CATE han sido descartados
hasta ahora. Y en realidad nadie les descartó.
Ellos se descartaron a sí mismos. De vez en cuando algún candidato nos
decepciona, y termina mostrándonos que nos equivocamos al pensar que habría
sido capaz de compartir nuestra tarea ardua y desagradecida. La labor misma
para la que se les entrena es el mejor filtro para seleccionar a los dignos de
pertenecer a nuestro Cuerpo. Sólo los agentes suficientemente fuertes,
generosos y leales se quedan. Estoy seguro de que ese será su caso.
La piel humana, como le decía, es el
lienzo en que un auxiliar de tratamientos especiales crea su obra. También los
huesos, por supuesto, cuando es necesario, y las articulaciones, y las vísceras
también. Pero sobre todo la piel, compañero auxiliar, va a ser el papel idóneo
para la caligrafía especial que nosotros hemos de usar para transcribir las
preguntas que el oficial irá dictando. Para que el usuario las comprenda en
toda su profundidad y las conteste.
Todos aquellos que se dedican a
nuestra labor en todo el mundo -porque ha de saber usted desde ya que en todos
los ejércitos y policías del mundo hay un equivalente a nuestro CATE, y si no
lo hay, en cuanto las cosas se ponen difíciles, se crea- se reparten en dos
grandes escuelas, que yo he sido el primero en bautizar como la escuela
expresionista y la escuela impresionista, respectivamente. Los seguidores de la
escuela expresionista trabajan como si tuvieran prisa. En menos de media hora
sus usuarios son un pingajo sanguinolento. El oficial de turno hace sus preguntas.
¿Que el usuario no las contesta? Pues el auxiliar coge su instrumental y manos
a la obra. Para cuando el usuario ofrece la primera información con sustancia
ya tiene alguna juntura dislocada o le falta algún miembro, o más de un litro
de sangre. Sin duda alguna el método de esta escuela funciona, no voy a
negarlo; no quiero ser cicatero en el reconocimiento de las virtudes de los
auxiliares de otras naciones. Pero yo me confieso partidario de la escuela
impresionista, más sutil, más refinada, preciosista incluso a veces, pues deja
descansar su eficacia no en el uso de las herramientas, sino en la impresión
-de ahí el nombre- que puede causar en el usuario el simple hecho de
mostrárselas.
Justo en esto, en la manera de
mostrar el instrumental de tratamiento al usuario, es donde este servidor, si
me permite esta pequeña vanidad, ha realizado su contribución personal a esta
escuela. Pues es el método habitual mostrar los instrumentos al usuario
poniéndolos a su vista para que su imaginación comience a hervir. Muy pocos
años llevaba yo ejerciendo como auxiliar cuando decidí introducir esta
innovación. El principal motivo fue que no me gustaba trabajar cara a cara con
el usuario. Va por rachas, pero hay temporadas en que las jornadas son
agotadoras, porque hay tantos usuarios que las sesiones de tratamiento se
siguen unas a otras sin interrupción. No puede evitar uno terminar bostezando,
o sudado, y claro, eso le quita solemnidad al acto. Uno pierde en prestancia,
que es muy importante ante el usuario. Por otro lado, tampoco me ha gustado
nunca trabajar con la cara tapada: eso le degrada aún más a uno. Así que un día
se me ocurrió mandar hacer una caperuza. Una caperuza de piel, pesada, opaca, y
cegada, por supuesto, para ponerla a los usuarios, de manera que no vieran nada
durante todo el tratamiento. La idea resultó un acierto brillante, pues además
de servir para el fin que pretendía, mejoró muchísimo la eficacia del proceso.
Los usuarios tocaban el fondo de su horror mucho antes, y eso hacía los
tratamientos más cortos. ¿Que cómo conseguía entonces poner a funcionar la
imaginación del usuario si no podían ver los instrumentos? Muy fácil, ellos no
podían verlos, pero sí podían tocarlos. Cada vez que elegía uno se lo ponía en
las manos. Para que lo palparan, para que lo estudiaran, hasta que descubrieran
qué era. A veces lo sabían al instante; otras no llegaban a entenderlo por
mucho que lo palparan; pero siempre, tocándolo, adivinaban los matices
abominables del dolor que aquello podría causarles... ¿Qué le parece...? Los
oficiales a los que tocaba trabajar conmigo, cuando observaban por primera vez
mi método, ¡una novedad novísima para ellos!, quedaban maravillados. Ellos no
me lo decían, naturalmente; un oficial nunca confiesa su admiración a otro
hombre de menor rango. Pero yo lo notaba en sus miradas, en sus gestos[1].
Esta escuela impresionista es
heredera de la tradición antiquísima del Santo Oficio, de la que tanto hemos
bebido en el CATE. Piensan los ignorantes que aquellos monjes dominicos no
tenían mejor quehacer que pasar horas y horas gastando los hierros en las
carnes de herejes. Ellos comprendieron antes que nadie que podían beneficiarse
de un atributo sorprendente que posee la piel y los tejidos humanos todos: la
capacidad de presentir con bastante precisión los matices del dolor, su agudeza
o difusión, su intensidad, su insoportabilidad, el destrozo en el cuerpo que
ese dolor anuncia, el desgarro de las fibras de la carne, la sequedad de los
impactos de las hojas aceradas en el hueso. Quizás a primera vista esta
cualidad de los tejidos del cuerpo no parezca sorprendente, pero le aseguro que
lo es, porque podría decirse que es un arte adivinatoria, pues consiste en
presentir, en sentir antes de tiempo, el tipo y la fuerza de un dolor que nunca
antes se ha sentido. Basta con saber el instrumento y en qué zona va a
aplicarse: el cuerpo lo sentirá como si ya estuviera ocurriendo. ¿Que qué
ventaja suponía esto para los Santos Tribunales? ¿Pues cuál va a ser! ¡Es
obvio! Que en la mayor parte de los casos no era siquiera necesario encarcelar
a los sospechosos. Bastaba con regalarles una visita turística a donde
guardaban los hierros para que sus invitados llegaran a sentir su piel toda
lacerada, y confesaran en un segundo que eran el mismo Belcebú. ¡No me negará
que cuando los sospechosos sobran esto es una enorme ventaja! Es sorprendente
esta clarividencia de la piel que, sin haber sido nunca ultrajada, sabe
perfectamente presentir la cualidad del dolor, atroz y singular, que causa cada
uno de las diferentes técnicas motivadoras...
Mire por dónde ya hemos llegado a
uno de los temas técnicos por excelencia: las técnicas motivadoras... Las
técnicas motivadoras constituyen una da las principales tipologías que debe
conocer al dedillo el auxiliar profesional. Parece cosa simple pero no lo es,
pues están los cortes, que pueden ser tajantes o de sierra; las quemaduras,
directas de la llama o con los hierros al rojo; las electrocuciones; los golpes
punzantes o los romos, que dan lugar a los tronzamientos o a las machacaduras,
según se mida o no la fuerza; los ahogamientos, en agua fría o las cocciones;
las mutilaciones o mochamientos... y así podríamos estar un buen rato, pues
sólo he citado ahora las técnicas más socorridas, que las hay mucho más
refinadas y secretas. Aún recuerdo el gemido, agudísimo, pavoroso, de un
usuario, hace años, cuando le puse en la mano un rollo de cinta de embalaje. Él
era de esos que son inteligentes y tardan un segundo en leer la mente del
auxiliar, en presentir lo que les viene encima.
Después está, por supuesto, la otra
gran variable técnica: las particiones anatómicas del cuerpo humano, atendiendo
a su distinto grado de sensibilidad al dolor. Pues no es lo mismo, por ejemplo,
tronchar una articulación que el hueso mismo por la mitad, del mismo modo que
no es igual aplicar los hierros al rojo en el lomo del usuario que en su partes
húmedas. Comprenderá usted que siendo los dos dolores atroces, no son
equivalentes en su atrocidad.
En resumen: que todo dolor -y todo
placer también, pero aquí vamos a lo que vamos- es capaz de presentirlo la piel
tan pronto como conoce el cuerpo extraño que va a entrar en ella, y por dónde.
Esto es lo que convierte a la piel en la mejor aliada de un auxiliar de la
escuela impresionista.
Haga usted mismo la prueba. Cierre
los ojos, para hacerse un poco a la idea de que es usted el usuario y tiene la
caperuza puesta. El auxiliar que a usted le asiste le ordena que abra las
manos y que ofrezca las palmas abiertas hacia
arriba. Usted, que está atado a la silla, obedece. Alguien, el auxiliar, ¿quién
si no?, le pone un objeto extraño en una de ellas. Lo primero que va a intentar
hacer usted, ¿qué cree que va a ser? Identificarlo, claro... Es duro y frío. Es
metálico. Lo que usted está agarrando parece una especie de cilindro muy
delgado y pulido. Algo así como un tubito fino, como de medio centímetro de
diámetro. Con los dedos de las dos manos usted recorre toda su extensión. Con
una separación de unos veinte centímetros, el tubito se dobla en dos ángulos rectos,
como si formara una “U”. Con los dedos de cada mano usted explora los extremos
de esa “U”, y se encuentra en cada punta con unas... como figuritas que parecen
también de metal. Usted las estudia, palpándolas, con atención. Se adaptan bien
a las yemas, parecen pequeñas llaves de grifos... no, son demasiado pequeñas...
palometas, parecen dos palometas que deben de estar atornilladas a los extremos
de la “U”. Solo junto a una de ellas usted toca madera. Es un mango de madera.
Pero lo más inquietante está entre las dos palometas, uniéndolas, como cerrando
la apertura de la “U”. Usted lo toca con las yemas de sus dedos, y no parece
peligroso, pero al frotar las yemas contra eso ¡las aparta enseguida asustado!
No es una cuchilla, pero usted siente que ha estado cerca de cortarse. Vuelve a
palparlo, con muchísimo más cuidado. Es como un hilo grueso y duro... y
serrado. Un hilo de metal con dientes minúsculos y afilados, como los de un
pez. No me extrañaría que entonces, de repente, y sin saber por qué, cruzaran
ahora por su mente recuerdos fugaces de sus años en el colegio, cuando era
usted un niño. Y esos recuerdos le irían llevando al aula de Educación
Plástica, hasta aparecer en su mente la imagen y el nombre de una segueta. La
calidez de estos recuerdos durará menos de medio segundo en su cabeza.
Rápidamente aparecerá el miedo como una mano fría que le hurga, sin cuidado, en
las entrañas, y se le agarra al espinazo y cruelmente lo zamarrea. Porque
usted, que es inteligente, comprenderá al instante que ahora no está en el
colegio, y que esa segueta que tiene en las manos no está ahí para hacer una
Torre Eiffel de marquetería. La mano fría que le agarra por dentro le dará una
nueva sacudida, tan fuerte que sentirá
que la carne se despega de sus huesos. El auxiliar que le esté
asistiendo, si es bueno, como usted ha de llegar a serlo, sabrá ver punto por
punto todo esto que estará pasando dentro de su cabeza. Notará que en este
momento ya le tiene poseído el miedo. Lo sabrá por sus lloriqueos, por el sudor
que le estará chorreando por debajo de la caperuza, y por sus súplicas
lastimosas. ¿Cree usted que no lloraría? Quizás ha visto alguna de esas
películas en las que hay hombres fuertes que se enfrentan enteros al suplicio.
Eso está en el imaginario colectivo. Créame, querido agente: eso nunca ocurre
en la realidad. Se dice que la muerte iguala a ricos y pobres, a nobles y
plebeyos. Pues yo le digo que más que la muerte iguala a los hombres el
martirio. Que no hay nadie que no llore y no suplique ante el horror gratuito
del dolor por el dolor. Y entonces su auxiliar, si ha aprendido todo lo que yo
he de enseñarle a usted, sabrá que aún no ha llegado el momento de ponerse a
serrar. Que aún el usuario, que en este caso es usted, será capaz de agrandar
sin ayuda, por sí mismo, su horror. ¿Cómo? Inevitablemente, tantos segundos de
silencio como a usted le dejen, cegado por la caperuza, con la segueta en las
manos, encorreado a la silla, será para usted inevitable dedicarlos a intentar
adivinar qué parte de su cuerpo elegirá el auxiliar. Y justo aquí, querido
amigo, es donde entra en escena esa virtud de la piel que nos es de tanto
provecho en nuestro trabajo. Tan pronto como a usted se le antoje en qué zona
de su cuerpo le aplicarán la segueta, usted será capaz de sentir justo ese
dolor, como si ya antes lo hubiera vivido... ¡Dígame usted un lugar! ¿Dónde se
le ocurre a usted que su auxiliar querría serrarle? ... Por ser usted quien es,
pondré un ejemplo con poca saña. Pongamos que en medio de su horror usted
intuye que el auxiliar querrá serrarle un meñique. Tan pronto como se le
ocurra, empezará a sentir cómo el hilo escalofriante de la segueta, como una
mariposa de las tinieblas, se posa en la raíz de su meñique. Su auxiliar no le
va a preguntar el de qué mano le importa menos. (Se lo digo yo que no se lo va
a preguntar.) Cogerá el que tenga más cerca, y aplicará la segueta en el sitio.
El fino hierro apretará su carne hoscamente contra la dureza del hueso. El
horror de verdad comienza. Ningún grito por fuerte que sea le salva del dolor
atroz de los dientes de la segueta entrando, desde el primer envite, en el
hueso de su falange. La piel de ese sitio es tan delgada, y la carne tan poca,
que con el primer movimiento ya le estarán serrando el hueso. Sabe usted que
será un dolor agudo, seco, intermitente, localizado y sin consuelo. Y que usted
sentirá que no es capaz de soportarlo. Y rogará por que acabe, aunque ello le
traiga la prueba de que tiene un dedo menos... ¿Qué me dice, agente? ¿Ha
presentido o no cómo sería, más o menos, el dolor que sentiría si le aplicaran
este tratamiento?
Para que todo vaya bien es muy
importante la inteligencia y la sensibilidad. Que un usuario no tenga
inteligencia ni sensibilidad es lo peor que puede pasarnos. Y sobre todo, es lo
peor que puede pasarle a él. Éstos son los casos en que el usuario va a perder
más sangre. Es más, este tipo de usuarios casi nunca regresa a casa. Los ves
venir. Ni siquiera cuando les pones la caperuza parecen darse cuenta del
tratamiento que les espera. Estos son los usuarios que te amargan el día.
Porque el buen técnico de tratamientos especiales, el de tipo impresionista
quiero decir, sabe que su éxito se mide por cuántos de sus usuarios se van de
nuevo a casa sin pasar por el hospital, sin pasar por la enfermería, sin una
sola gota de sangre en la camisa incluso. Puede ser que se marchen con la ropa
interior manchada, pero eso no podemos reprochárnoslo, porque no está bajo
nuestro control.
Saber todo esto tiene su precio: la
dedicación, el estudio sobre el terreno -no hay mucho escrito sobre esta
materia-. Pero adherirse a la escuela impresionista tiene también ventajas
incuestionables. La más obvia ya la he referido: el ahorro de energía, de
tiempo y de celdas. Mas también tiene otras, y las más importante es ésta: Cada
usuario que usted no mutile, cada usuario que usted no mate, es un usuario que
volverá a su casa, al seno de nuestra sociedad, pero ya para siempre poseído
por el miedo, subyugado por el horror, y nuestra Nación podrá estar segura de
que si era un traidor nunca más volverá a serlo, y si no lo era, nunca caerá en
la tentación. Será sin duda un peón para nuestra causa al que el terror no
dejará nunca sublevarse contra ella. Así, el gabinete en que usted trabaje será
como una planta depuradora de la sociedad, en la que entren los ciudadanos con
la mancha de la sospecha y salgan de nuevo limpios a nutrir nuestra Nación.
A lo largo de su vida, estimado
colega, escuchará muchas veces, en televisión, en películas, en conversaciones
de gente que hablará junto a usted sin saber quién usted es, que las personas
como nosotros son monstruos, lo peor de lo peor, la escoria de este mundo.
Bien. Pues atienda usted: ¡Nunca se achante cuando escuche esto! ¡Nunca dude
que usted es necesario! No le estoy pidiendo que no flaquee. Si durante algún
tiempo tiene dudas, dude. Si siente culpa, siéntala. Si siente a veces
vergüenza, sopórtela. Pero nunca deje de cumplir su misión, porque sin alguien
único como usted, capaz de realizarla, la Nación estará perdida. No reniegue
nunca -dentro de su propia conciencia quiero decir, por supuesto- de lo que
usted hace, de lo que usted es. Las personas como nosotros somos cruciales para
que se realice el curso de la Historia. Por la grandeza de lo que hacemos, el
nombre que se nos ha reservado, “auxiliares”, nos queda pequeño; pero nosotros
no somos hombres que busquen medallas. Somos hombres completos, que sabemos,
sin necesidad de reconocimiento, que nuestra labor es esencial. Sepa y recuerde
que las personas como nosotros no es que sean necesarias, es que son
indispensables. El oficial entrevistador con el que usted colabora ¡no es nada
sin usted!, ¡no conseguiría nada sin usted! El Ejército ¡no es nada sin usted!
¡La Nación misma que lucha contra sus enemigos no es nada sin usted! ... ¿Le
parece a usted que exagero? ... Sí, ¿verdad? ... Dígame, estimado colega: ¿de
qué cree usted que dependen la seguridad y el progreso de la Nación? ... De las
decisiones que toma. ¿Y en qué cree que se fundamentan las decisiones
acertadas? ... En información, por supuesto, en información útil, información
sustanciosa. ¿Y de dónde cree que sale esa información? ¿Del Instituto Nacional
de Estadística? ¿De las eminencias del Consejo de Estado? ¿De los asesores
ministeriales? ¿De los analistas políticos que consiguen credenciales para
asistir y olisquear en los congresos de los partidos o en las cumbres
internacionales? En tiempos de paz quizás baste eso. Pero en tiempo de guerra,
que es realmente el tiempo que cuenta para la Historia, el tiempo en que se
juega el sino de la Nación, la información realmente relevante es la
información que se arranca al enemigo. Y crea usted que arrancar esa
información no es fácil, es una tarea titánica, porque el enemigo está en todas
partes. Porque está el enemigo de fuera, pero está también el enemigo de
dentro, que está a su lado, en la calle, en el metro, en el cine, en el trabajo
mismo, y sabe todo sobre usted, todo de nuestra Nación. Y es por eso, que en
realidad no hay tiempo de paz, que siempre estamos en guerra. No lo olvide:
siempre estamos en guerra, y sólo gracias a servidores como usted y como yo, y
gracias a lo que sabemos sobre la piel, sobre la piel de los otros, ganaremos
esa guerra.
Sargento H. F.
Responsable de
Formación del CATE
LECCIÓN I.
EL PAPEL DEL
AUXILIAR DE TRATAMIENTOS ESPECIALES EN EL ORGANIGRAMA GENERAL DEL SERVICIO DE
INTELIGENCIA
....
[1] En este taller yo no le
obligaré a que se sume a esta variante impresionista de la caperuza, porque no
quiero parecerle pretencioso. Pero sepa usted que, si le parece buena la idea
-y hasta ahora a todos los nuevos auxiliares se lo ha parecido- le daré todas
las facilidades para que aprenda a ponerla en práctica. Y además se le regalará
la caperuza. Una exactamente igual a la original.
No hay comentarios:
Publicar un comentario