Hablar de pantanos me recuerda siempre irremediablemente la niebla espesa que acompañaba a Jack “el destripador” por las calles de Londres. No sé exactamente en qué intervalo de la infancia mi padre decidió apuntarme a clases de piragüismo a mí y a Serafín, mi hermano.
Mi padre era por entonces, porque ahora ya es otra cosa, un hombre de bigote amplio que tenía un retrato a carboncillo en el salón que le había hecho su amigo Pepe el pintor. Este retrato era mágico, porque te pusieras donde te pusieras en el salón, en el sillón de pana amarillo bajo el ventanal de rejas, en la mesa redonda de comedor, oɾɐqɐ ɐɔoq o junto al cuadro de coches y semáforos revueltos de un tal Iván, siempre te miraba, y eso es una gran putada, porque si me ponía a estudiar y me distraía, ahí estaba mirándome, y cuanto más me acercaba a la pubertad más me incomodaba su retrato. No sé muy bien cómo se consigue ese efecto, pero creo que tiene que ver con mirar fijamente a la persona que te pinta. Y mi padre siempre, todavía ahora que es otra cosa, mira fijo y profundo.
Así que un sábado por la mañana el hombre del retrato nos llevó a mí y a Serafín con nuestros bocadillos de tortilla francesa y dos latas de coca-cola calientes, a recibir nuestra primera clase de piragüismo al Pantano del Renegado, ése que me recuerda a las nebulosas calles londinenses que acompañaban a Jack “el destripador”.
Aunque hayan ya pasado por lo menos dos décadas de aquello, aún recuerdo la placentera sensación de estar ahí, en ese preciso statu quo, dentro de la piragua, con mi remo, tendida en medio del pantano, tocando el agua, adivinando las serpientes que Serafín decía que había bajo la superficie y que si me caía de la piragua me iban a comer el culo. Mi hermano siempre inventaba historias para darme miedo, como la de que las muñecas de porcelana la fabricaban con los ojos y los pelos de niñas muertas; pero esa historia no me daba miedo, al contrario, le pedí a mi madre una de esas muñecas, pero nunca me la compró.
Recuerdo que remar no me cansaba, pero me gustaba más quedarme quieta mirando y adivinando, tocando el agua como la cabeza de mi perro Chano que ya murió de viejo, deseando que del agua salieran serpientes, medusas, nautilus, Neptuno y el tiburón de Steven Spielberg. Entonces tentaba la piragua para caerme, con el mismo miedo curioso que me atrapa cuando me asomo ya de adulta a una ventana de un décimo piso. Y ese miedo curioso, esas serpientes verdes nadando con Neptuno y el tiburón ochentero me los metía entre las piernas, pariéndolos para dentro, porque sin saberlo, aunque lo sospechara, esos partos al cabo de los años llenarían muchos folios.
A la hora de comer, vino a recogernos mi padre, yo estaba sentada en el embarcadero tocando otra vez el agua como si fuera un animal doméstico, Serafín, ya casi en plena explosión hormonal disfrutaba de las endorfinas tras la sesión de piragüismo. Mi padre se puso a charlar con el profesor tras de mí, de repente, les interrumpí para señalarles algo en el agua. No recuerdo bien qué era lo que señalé, ¡mierda, mi memoria es muy débil!, seguro que el cannabis tiene la culpa. El caso es que algo señalé, y entonces el profesor, que en vez de bigote como mi padre tenía barba y era muy canijo, le dijo en voz alta para que yo lo oyera: “Esta niña ve crecer la hierba” El hombre del retrato sonrió, y su mirada ya no era como la del retrato, tenía más que ver con el orgullo. Se agachó y me dijo: “Éste es el mejor piropo que nunca vas a oír”
Foto: Noemí Vallecillos. |
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