El pajarito tenía miedo a volar por primera vez. Desde su nido miraba el mundo abajo, tan extenso que no lo podía ver entero. Envidiaba a sus hermanos que volaban de rama en rama, se escondían entre las hojas, y cantaban su felicidad de gozar de tanta libertad. “¿Por qué tengo yo tanto miedo a echarme a volar si todo parece tan fantástico?“ pensaba llorando. Un día, notó los otros pájaros muy agitados. “¡Cuidado! ¡Viene un ave predador!“ gritaban y les miraba huir a lo lejos. Tenía miedo. Pero aunque era joven era fuerte, dejó de llorar y se resolvió a morir. Sin embargo, esta idea nueva de tener la muerte tan cercana le hacía pensar en todo lo que se iba perder. Nunca conocerá el mundo, nunca cantará la libertad. “Si realmente tengo que morir, ya no tengo nada que perder ¿por qué no intentarlo?“ No obstante, la decisión tomada, no llegaba a ponerla en acción. De repente, apareció el ave, grande, majestuoso y de instinto el pajarito se escondió en su nido. Temía tanto que no podía moverse. “No quiero morir, no quiero morir“ gemía. Cuando se había tranquilizado, aún vivo, echó un vistazo fuera del nido y vio que se había ido el peligro. Se pensó muy afortunado pero al poco rato, divisó una sombra amenazante en lo lejos y sin pensarlo se echó a volar. El mundo abajo dejó de estar quieto y se puso en movimiento. Bajo él pasaban paisajes fantásticos. No se recordaba por qué tenía tanto miedo de volar pero pronto sintió un nuevo miedo, el desconocido. Ebrio de libertad se había ido volando muy lejos de su nido sin preocuparse de a dónde iba. Su nueva temeridad se iba transformando poco a poco en incertidumbre. Veía más aves predadores y pensó que no era tan maravilloso la libertad sin tenía que correr tanto peligro. Decidió aterrizar en el suelo y tranquilamente caminaba aunque le parecía más soso el mundo yendo tan despacio, pero al fin y al cabo era más seguro. Eso pensaba, hasta que advirtió que los gatos y los zorros también querrían hacer de él su presa. A partir de entonces pensó que no viviría más en la superficie de la tierra, el cielo como el suelo le parecían demasiado peligrosos. Se planteaba cómo hacer para adaptarse a la vida subterránea. Un día de suerte, encontró una madriguera abandonada. Dormía caliente, se buscaba unos gusanos, bebía agua fresca y pensó que era perfecta la vida bajo tierra. No obstante, su tranquilidad se volvió soledad y su soledad, tristeza. Ya lo había intentado todo y no había encontrado la felicidad. “Ahora que hago?“ lamentó. Pues yo no tengo repuesta, pajarito.
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