Teresa y Aníbal aguardaron
los resultados de los estudios clínicos. Aníbal estaba adusto y con un vaivén
en las piernas. Teresa lo observó con esperanza y le apretó la mano tiernamente.
—Les
tengo excelentes noticias, Teresa. Tú y Aníbal son compatibles para hacerte el
trasplante renal. Claro, si Aníbal está de acuerdo —dijo el médico
Teresa
y el doctor fijaron la mirada sobre Aníbal. Él se quedó callado.
—Deben
decidir pronto. Toma en cuenta, Aníbal, que el problema de Teresa es grave y la
lista de pacientes es larga, si es que deciden esperar por el riñón de otro
donante. Es vital que se le haga el trasplante.
—Programe
la operación, doctor —contestó Aníbal.
—Muy
bien, entonces en un mes será.
—¿Y
es peligroso el trasplante para ambos, doctor? —preguntó Aníbal.
—Tiene
sus riesgos, como todo proceso quirúrgico, pero puedo decirte que el porcentaje
de éxito es más del noventa por ciento.
Aníbal
asintió sin parpadear mientras apretaba la mandíbula.
Fue
después de que el médico confirmó el trasplante que Aníbal tomó en serio el
asunto. Había deseado no ser el candidato para donar el riñón a Teresa. Pensó
que se libraría de la responsabilidad y podría seguir con ella al menos hasta
que encontrara otro donador y le hicieran la operación. Pero el destino dictó
lo opuesto. Se sintió asfixiado y sin opciones. Teresa no tenía amistades en la
capital. Provenía de un pueblo donde vivía junto a su madre, que también estaba
enferma.
En
su trabajo, ninguno de los compañeros a los que Teresa confió su problema, tuvo
el atrevimiento de ofrecerse como donante o ayudarle a buscar uno. Las amigas de
su pueblo estaban casadas y tenían hijos. Nunca correrían el riesgo de una
operación de trasplante en nombre de la amistad.
—¿Estás loco,
Aníbal? Por favor deja a esa mujer. ¿Por qué no le pide a algún familiar que le
done el riñón? ¿Verdad que no quieren? No son tontos como tú.
—No
puedo dejar así a Teresa, mamá.
—No
te jodas la vida. Tú no sabes si vas a estar con ella siempre. Puedes conocer a
otras mujeres de tu edad. Se está aprovechando de ti porque eres más joven. ¡Te
puedes morir!
Entonces
Aníbal consideró hablar con Teresa. Quiso explicarle que no estaba preparado,
que su familia se oponía. Pero no podía demorarse, era una cuestión de meses,
de vida o muerte. Le pesó imaginarse la escena: Teresa agacharía la cara con
las lágrimas a punto de estallar pero
finalmente se mostraría comprensiva. Él luciría monstruoso.
Ella
es noble, me quiere. ¿Y yo? –pensó.
La
conoció en el comedor de la universidad. Él era un profesor y ella era una de
las secretarias del departamento de ingeniería. Teresa le coqueteó con una
sonrisa y un ligero levantamiento de nalgas. Lo encandiló con su escote pronunciado,
piel morena y sus piernas gruesas, que le parecieron dulces y duras como
caramelo macizo.
Maldijo
que Teresa enfermara, que se marchitara, que le hubiera tocado a él esta etapa
de la su vida. Su plan era perfecto: disfrutarla unos meses, cogérsela hasta hartarse
y después decir adiós para comenzar con la siguiente. Teresa era una mujer
madura, no se imaginaba con ella para siempre. Aníbal ya estaba en la última
etapa de su plan porque había conocido a Melissa cunado Teresa fue
diagnosticada. No se asumía tan canalla como para dejar a Teresa en ese momento
crítico.
Pinche
suerte perra, pensó. Ni modo, tengo que ayudarla. Puedo vivir con un riñón y
además el médico ya me confirmó que nada me va a pasar. Melissa no tiene por
qué saberlo, intentó convencerse.
La pareja llegó al
hospital a internarse un día antes de la operación. La sala de espera estaba
saturada de enfermos. Aníbal percibió un olor penetrante a medicinas que le
incomodó. Sintió nauseas cuando vio a un hombre descalzo en el suelo que tenía
en las piernas unas llagas y ámpulas rojas a punto de explotar. Después se pasmó
al ver en un pasillo a una persona con un pequeño agujero en el estómago que
mostraba algo blanduzco y grisáceo Es el intestino, así voy a andar yo: con un hoyo
en la panza, pensó.
Se
registraron en la recepción. Una enfermera les preguntó sus datos y después les
pidió que la acompañaran al segundo piso. Ahí el médico les explicó que para
llevarse a cabo el trasplante, debían firmar la hoja del consentimiento. Cuando
Aníbal firmó, el papel se le quedó pegado en la mano debido al sudor. Teresa,
al darse cuenta lo abrazo por la espalda y recargó la cabeza sobre su hombro.
—No
tienes que hacerlo si no estás seguro. No te preocupes, entiendo que no es una
decisión fácil.
—No
digas tonterías. Claro que quiero y sabes que lo hago porque te amo, tonta. —Aníbal
esquivó la mirada de Teresa.
La
enfermera señaló sus habitaciones, separadas tan solo unos metros en el mismo
pasillo. Se despidieron y besaron varias veces. Aníbal la abrazó fuertemente. Después
se dirigió a su habitación cargando con esfuerzo una maleta llena con mudas de
ropa. Se acordó de lo que su madre le había aconsejado. Antes de cerrar la
puerta, Aníbal envió un beso a Teresa, que lo observaba desde la puerta del
otro cuarto.
Para
Aníbal era evidente que Teresa estaba intranquila pero confiaba en que todo
saldría bien. No le había dicho nada a su madre para no preocuparla. Nunca se
enteraría por lo que estaba pasando gracias a Aníbal. ¿Se estará pensando que
luego nos vamos a casar y todo?, se preguntó Anibal mientras se despojaba de
sus ropas. Me consentirá, seré su rey. Después de esto no podremos estar más
unidos. Si al final va a ser que la quiero de verdad, que esto es la prueba
defintivia. No cualquiera dona un riñón. ¿Eso voy a decirle? ¿Esto estoy
diciéndole? ¿Y mi plan?
Aníbal se recostó en la cama. Enseguida
se incorporó. Estaba inquieto. Sintió vértigo hasta en las pantorrillas. Se
asomó a la ventana, pensativo. ¿Y si salto por la ventana? No esta tan alto… ¿Y
si hablo con Teresa? ¿Y si le digo que no quiero joderme la vida, que se busque
a otro, que ni modo, que así es esto? ¡Tonterías! Estúpido. Tú vas a demostrar
que Aníbal Pérez tiene honor y que es un hombre ante todas las adversidades. Y
ahora será un hombre sin riñón. ¡Sin riñón! ¡Chingao!
Aníbal
trató de tranquilizarse. Un enfermero vino al cuarto para darle indicaciones y una
bata. Debía descansar y relajarse. Se acostó y puso a ver la televisión. Movió
las piernas de manera inconsciente. Empezó la duermevela. Se le vinieron
imágenes de Teresa: riendo, seductora, enferma, muerta. Pidió al enfermero que
le diera una pastilla que lo ayudara a dormir. Soñó que estaba en un cuarto
obscuro y que Teresa y el médico estaban comiéndose su riñón sobre una mesa
alumbrada. Lo invitaban al festín. Se despertó horrorizado. Era madrugada. Se
levantó y corrió hacia la puerta de la habitación.
Podría
largarse a otra ciudad y comenzar una vida nueva. Se imaginó que en la
universidad dirían que era poco hombre. ¿Y Melissa? Si moría jamás se la
cogería. ¿Y la madre de Teresa? Le debastaría la muerte de su hija. ¿Y su
propia madre? ¿Y su familia? Si la operación sale mal, o lo sacan en ataúd del
hospital o queda discapacitado y dependiente para siempre y por siempre, amén, pensó.
—¡Pucha!
¿Qué hago? —exclamó mientras se jaló el cabello y se golpeó con un puño en la
cabeza.
Teresa
fue sacada en camilla. Dos enfermeros se detuvieron enfrente de la habitación
de Aníbal para recogerlo. Estaba sentado en la cama, tenía los ojos hinchados. Le
pidieron que se acostara en la camilla. Aníbal accedió desconfiado. En el
trayecto al quirófano, sintió un miedo terrible, ese que pellizca estómago y piernas.
Su orina caliente le mojó los muslos. Levantó la cabeza para ver la mancha que marcaba
la bata. Uno de los enfermeros lo observó con extrañeza. Aníbal le devolvió una
mirada saturada de angustia.
—Más
vamos a tardar en entrar que en salir, no se preocupe, señor —dijo el enfermero.
Salida,
leyó en un letrero rojo colgado al fondo del pasillo.
Francisco Argüelles es autor de otros cuentos publicados en este blog. Estos cuentos fueron escritos durante el curso de un ciclo de Coaching Literario. Francisco vive en Texas, USA, donde estudia el doctorado. |
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