—¿¡Pero cómo se te ocurre desvelar la patata!? —me dijo.
—¡Y yo qué sé! —contesté, tratando de excusarme, pero su mirada furiosa esperaba algo más. Quise preguntarle desde cuándo se desvelan las patatas, pero no quería que me tomara por idiota. Hubo un momento de silencio, pasos alrededor de mí y un gran suspiro de decepción. «Otra vez», pensé, y sentí cómo algo dentro de mí se retorcía y me ablandaba entero. Apreté los ojos: no quería llorar. No otra vez. Si lloraba, habría más suspiros, más miradas y un «Ya está otra vez» que haría aumentar su desprecio.
Lo cierto es que no sabía cómo se había desvelado la patata. Y, ¿por qué pensaba que había sido yo? Ni siquiera había preguntado cómo fue: «¿¡Pero cómo se te ocurre desvelar la patata!?»
—¿No contestas? —me espetó.
—¿Eh? ¡Ah! —dije con elocuencia.
Sus ojos en blanco me hicieron comprender que no hacía falta que llorara para terminar de decepcionarla. Bajaría la mirada, cerraría los ojos y se llevaría el pulgar y el índice a las cejas, suspiraría de nuevo y, dándome por perdido, saldría de la cocina sin mirarme. No podía permitirlo: tenía que hacer algo. Balbuceé; traté de acercarme a su lado y pedirle que me perdonara: trastabillé con las patas de la silla y la mesa, caí a sus pies. Levanté los ojos esbozando una tímida sonrisa y me encontré con su mirada llena de odio.
Cerró los ojos y se llevó el pulgar y el índice a las cejas. Dentro de unos instantes se acabaría todo, y todo por la maldita patata, que se había desvelado. ¿Qué podía haber hecho yo si las patatas se desvelan?
Oí un suspiro.
No sé muy bien cómo sucedió ni por qué lo hice, pero me imaginé su cara si de repente me hubiese levantado y echado la dichosa patata a la olla con agua hirviendo: comencé a reír.
Aquello la enfureció. Me hizo la pregunta evidente de qué me parecía tan gracioso y, por supuesto, mi falta de ingenio contestó con una respuesta ridícula.
—Eres un animal —me dijo.
Y la risa se convirtió en carcajada. Yo no quería reírme, lo juro, me parecía descortés pero, en fin, ¿qué podía hacer? Me incorporé mientras me pedía que dejara de reír. Me acerqué a ella para pedirle que se calmara pero me rechazó.
Lo que ocurrió entonces, bueno, es un poco confuso y no sé cómo explicarlo. Ante todo, creánme si les digo que fue la patata.
—En fin, lo siento —dije acercándome a ella—. Ha sido un error. Vamos, vamos, ¿por qué esa cara? Ven aquí, ven.
Y la traje hacia mí y la tuve en mis brazos mientras sentía cómo su tensión y sus nervios iban desapareciendo. Nos mecimos en un abrazo cálido que duró un tiempo impreciso. Lloró en mi hombro y me apretujo fuerte. ¿Hacía cuánto no me abrazaba de esa manera?
Rompió a llorar con más fuerza. Pregunté qué le ocurría y ella dijo algo que no acerté a entender.
—¿Qué? —pregunté.
—¿Por qué eres tan inútil? —repitió.
Tenía que salvar la situación y hacerla reír de alguna manera, así que empecé:
—Bueno, querida, todo comenzó en una noche de 1976, cuando mis padres…
Entonces, vi cómo la patata se acercaba despacio a la olla llena de agua hirviendo, dispuesta a zambullirse en ella. Había que evitarlo a toda costa y no por la patata, que además de desvelada iba a acabar ahogada y pocha, ni tampoco por mí, porque yo ya poco podía hacer para enmendar mi situación, sino por ella, porque no se merecía otra vez un descuido como aquél.
De modo que la aparté a un lado y me lancé hacia la patata, dispuesto a impedir, a toda costa, que mi mujer se sumiera en la desesperación.
Hubo una olla en el suelo, ruidos de campana, agua hirviendo por toda la encimera, vapor; hubo una quemadura en mi mano izquierda, un plato roto y garbanzos por todos lados pero, ¡y esto fue lo mejor!, había salvado la patata.
La tenía triunfante en mi mano derecha y me giré orgulloso, dispuesto a enseñársela. Cuando me di la vuelta, para mi sorpresa, mi mujer ya no estaba.
Al otro lado de la casa, lejano, se escuchó el sonido seco de una puerta cerrándose.
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