No podía cerrar este cuaderno sin decir siquiera una palabra sobre mi amigo André Delabarre, ahora que ya ha muerto. Era doce de octubre la última vez que fui a su casa. Siempre teníamos la costumbre de visitarnos y recibirnos el uno al otro, y ser, una vez, huésped y ser, la vez siguiente, anfitrión, y aquello cada mes. Aquel ritual fue idea de André, y me pareció estúpido e infantil al comienzo, pero pronto se convirtió en nuestra ceremonia particular que mantuvimos con incuestionable rigor y seriedad.
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Gyula Halász (Brassai). ©davidortega |
André era fotógrafo. Así, al menos, era como se definía, aunque su verdadera profesión consistía en sentarse en el escritorio de una oficina sin importancia y pasar papeles de un lado a otro. La fotografía era, en una palabra, su entretenimiento. Unas veces, mientras tomábamos una taza de café en su salón y fumábamos algunos cigarrillos, me mostraba, orgulloso, sus álbumes sobre las ciudades europeas en las que había estado: Londres, Praga, Berlín, Barcelona, París… Sepa el lector que André sentía hacia París un profundo amor y había vuelto a aquella ciudad hasta en seis ocasiones, y que aquella atracción era la razón por la que la Ciudad de las Luces ocupaba muchas veces nuestras conversaciones. No obstante, lo que a André más le fascinaba, su verdadera pasión y el auténtico motivo por el que se dedicaba a la fotografía, era hacer robados. Más concretamente, congelar el momento de una profunda expresión emotiva en el rostro de las personas. Así, por ejemplo, congelaba miradas de amor y de odio, lágrimas de alegría y de tristeza, labios que dibujaban sonrisas y otros apretados por la rabia. Gustaba de irse, por ejemplo, a los parques a fotografiar la felicidad de los niños, la atención en los ojos de los hombres en los bares cuando ven un partido de fútbol, la crispación y la euforia de aquellos que van a un concierto o, también, en las bodas en las que era invitado, fotografiar la cara del novio, esa cara que expresa una ansiedad contenida y una falsa paciencia, mientras espera en el altar a la novia que llega desde el otro extremo de la iglesia. Y aquello había venido haciéndolo desde los últimos veinte años. Esta afición, «sutil y preciosa», como a él le gustaba llamarla, le había llegado a valer una exposición local durante una semana hace ya unos cinco años.
Esta afición no era, desde luego, caprichosa. Como buen fotógrafo, había aprendido que “su profesión” (su afición), como la vida, se debatía entre vivir y contar. André me decía que vivir era como aquella cita de San Agustín acerca del tiempo —ya sabe: «¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé»—. Recuerdo aquellas veces (no sin cierta nostalgia) en las que me preguntaba, con algo de desesperación, si nunca había querido apresar algún momento precioso de mi vida, algún momento en el que estaba tan imbuido en él, tan absorbido en la situación, algún momento vivido tan intensamente, que luego, sin embargo, cuando hubiera querido recordarlo para volver a saborearlo y regocijarme en él, no había podido hacerlo.
—¿No ves, Javier —me decía— que vivir es una ironía, que vivir es no saber que se vive?
»¿Cuántas veces has caminado de la mano de esa persona y has querido, luego, haber sido capaz de retener ese momento?
»¿Cuántas veces hubieras deseado, a la vez, vivir y darte cuenta de que vivías, y volver a recordar aquel instante en el que eras tan feliz con todos sus detalles?
Mi amigo André, suspicaz, sabía que el recuerdo valía de poco. Comprendía que cuando uno trata de traer a la mente un recuerdo siempre lo infesta de imaginación, del momento presente, y que éste, el momento recordado, siempre queda anclado al ahora de un modo vil e irrenunciable. André fotografiaba porque quería captar el momento en su pureza, la emoción sentida y no pensada, la vida en presente, eviterna, y no pasada.
Esta aporía de André fue la que me sugirió la idea de un relato o quizá una historia un poco más larga.
El turista debía ser un relato que nos contara la historia de un tal André Delabarre (André sonrió cuando le propuse ese nombre para mi historia) que estaría pasando unos días en una ciudad aún por definir: quizá, París (y de nuevo volvió a sonreír). El turista llevaría una cámara de fotos y se dedicaría a fotografiar todas las cosas que fuera viendo. La clave del relato sería la contradicción que se iría produciendo en él entre la fotografía y la propia vivencia de pasar unos días en una ciudad extranjera. ¿Por qué? Porque el turista, André, sólo dispondría de un tiempo limitado para conocer la ciudad, y esto lo situaría en un dilema: recoger con su cámara todo lo que iba viendo o sacrificar el recuerdo y quedarse con la experiencia. Con la fotografía él no se entregaría a París, se entregaría a la cámara: este sería su absurdo y su contradicción; pero él ni siquiera llegaría a planteárselo: él fotografiaría todo el tiempo, él recogería cada instante, cada detalle, cada rincón de la ciudad con su cámara. A cambio, no disfrutaría de la ciudad. Su tragedia es que no podría evitarlo ya que dispone de un tiempo limitado: seguiría fotografiando para que no se le escapase nada. Conforme fuera pasando el tiempo en la ciudad, André iría sintiendo una especie de vacío, una desazón por la ciudad que no llegará a entender (no sabrá que es a causa de la propia ciudad). Toda mi historia giraría alrededor de unos versos de una canción que se titula Si je perds, de Zaz, y que abrirían el relato:
Si je pense aux instants
où j’ai fait sans savoir
André me escuchó con atención y me dijo: «Muy bien, pero estás describiendo un cuadro, algo estático. A André tiene que sucederle algo, un motivo que permita la narración». Y me sonrió.
En nuestra siguiente cita le dije que el prólogo de El jardín de los senderos que se bifurcan que aparece en Ficciones me había dado la idea de escribir el comentario a un relato inexistente. Le propuse que el protagonista de aquella historia sería un tal André Delabarre con el que me entrevistaba cada mes, una vez en mi casa, la siguiente en la suya. Le apunté que ese André Delabarre me llegaría a decir en una de nuestras reuniones que había sido un mártir y que la fotografía era un sacrificio. Le dije que ese André Delabarre había escrito un libro, que contaba una historia, que se llamaba Un fotógrafo en París y que la historia que contaba era la suya. Le dije que me imaginaba a ese André (—¿A cuál? —me interrumpió riendo. —Al que es fotógrafo y escritor —le dije) más o menos como el André que concebí para El turista. Lo pensé con un regusto agridulce viendo en su salón, en su televisor, las fotos que había hecho a París desde su cámara. Y luego Londres, y luego Berlín, y luego Praga. Lo ideé lanzándose con renovado entusiasmo a su próximo viaje. A su modo, le dije a André, su empresa era como la de Sísifo. Un día (un trágico día), se despertaría y comprendería que uno no vive las ciudades cuando mira tras el objetivo. Así, patético y consumido, André Delabarre decidiría escribir un libro en el que contar su enseñanza. Allí, en la novela, André Delabarre (ya he dicho que la historia de André era la suya) tendría que enfrentarse a su condición de humano y de fotógrafo, tendría que elegir: o fotografiar y vivir a medias, o sacrificar su pasión y vivir entero. Así, André Delabarre, más agudo y valiente que André Delabarre, elegiría el sacrificio. ¿Y por qué sacrificaría su pasión? Por otra pasión, por una que le hiciera vivir más intensamente. Ideé una mujer porque me pareció la opción más rápida y sencilla para una historia como ésta, aunque no es, desde luego, definitivo. Pensé este final, y así se lo dije a André, porque ya estaba cansado de finales oscuros y trágicos, porque nunca había escrito una historia con final feliz. Quería este final porque quería escribir, por una vez, una palabra alegre.
André me apuntó, no sin cierta agudeza, que realmente seguía escribiendo una historia con un final amargo y que era André, en un intento fútil de catarsis personal, el que concebía un André redimido. No pude sino darle la razón.
A lo largo de nuestras siguientes citas, me presentaba ante André con unos pocos folios escritos a mano, se los tendía, los leía y luego los discutíamos. En una de aquellas tardes aplaudió, muy satisfecho, el juego que ofrecen los distintos mundos: el literario dentro del literario y el literario dentro del real, y cómo esos planos se entrecruzan hasta casi llegar a confundirse.
—Al fin y al cabo —me dijo—, ¿quién es André?
Yo asentí satisfecho.
A propósito de esto llegué a comentarle en cierta ocasión que a mí me gusta imaginar, de vez en cuando, que el mundo es un escenario, que las calles por las que camino son puestas por un demiurgo incognoscible y escurridizo para mis sentidos; me gusta pensar que la Puerta de Sevilla ha sido puesta por ese dios, que lo mismo ocurre con mis amigos y también con mis padres. Me gusta pensar todo eso, sobre todo, con la Historia, como un relato inventado que cuenta unos hechos que nunca existieron. Me figuro esa idea con las obras de Platón y Leibniz cuando pienso en filosofía. (¿No hacía Platón lo mismo con Sócrates?) Después de todo, ¿quién no se ha imaginado nunca a sí mismo viviendo únicamente en la imaginación de otro?
—Ventajas del realismo mágico —me apuntó complacido.
La tarde del doce de octubre salí de mi casa, muy satisfecho, con el que pensaba que fuera el borrador definitivo de mi historia. Había decidido llamarla Relato de los dos fotógrafos. Cuando llegué a su casa, sin embargo, me encontré una ambulancia en la puerta. Llegué en el momento en que estaban sacando a André. Recuerdo mi sorpresa, recuerdo mi conmoción, recuerdo (¡recuerdo!) mi impotencia y mi dolor. Recuerdo que pensé, irónicamente, en lo que le habría gustado a André fotografiar mi cara al intuirlo inerte bajo una manta y sobre una camilla. Aquello fue un golpe demasiado imprevisto. Recuerdo que los médicos dijeron que era un infarto y que habían llegado demasiado tarde. Quién los avisó, nunca lo supe. En medio de aquella confusión, entré en su casa para repasar, por última vez, sus estanterías con todos sus álbumes: el de Londres, el de Praga, el de Berlín, los de París… Recuerdo que en la mesa del salón había un cenicero con un cigarrillo a medio fumar. Recuerdo que junto al cenicero había un cuaderno abierto y junto al cuaderno un bolígrafo. Allí vi que André había estado escribiendo un ensayo, muy literario, en el que se imaginaba una historia como la que yo quería escribir. André, claro, más inteligente, supo ver antes que yo (ahora lo comprendo) que aquella historia no valía un relato; que, dicho claramente, no funcionaría. En ese cuaderno había también otro ensayo en el que se leía en la página previa:
Para Javier Portillo
Aquél ensayo se llama Prometeo y cierra este volumen.