Los sentidos se comunican con la corteza cerebral haciendo algunos altos en el camino. Entran las sensaciones, encuentran rápidamente sus neuronas favoritas, se acomodan en la corriente eléctro-química y se dejan llevar camino del lugar en el que habrán de obtener su certificado de “cosa que ha ocurrido”, “estímulo real”, etc. Pero, habitualmente, este lugar no se halla exactamente en la corteza. Antes hay que detenerse, algo así como una tetrallonésima parte de un segundo, en las “garitas” de control que son algunos nódulos neuronales, desde los que cada sensación es autoritariamente dirigida al lugar preciso de la corteza, desde el que se nos informa que acabamos de sentir algo real. Esto ocurre con todos los sentidos, que son las puertas que la mente tiene abiertas al mundo de ahí afuera. No con el olfato.
Existe un camino labrado por una serie de neuronas rebeldes, que va directamente desde la abertura del órgano del olfato -narices- hasta el lugar que tiene reservado en exclusiva en la mismísima área frontal de la corteza. No hay interrupciones -ni tan solo de una trillonésima parte de segundo-, el olfato huye de los típicos pelmas que siempre tienen un motivo para detenerte en tu camino y contarte algo, preguntarte por tu salud, o aconsejarte acerca de lo que debes hacer o hacia dónde deberías dirigirte: nada. Línea directa. Del plato de estofado al lugar justo de la corteza, en el que ya es placer; desde las ingles de tu novia hasta las fantasías más tórridas. Ya. Este camino se llama tracto olfativo. Y es la estructura más antigua de las que forman el encéfalo humano. También hay quien lo llama cerebro reptiliano, porque está ahí desde que éramos poco más que iguanas o salamanquesas.
Por eso mi olfato tiene mucha más capacidad evocadora que cualquiera de mis otros sentidos. Con casi 60 años, soy capaz de percibir y de identificar sin error aquellos olores que me acompañaron cuando era apenas un niño: la hierba fresca y calentada por el sol, el aliento pesado y violento de mi padre, el perfume de mi primera novia... También los vasos de leche y las cucarachas.
Esperando, por las mañanas, el momento de salir hacia el colegio, me hacia sentar mi madre en la diminuta cocina y me ponía un vaso de leche caliente, encima de la mesa, junto a un pedazo de pan tostado. Eran tiempos en los que nadie adquiría leche embotellada. Yo mismo acudía, lechera en mano, todas las tardes en busca de la leche fresca para la familia. En alguna ocasión rarísima, he tenido, siendo ya todo un adulto padre de familia, la oportunidad de captar el olor de la leche hervida, cuando -de excursión a algún pueblo perdido- la leche viene directamente del establo. En ese momento, sin necesidad de información adicional, he vuelto a ser aquel niño sentado en la cocina, con el vaso tibio entre las manos... ¿Cómo describir la náusea? ¿Cómo explicar la corriente de pavor, de fóbia, que me invade en dichos momentos?
Solo aspiro a la comprensión profunda de aquellos que comparten conmigo el horror a las cucarachas. La contemplación de uno de estos insectos -a veces, la mera intuición de su presencia-, desencadena en mi organismo respuestas indeseables, como abundancia de sudor frío, temblor en los miembros, alteración de la respiración de forma alarmante, bloqueo del habla... Pánico cerval. Juro que, en dichos instantes, preferiría encontrarme ante una pantera furiosa, en lugar de una (innombrable) cucaracha.
Vuelvo a la cocina de mi infancia. Se trataba de una humilde vivienda, que debía ser compartida por una familia muy numerosa. Ningún lugar para la intimidad individual. ¿Dónde leer por las noches? ¿Dónde sentarse a realizar las tareas escolares? ¿Y el disfrute, a solas, de mis tebeos?: a la cocina.
Y allí estaban ellas. Las cucarachas.
En los primeros tiempos, aun era capaz de soportar la visión de las innombrables circulando con descaro por las baldosas debajo del fregadero. Me limitaba a recoger mis piernas huesudas, cubiertas hasta las rodillas con los pantalones cortos, tratando de hacerlas desaparecer bajo la mesa. Algo de temblor ya surgía por aquel entonces. Y el miedo a que alguna innombrable modificase de pronto el sentido de su marcha para dirigirse a uno de mis zapatos, me paralizaba y me impedía, por supuesto continuar con lo que estaba haciendo. Ya no leía con claridad el párrafo, ni el Capitán Trueno se movía entre sus viñetas con la audacia y el valor de siempre. Era como si también él -el Capitán- de pronto se hubiera puesto a vigilar el comportamiento de las innombrables. El Infierno abría todas las noches una rendija para enviarme aquel ejército de monstruos diminutos e inmundos.
La situación que sirvió para forjar el ancla de terror, que jamás se ha soltado del fondo de mi mente sucedió aquella mañana, en la que yo me hallaba más soñoliento de lo normal. La noche anterior, leí las aventuras de Trueno con verdadera fruición y luego tuve que atender a los ejercicios de matemáticas. Un desastre, que trajo consigo incluso una bronca de mi padre, a causa del consumo de luz eléctrica. Así que, antes de que la bronca pasara a mayores, corrí hacia la habitación que compartía con mi hermano mayor. O, al menos esa fue mi primera intención, porque algo me detuvo y me convirtió en estatua, antes de alcanzar la puerta de la cocina. Justo desde el centro del vano, una innombrable de tamaño descomunal me contemplaba, hierática y con sus antenas repulsivas completamente dirigidas hacia mí. Debía de ostentar algún tipo de jerarquía con respecto a sus compañeras: su tamaño, el brillo de su cuerpo, la longitud de las antenas... todo era mucho más amenazante y rotundo que en las demás. Lentamente, fui moviendo mis pies para alcanzar la puerta. Tan lentamente como La Gran Innombrable fue girando, primero las antenas y luego todo el caparazón para no perderme de vista. En aquel momento de miedo -ya entonces bastante incontrolable- estuve convencido de que aquella criatura espantosa era capaz de pensar y se estaba burlando descaradamente de mí. Aún así, cerré los ojos y, en un sorprendentemente ágil movimiento, conseguí saltar por encima del monstruo, a la vez que accionaba el interruptor de la luz junto al marco de la puerta y corría despavorido a meterme en la cama con mi hermano.
Soñoliento, decía, percibí el aroma de la leche caliente del vaso que me esperaba en la mesa de la cocina. Olor inconfundible, como decía, incluso hoy. Con los ojos apenas abiertos y algo pegajosos, me senté frente al vaso y lo tomé para acercármelo a los labios.
Y allí estaba ella.
Flotando en el centro, con las antenas surgiendo del blanco de la leche, como periscópios flexibles, a través de los cuales, posiblemente continuaba burlándose de mí.
Así que, os lo ruego, no acerquéis nunca un vaso de leche caliente a mi nariz.
El TEC certifica que este vaso de leche fotografiado no estaba caliente. |
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