Cuando el hombre bajó del metro olvidando junto al asiento su maletín, lo tomé en mis manos y corrí tras él hacia la puerta. En vano lo llamé, pues el ruido del tren que arrancaba debió acallar mi voz y el hombre, que caminaba deprisa hacia la escalera, no me oyó. Me detuve indeciso, con el maletín en la mano, pensando dejárselo cuando me bajara a cualquier responsable de estación.
El leve tic tac llamó mi atención sobrecogiéndome. Abrí el maletín que no estaba fechado y, respondiendo a mis temores, apareció un pequeño artefacto de relojería que marcaba una hora peligrosamente próxima a la que señalaba mi reloj.
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Apoyé el maletín en mi asiento. Busqué nervioso en mi bolsillo el pequeñísimo cortaúñas que pendía de mi llavero y comencé a hurgar entre los delgados cables que había en el fondo. Para mi alivio encontré, oculto por los otros, uno de color rojo.
Lo corté. Pero, al ir a sentarme tranquilizado y contento, oí cómo se activaba una grabadora diminuta y una voz, incomprensiblemente divertida aconsejaba:
“Aprende, pardillo, que el color indicador de peligro no tiene que ser necesariamente…”
Rojo, ahora lo sé, sí que es el color de los mismísimos infiernos.
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