Google+ Taller de Escritura Creativa de Israel Pintor en España: abril 2013

Löst im translation, Isabel Pérez


Vamos a ver. Belzec, am 20. März 1942. Vale, hasta ahí bien. Das KZ ist sehr gut bis jetzt funktioniert… Buf. Pasa con mucho el alemán básico para guiris de la escuela de hostelería. Los números del uno al cien y las bebidas de la carta. “Por favor” y “gracias” y “al fondo a la derecha” ya los saca uno con la experiencia y la necesidad de buscarse la vida. Tendría que haberme traído el diccionario. Pero claro, yo qué iba a saber. Sólo me ha dicho que no se encontraba bien y que viniera a verlo. ¿Viene alguien? No. Es el grifo del baño, goteando.
Éste al menos chapurrea bien en español, y tiene buena conversación, Amadorr esto, Amadorr lo otro. Conmigo siempre ha sido muy agradable, aunque a primera vista no se le distinga de un alemán estándar, un jubilado viejo y reseco. Como cualquier otro que llega al pueblo en verano para cocerse como una cigala. Ni me acuerdo de la primera vez que llegó al bar con su camisa de manga corta desabrochada, y empezó a sentarse en la barra día sí día también. Un gin tonic, porr favorr. Cuando llega el otoño es casi el único que se queda aquí. Esta casa es enorme para él sólo, ¿es suya o la tiene alquilada?
Voy a meterme en un buen lío. ¿Viene alguien? No. Tranquilo. No viene nadie. Él desde luego no está para levantarse de la cama, y si se le ocurre se le oirá venir por el pasillo. La criada ha salido a comprar hace ya un buen rato. Y si la oyes llegar, sueltas el diario en la primera balda y sigues curioseando la librería como si nada. El cajón estaba sólo un poco abierto cuando llegué, ella no se va a poner a mirar si falta nada. Y menos aún un cuaderno, si el estudio está lleno de libros, y María tiene pinta de saber tanto alemán como yo. No, no creo que los haya tocado más para limpiar el polvo. No va a darse cuenta. A todo esto, ¿qué me ha dicho el viejo que le lleve? ¿Algo de Schopenhauer? ¿Dónde está la S? En el tercer estante. Vale.
Estoy tardando mucho. Vamos, qué más.  Hans und Peter brauchten mich dort... Hans y Peter… agh. ¿Y si me llevo el diario, lo echará en falta unas horas? ¿O mejor dejarlo donde estaba y volver luego? Podría entrar sin preguntar, ya me ha traído a la biblioteca muchas veces, para enseñarme su colección de mariposas, y sus trozos de coral, sus sellos, esta alfombra persa que vale más que lo que gano en un año. En ese armario sé que guarda armas antiguas. Mucho dinero y tiempo libre. Me dijo que era un diplomático jubilado, que no tiene hijos. ¿Estuvo casado? Sí, cierto, con esa tal Helga, o Helen. Me enseñó su foto de boda hace ya tiempo. Ella murió, no sé de qué.
Tendrá pocos amigos en España si me llama siempre a mí, hasta para estas cosas. ¿Y ese ruido? No, nada, el suelo de madera crujiendo. Conmigo se ha portado bien. Que si le recuerdo mucho a su hermano Gustav cuando aún vivía, que si quiero ir a tomar un café en su porche antes de entrar a trabajar, que si quiero ver la lluvia de estrellas desde su terraza porque tiene un telescopio suizo genial. Y yo sí, sí, claro que sí Herr Schreiber. Deja buenas propinas y hay que tener contenta a la clientela, claro, pero aparte siempre tiene algo que contar, trozos de su vida cuando era joven y vivía en Westfalia, el primer coche que se compró, de cuando estuvo dos años en el Congo belga. Que le viene bien recordarlo, porque está escrribiendo sus memorrias, parra serr publicadas cuando muerra.
Bien. Pues que empiece por escribir cómo conseguiste las condecoraciones en esta foto de la primera página. Esa parte nunca me la ha contado. Porque, ¿es él, no? Sí, los mismos ojos y la misma nariz. Pero en el reverso pone otro nombre: E. Kauffmann. A fecha de 5. Februar 1943. Esto me suena mal. Jodidamente mal. Maldito cabrón. Y yo viniendo a visitarte como un buen samaritano. Espero que la intoxicación de gambas le dure una buena temporada. 

Marisopsas en el epigastrio, Isabel Pérez


Yo no soy, ni mucho menos, un hombre de estómago.
Hay personas que pueden aguantar estoicamente la mirada cuando el carnicero les desmiembra el conejo para el arroz, pero yo no soy de esos. Cuando nació mi hijo Carlos duré dentro del paritorio treinta y cinco segundos contados, y si por pocas no me tienen que poner la epidural a mí.
Se entiende entonces que cuando mi médico de confianza y amigo de la mili, el doctor Federico Acosta, me dijo que ese bultito que tenía en el cuello había que quitármelo, lo primero que hice como ente racional fue acojonarme y preguntar cuántas horas me quedaban de vida.
—¡No, hombre! —Fede siempre ha sido muy de mover las manos al hablar como una vieja napolitana—. Si esto te lo quitan en un rato, con anestesia local, sin dormirte ni nada. Mira, te voy a mandar recomendado a un amigo mío, a ver si te puede buscar un hueco…
 Pero por muy tranquilizador que intentara sonar, después de firmar cuatro papeles en los que a grandes rasgos se lee “No nos hacemos responsables en caso de mutilación o muerte dolorosa” uno llega a casa y hace lo que cualquier otro ente racional: buscar fotos de la operación en Google para acojonarse el doble. Y vaya si me acojoné. Por suerte yo a Fede lo quiero como a un hermano, y si me jura y perjura por su madre que voy a salir del quirófano de una pieza, yo le creo, que para eso tiene estudios.
Total, que llegué con más pena que vergüenza al hospital en horario de tarde, donde fui despojado de mi dignidad y mi ropa para enfundarme en un batín ridículamente corto y tumbarme en una mesa de operaciones fría como el infierno en enero.  Una enfermera diminuta me estaba embadurnando con Betadine a brochazos  cuando el anestesista se acercó con una aguja del tamaño de una jabalina olímpica homologada.
—Dígame que eso lo utilizan para montar las brochetas de pollo.
—No me preocupe, sólo es un pinchacito —mintió aquel sádico mientras me apuñalaba tres veces—. Ya está, yo estaré allí dentro, si empieza a molestarle algo dígalo y vendré enseguida.
…Y se fue. Con el iPad debajo del brazo. Y yo con media cara que me empezaba a ARDER, acordándome de todos sus muertos hasta la quinta generación. Menos mal que la enfermera volvió a darme una capita de antisépticos, y parecía tener ganas de charla… y una voz de ratilla que se me clavaba en el cerebro.
—¿Es la primera vez que se opera?
Ji —la mitad de la mandíbula me empezaba a responder regular. Buena señal. No habría que interrumpir al anestesista en mitad de su café, de momento.
—Oh, pues no se preocupe por nada. Es una operación sencillísima, y el doctor Gutiérrez es… bueno, ya lo verá. Un artista.
Fui a contestarle pero lo único que me salió fue un chorro de baba, así que dejé a la muchacha que siguiera a lo suyo, sacando y metiendo tubos, colocando los instrumentos de tortura que (a Dios gracias) quedaban fuera de mi campo visual.
Al rato llegó el tal Gutiérrez, y la verdad es que a primera vista se le veía un tipo muy competente. Alto, con las patillas bien recortadas, la mascarilla perfectamente centrada. Con buena planta. Claro que después de todas las cañas que me he tomado con mi amigo Fede, no iba a mandarme operar por cualquier mamarracho. El cirujano se acercó a la enfermera para ponerse los guantes, y cuando ella se dio la vuelta pegó un respingo.
—¡Macarena! ¿Cómo es que estás aquí, no te habían pasado a ginecología?
A la chica le faltaba dar saltos en el sitio.
—Sí, pero he pedido que me volvieran a mandar aquí. Y bueno, hoy no me tocaba estar de tarde, pero me enteré que usted estaba de guardia y le cambié el turno a Claudia.
—Pues una alegría que me das, el servicio no era lo mismo sin ti…
No me gusta interrumpir a dos profesionales en mitad de su trabajo, pero es que de verdad que se me fue la saliva para donde no debía y empecé a toser como un descosido.
—Bueno… Joaquín —dijo Gutiérrez mirando por encima mi ficha mientras se ajustaba los guantes—. Usted es amigo de Acosta, ¿verdad? No, no hace falta que responda ¿Le molesta esto?  —se me acercó para toquetearme el cuello, y yo negué con la cabeza—. Muy bien, terminaremos enseguida. Macarena, bisturí frí…
Pero Macarena ya tenía preparada aquella cuchilla de cercenar gargantas.
—Vaya, qué eficiencia. No es que tenga nada en contra de Claudia o de Javier, ya sabes, pero no tengo que decirte quién es mi instrumentista favorita —y no sé si fui yo, que con los focos en la cara empezaba a ver borroso, pero para mí que le había guiñado un ojo.
“Esto no está pasando”.
La enfermera saltimbanqui, feliz como una perdiz, acercó el aspirador y empezó a salir mi sangre por el tubo translúcido.
—Si se marea no mire —me dijo el cirujano sin apartar la vista de lo suyo—. Y dime, Macarena, ¿cómo te va todo? ¿Qué tal con ese… Joshua, Jonathan, como se llame?
—Johnny. No, lo dejamos la semana pasada.
—Uy, no me digas. Bisturí eléctrico.
—Pues sí —dijo la muchacha acercando algo parecido a un bolígrafo con cordel, como los que hay en los bancos para que ningún desaprensivo se lo lleve—. Estaba harta de darle una oportunidad tras otra. Es el tío más inmaduro que ha pisado la tierra.
—¿Te lo dije o no te lo dije?
En ese momento empecé a escuchar un zumbido y ver por el rabillo del ojo una columnita de humo que me salía de debajo de la mandíbula. Cerré los ojos, pero el olor a mi propia carne quemada me llegó hasta la nariz y tuve que volver a abrirlos. Si me marcaban como a una vaca, por lo menos quería supervisar el trabajo.
—Ay, ya lo sé, doctor, que me lo ha dicho mil veces. Pero es que… —empezó a decir la enfermera.
—Que me llames Julio, y no me trates de usted, que no soy tan mayor. Gasa —el zumbido paró y pude dejar de aguantar la respiración—. Te dije que ese tipo era un sinvergüenza y que tú merecías mucho más. Después de todo lo que me contaste que te hizo, no sé ni cómo no lo mandaste con su puñetera madre hace ya tiempo. Es que me lo encuentro por la calle y le parto la cara a hostias. Tijeras.
—No te pongas así, si la culpa es mía, por ser tan tonta.
—Tonta no, mujer. Errores cometemos todos, y si no mírame a mí.
—Es verdad, ¿cómo va lo del divorcio?
—Pues imagínate. La muy zorra no se ha conformado con quedarse con el apartamento y con la custodia de la niña —el cirujano empezó a dramatizar gestualmente con unas tijeras abiertas en la mano, justo encima de mi cuello expuesto—. Ahora dice que la mitad del chalet de la playa es suyo, y atrévete a decirle que no a la Margaret Tatcher y a la sanguijuela que se ha buscado de abogado.
Aunque prefería con mucho que continuaran la conversación cuando no hubiera instrumentos cortantes cerca de mi piel, opté por no moverme ni gesticular, no fuera que se le escapara un tajo donde no debiera.
—Aquí no se la conocía precisamente por sus buenas maneras. Lo cierto es que nunca me cayó muy bien. Ni yo a ella.
—Envidia insana, es lo que te tenía. A ti y a cualquiera que no le rindiera pleitesía o que no estuviera tan amargada como ella. Mosquito sin dientes —yo esperaba que la enfermera le acercara un bote lleno de bichos, pero en lugar de eso sacó unas tenacitas diminutas—. La verdad es que me está costando mucho tirar para adelante, pero creo que ha sido la mejor decisión que he tomado en mi vida.
—Eso te iba a decir, que a pesar de todo… se te ve como más vivo, más contento, qué se yo.
—Vivo por primera vez en años, Macarena. Estoy deseando acabar todo el papeleo y pasar página de otra vez. Pinza con dientes.
—Dicho así, es que suena tan fácil… Ojalá yo pudiese tomármelo con tanta filosofía, y olvidarme de todo, y salir, y empezar de nuevo…
—¿Y por qué no lo haces? —el doctor paró un momento de hacer lo que dios quiera que estuviese haciendo con mi piel y se quedó mirando a la enfermera.
La chica, ruborizada desde el borde de la mascarilla al gorro de quirófano, se quedó congelada aspirándome la sangre con un ruido desagradabilísimo. Yo miré a la puerta por si aparecía el anestesista, para pedirle que por favor me durmiera del todo y no tuviera que tragarme el culebrón entero mientras me estaban mutilando. Pero no cayó esa breva.
—Pero… ¿el qué?
—Pues eso mismo, que ya basta de lamentarse. Si quieres salir, sal. Por ejemplo, ¿haces algo esta noche?
—N-no. Bueno, tenía que planchar la ropa y llamar a mi madre, pero no tengo por qué hacerlo hoy.
—Pues déjalo para otro día porque ya tienes plan —Gutiérrez se aclaró la voz y levantó las manos con el instrumental, como si fuera un director de orquesta, con un pedazo de piel asqueroso colgando—. Pon esto en formol para Anatomía Patológica. Y ponme una sutura del 2, vamos a cerrar ya —luego se dirigió a mí, hablando muy alto y despacio—. YA CASI HEMOS ACABADO. TODO HA IDO PERFECTAMENTE.
“No, si lo que es oír, te llevo oyendo una hora estupendamente”, pensé, pero no me atreví a intentar siquiera decirlo en voz alta. Sólo moví ligeramente la cabeza para indicar que sí, que me había enterado y todo era gozo y felicidad.
Empezó a coserme la herida, pero yo sólo podía ver la aguja por aquí y el hilo por allá. Estaba bastante hasta las narices de ese señor, pero había que reconocer que se daba su maña (aunque lo mismo era mi impresión, que no sé ni coserme un botón y todavía me parece magia lo que hace mi madre con el dobladillo de los pantalones).
—Corta —dijo el cirujano tirando del hilo.
—No, corta tú —le respondió la enfermera, muerta de risa.
—Noooo, corta tú —le contestó el otro siguiéndole el juego.
“¿Es que aquí nadie tiene ganas de irse a su casa?”
Después de un rato así, al final quedaron en cortar cada uno un extremo y aquí paz y luego gloria.
—Bueno, ya está —me dijo Gutiérrez quitándose los guantes, desde la puerta—. Ya le avisarán con los resultados de los análisis. Los puntos se los quitarán en su centro de salud de aquí a una semana, buenas tardes. Y hasta luego… Macarena.
—Hasta luego, Julio —canturreó la muchacha guardando todos los cachivaches.
Yo estuve allí tumbado hasta que vino el anestesista a rescatarme, sacudiéndose las migas de la merienda.
—¿Qué, cómo ha ido todo?
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El cazador y la presa, Isabel Pérez


Estás respirando demasiado alto, demasiado fuerte. Lo intentas controlar, pero sólo consigues ahogarte. Se te ha olvidado cómo se respira sin pensar. Inspira, y luego espira. Escuchas tu corazón intentando salirse del pecho. Desearías que se callara de una vez antes de delatarte.
Te inclinas hacia delante lentamente, a oscuras, entre los abrigos de mamá. A tu madre no le gustaría que estuvieras allí dentro, ensuciando la ropa con tus zapatillas llenas de barro… pero ella no está aquí para decirte nada. Pones el ojo que no tienes vago en la cerradura del armario y miras a través: desde ese ángulo apenas ves el cabecero de la cama de tus padres. Agudizas el oído y no oyes nada, sólo un pitido continuo en tus oídos, la sangre fluyendo por tus sienes, el tic-tac del despertador en la mesilla de noche, un pájaro lastimero cantando fuera de la ventana. La habitación suena a vacía, y tu corazón se calma un poco dentro de tus costillas.  Piensas que a lo mejor ya se ha encontrado a uno de los otros, que tal vez no venga a por ti esta vez. Que a lo mejor todo ha acabado. El vestido de lino de tu madre te hace cosquillas en la nuca. Hace tanto, tanto tiempo que no se lo ves puesto…
Oyes los pasos acercarse por el pasillo, demasiado pesados para ser sólo de un niño. La puerta cruje al abrirse. Y luego silencio. Aguantas la respiración. A través de la cerradura ves una mano que levanta la colcha y vuelve a dejarla en su sitio. Otra vez silencio. Cruzas los dedos para que no se acerque a ti.
Los pasos se alejan, y cuando dejas de oírlos sales del armario sin hacer ruido. Cierras la puerta tras de ti y reptas por debajo de la cama. Hiciste bien en no meterte  antes, pero has aprendido a moverte para sobrevivir. Sabes que las plantas que esperan a que se las coman… se las comen. Sin más. Tienes una herida en la rodilla izquierda, y duele al arrastrarte.
Cuando apenas si has metido los pies debajo escuchas más pasos y se te congela el pulso. Pero son pasos cortos, pequeños, sigilosos pero torpes, que se paran junto a la puerta.
—Guille —susurras.
Y tu hermano pequeño se agacha para mirar por debajo, con esos ojos tan grandes que le hacen parecer siempre asustado.
—Soy yo, ven —dices y levantas para que entre—. ¿Dónde está Carlos?
—En el desván —contesta Guille demasiado alto, mientras acurruca su diminuto cuerpecito a tu lado entre pelusas.
—Ssssshhhh —empiezas a chistar.
Pero oyes otra vez los pasos. Largos. Tranquilos. Pasos de alguien a quien no le preocupa que le oigan desde lejos. Guille está respirando demasiado alto, demasiado fuerte. Le tapas la boca con la mano y no se queja. Piensas que alguien mayor debería taparte la boca a ti también.
Y los pasos se acercan a ti. Y rodean tu refugio. Y forman una discontinuidad en el hilo de luz que te llega de las ventanas bajo las mantas colgando. Y se detienen frente al armario.
Oyes los goznes metálicos chirriar y una mano que trastea entre telas. Sabes que has hecho bien, que esperando quieta sólo consigues que te coman.
Guille se aprieta contra ti. Te parece que intenta controlar su respiración pero no lo consigue. Apoyas su cabeza en tu hombro, sin soltarle la boca. Es tu forma de decirle que queda poco para que todo acabe.
Los pasos se alejan del armario, y rodean tu refugio, y se dirigen a la puerta. Olvidaste otra vez cómo se respira. Inspira, y luego espira.
Una mano se cuela debajo de la cama y te agarra del brazo. Y lo sabes. Todo ha terminado.
Tu primo Quique te saca dos cabezas y se cree muy listo por haberte pillado.
¡He encontrado a Paula, salid todos! —grita.
Tú refunfuñas y vas a la cocina a poner la cara contra la puerta del frigorífico. Empiezas a contar despacio: uno, siete, doce, diecinueve, veinticuatro. Y luego más rápido: treintiseiscuarentaydoscincuentaycuatroysesenta.
Te das la vuelta y chillas para que te oiga toda la casa:
¡Preparados o no, allá voy!

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Linda, Óscar Hernández


Basado en la canción “Los silencios de Linda” (LITUS)


Otra tarde más en este café. Mis notas, mi portátil y un caramel macchiato. Intento concentrarme, pero Linda no está por la labor. No me deja quitarle su ropa, su piel. No soy capaz de desnudarla del todo. Se resiste.
En este momento está sola en un callejón oscuro. Un hombre la ha venido siguiendo durante algunas manzanas y no sabe qué hacer —desde luego, la situación no pinta bien—. Ha tenido mala suerte. Ha girado en la esquina equivocada y ahora no encuentra una salida, pero ¿cómo puedo arreglar esto? No ha parado de hablarme en varias semanas y de repente, se ha ido. Aunque no debería sorprenderme que tras tantas horas con ella me las pague con silencio.
En el parque, alguien la espera. Un tipo que conoció hace dos noches. Mata el tiempo observando cada detalle en torno al memorial Strawberry Fields mientras tararea algo que se parece a Imagine. A su lado unos chicos están cantando Give peace a chance y más allá un vagabundo yace aferrado a una bolsa de papel que hace invisible a ojos de la policía una agonizante botella de bourbon.
Me quemo la lengua. Siempre me pasa. Además, nunca recuerdo que no tengo sensibilidad térmica en los dedos. Vuelvo con Linda. ¿Qué quiere este hombre? Puede ser un admirador, nada más. Al fin y al cabo ya cuenta con un cierto renombre en los cafés del Greenwich Village. Llama la atención su particular manera de versionar los viejos standards y sus composiciones, siempre tristes pero con ritmo.
En Irlanda era la cantante de una banda. El humo de los pubs le fue rompiendo una voz que terminó de quebrarse al descubrir que la única manera en que podía seguir adelante era dejándose la piel en cada canción. Y con el tiempo no podía entender la música de otra forma, y aprendió a aplacar el sobreesfuerzo de sus cuerdas vocales con un chupito de whisky. También llamaban la atención sus silencios, la mesura en sus palabras al bajar del escenario y sus ojos, verdes.
Aquel tipo apareció en el bar. Gris, casi invisible. Solamente levantaba la vista de vez en cuando para pedir al camarero otra copa. Linda estaba en el escenario.

Al terminar su actuación se acercó a la barra. Pidió un chupito de whisky y se cruzaron sus miradas. Hubo un instante de luz. Silencios. Besos con sabor a nervios. Bagels para desayunar junto a la boca de metro de Brodway con la 72. Una cita.

A ver, Linda. ¿Qué vas a hacer? ¿Qué quiere este tipo que te está siguiendo? ¿Estás preocupada por el turista que te ligaste la otra noche? Te está esperando en el parque. Está empezando a pensar que no vas a ir, que lo has utilizado.
Digamos que el tipo se acerca lo suficiente y te habla. No sé qué hacer… Si viene de buenas quizás esto pierda interés. Si viene de malas podría ser demasiado trágico, y no todas las historias de amor deben terminar así. Pero bueno, ¿es esto una historia de amor?
—Oiga, señor. ¿Está ocupado este sillón?
—No…
Joder. Será por sitios en este café. Otra estudiante de Erasmus, con todos sus accesorios: mochila sobredimensionada, diccionario, zapatillas Converse con evidentes signos de haber andado mucho camino… ¿se parece a Linda? Desde luego, tiene los ojos verdes como ella. Pero no. No es ella. Solo es una chica que también viene a hacerse la interesante al café con su portátil, como yo.
—¿Puede ayudarme con el cable de mi laptop?
Dios... Déjame en paz.
—Sí. Dame…
—Gracias. ¿Qué escribe?
—La lista de la compra…
—Yo estoy escribiendo una novela. He venido aquí para documentarme.
Coño… Competencia.
—Bueno, yo estoy escribiendo un cuento, creo.
—¿Sobre qué?
—¿Y tu novela, de qué va?
—Yo he preguntado primero.
—Sobre amores imposibles.
—Uhm… qué típico.
Encima…
Al final me cambiaré de sitio.
Parece que se concentra. Voy a intentar seguir.
Linda, a ver. Estás en el callejón. Te ha alcanzado este tipo que te venía siguiendo. ¿Qué hacemos contigo?
—Yo la dejaría escapar. Acudir a la cita.
Uf. Será cotilla…
La culpa es mía por dejar abierto el cuaderno de notas.
—Gracias. Es lo que estoy pensando, pero no sé si la historia lo merece.
—Vaya, ¿Qué quieres? ¿Vas a matar a tus personajes?
No respondo, a ver si me deja en paz. Hago como que me concentro mientras escribo estas líneas. ¿Quién será esta chica? ¿Por qué siempre me toca a mí aguantar a los pesados de turno? Quizás tenga que dejar de venir a hacerme el interesante a las cafeterías. Voy a fumarme un cigarro…
—Oye, te importa echar un ojo a mis cosas. Voy a fumar.
No problem. Go ahead.
Enciendo el cigarro. Rebajo la ansiedad con la primera calada. La gente pasa a un lado y al otro de la calle, indiferente. ¿Qué estoy haciendo en esta cafetería? ¿Y esta chica? ¿Por qué se ha sentado a mi lado? ¿Y si quiere robarme mis cosas? Mierda, mi historia. ¿Y si me la roba? ¿Y si escribe una novela increíble y se hace rica a mi costa? Otra calada. La nicotina empieza a hacer su efecto. En fin, solo es una chica con ganas de hablar. Pero se parece a Linda… O no. Al fin y al cabo ella solo está en mi imaginación. No tiene cara, ni cuerpo. Solo es el personaje de este maldito cuento que se me está atragantando. Pero, y el tipo del bar ¿soy yo? ¿Soy, quizás, el que la está siguiendo?
Esto no me pasaba antes, cuando escribía en casa, de noche. La combinación entre el silencio y luz de las farolas colándose por las rendijas de la persiana entreabierta era mi ambiente perfecto, y sin embargo ahora llevo viniendo tantos días a esta cafetería que he perdido la cuenta. Y no consigo avanzar. Quizás, como Linda, esta historia haya llegado a un callejón sin salida. Tal vez sí que quiera matar a mis personajes y hacer como si nunca hubieran existido.
Se me termina el cigarro. Enciendo otro. Respiro. Me intoxico.

Al volver reviso que está todo en orden. La chica me dirige una mirada risueña. Me ha estado mirando así todo el rato. Me siento y vuelvo a mi historia. El tipo del parque tiene que estar ya cansado de esperar. Y Linda, congelada en aquel callejón oscuro, asustada, mientras yo alargo este momento no sin cierta crueldad.
            Tengo demasiadas preguntas. No puedo seguir. Estoy atascado. Creo que he perdido mi toque. ¿O serán las circunstancias? No tengo ánimo de recibir otro “no” de la revista. Otro “está bien, pero debes tratar de darle un poco más de ritmo a esta historia, y, como siempre, condensa, que te extiendes demasiado en las descripciones”. Mi tolerancia a la frustración está llegando a su límite. Me hace mella en el ánimo de seguir con esto. Y esta chica no para de escribir… ojalá recuperara yo esa soltura. Recuerdo las primeras luces, cuando todo eran palabras e historias apasionantes. Recuerdo mis sentimientos, ante cada situación que imaginaba: Angustia, felicidad, tristeza… Sin embargo ahora me siento plano. Vacío.
            Tal vez deba tomarme unas vacaciones, desconectar del mundo y viajar, como esta chica. En serio ¿por qué se habrá sentado justo a mi lado? Hay muchas mesas y sillones libres. Es guapa, ciertamente. Y parece interesante. Se parece a Linda, definitivamente. Quizás deba intentar seguir hablando con ella. Dicen los cursis que nunca se sabe donde puedes encontrar el amor, y yo llevo demasiado tiempo solo. Tal vez pueda encontrar un final para esta historia. Se ha enfriado mi café.
—Perdona, chica… ¿Cómo te llamas?
—Linda.
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La quimera de Rosalía, Rodolfo Garrotín


El precio del trigo ha vuelto a bajar. Y el del pollo. Y el de la leche. Ya no cubro gastos. Pero voy al supermercado y está la harina por las nubes. Hay que acabar con esto. Malditos empresarios de la intermediación. ¿Y los distribuidores? Les quemaría sus hipermercados después de vaciar sus máquinas registradoras. Dejaría sólo las monedas de céntimo, que molestan mucho. O mejor, las fundiría y las vendería en una chatarrería ahora que el cobre cotiza alto gracias a los ciudadanos de Rumanía.
Hay que hacer algo. Es necesario concienciar a mis colegas, a los consumidores y a los animales. Para animar a los agricultores pediré una reunión de la asociación local y hablaré sin tapujos. Seguro que entenderán que esta situación es mala para todos. Convencidos todos, habrá que convencer a los mandamases de la patronal. ¿A los mandamases de la patronal? ¡Pero si ninguno sabe lo que es un terrón! ¡Pero si están subsidiados por el Estado! No, aquí no hay nada que rascar. Mejor será que me olvide de ello.
Será mejor convencer a los animales, a estos animales. Que no den tanta leche. Que no engorden tanto. ¿A los animales? Con los animales no hay nada que hacer; son conscientes de su destino y no tienen sentido de la dignidad. Les da igual el precio al que sean vendidos.
Empecemos mejor por explicar la solución a los ciudadanos y que ellos decidan. ¿Cómo llegar a ellos? No es posible cambiar el estado de cosas sin cambiar las conciencias. ¿Escribo un libro? ¡Bah! ¿Quién iría a leerlo? Me haré un perfil en Twitter. No, imposible. Hasta que otros usuarios me conozcan, me sigan y propaguen mis mensajes pasará demasiado tiempo.
Sí, a los ciudadanos habrá que llegar a través de la prensa. No hay otra solución, ni otra forma de aproximarles a la injusticia.¿A través de la prensa? Imposible. ¿Cómo convencerlos de que publiquen noticias que vayan en contra de sus anunciantes? ¿Cómo conseguir que medios de orientaciones ideológicas opuestas se pongan al servicio de la realidad y no den interpretaciones distintas de este hecho innegable? Bastará con que uno diga blanco para que el contrario diga negro ¿Cómo conseguir, al menos, que los periodistas entiendan lo que es un agricultor, un intermediario y un distribuidor? Eso sí que es imposible, decididamente imposible. ¡Si tienen la cabeza hueca y la mano adiestrada! No se puede contar con la prensa.
No valen los libros, ni Twitter, ni la prensa. No hay forma de llegar a los ciudadanos. Qué más da. Total, no distinguen el sabor de un tomate del de un calabacín. En realidad, no son sino una masa desinformada y endeble.
            Y, ¿entonces? Entonces mejor quedarse quieta, vender la granja, asar los pollos y congelarlos, convertir la leche en queso y meterlo en aceite, regalar las vacas a quien pueda darles de comer y hacerse dirigente. Tendré que pasar por imbécil y besar a ancianas y niños, pero viviré bien...