Google+ Taller de Escritura Creativa de Israel Pintor en España: enero 2017

El consuelo, Francisco Argüelles

Salieron de consulta con el médico. Pablo ayudó a Inés a subir al auto porque el peso de su vientre complicaba su movilidad. Inés tenía ocho meses de embarazo. Habían esperado siete años desde que tuvieron a su único hijo. Iban conversando de regreso a casa.
—Angelito está muy contento porque va a tener un hermanito  —dijo Inés a Pablo.
—Esperemos que no se ponga celoso cuando nazca el bebé —contestó Pablo.
—Oye, no te vayas por la colonia Iturbide, ya ves que han pasado cosas muy feas por ahí.
—No, mujer. Me voy a ir por Lázaro Cárdenas, aunque el tráfico va a estar pesado.
—No importa.
Y se fueron platicando. Hablaron como otras veces del nombre del bebé, que ya sabían que era varón; de escuelas donde el niño podría hacer el kínder y la primaria; se preguntaron si debían construir otro cuarto o decirle a Angelito que compartiera el suyo con su hermano. Del dinero y de los gastos también hablaron. Pero en ese tema la conversación se convirtió en una discusión áspera porque a Pablo no le estaba yendo bien e Inés no trabajaba. Después de unos minutos en silencio, Pablo acarició una mano de Inés y le pidió que no se preocupara por eso de momento. Él prefería concentrarse en lo guapa que ella se veía ahora que el bebé estaba por nacer. Pasó de acariciarle la mano a levantarle el vestido para apretar suavemente uno de sus muslos.
Llegaron a su casa. Inés se adelantó y subió las escaleras para ir directo al baño. Pablo escuchó el ruido de la televisión que provenía de la recámara de Angelito y se fue directo a su propia habitación para disponer la cama. Cuando Inés se reunió con él preguntó por Angelito y Pablo le dijo que el niño estaba en su recámara viendo la tele. Se acostaron. Eran las seis de la tarde, ya oscurecía. Después de un rato de sexo y de caricias, ambos cerraron los ojos. A los pocos minutos Inés empezó a roncar suavemente y Pablo la miró con ternura. Volvió la vista hacia el techo como queriendo poner su mente en blanco. Los ojos se le empezaban a cerrar cuando escuchó un motor violento y unos rechinidos de llanta que lo alarmaron. Se levantó. Plegó lentamente el borde de la cortina para poder asomar un ojo por la ventana. Lo que vio le dilató la pupila: cuatro hombres armados con cuernos de chivo, veinteañeros, irrumpieron en la casa de enfrente, que era de su compadre Ayala. El chofer del convoy esperaba en una camioneta con vidrios polarizados.
—¿Qué ocurre, Pablo? —preguntó Inés somnolienta.
—Shhh, no hables fuerte, Inés. Hay un comando armado en la casa de mi compadre Ayala.
—¡Jesús! —exclamo Inés mientras trataba de sentarse en la cama.
Pablo observó al chofer de la banda: usaba lentes obscuros y estaba encaramado en su asiento fumando un cigarro. Pablo aguardó intentando buscar –o más bien encontrar– a otros vecinos que también fueran testigos de lo sucedido, o a alguien que enfrentara al comando.
Vio a su compadre salir delante de uno de los bandidos que le apuntaba por la espalda con el cuerno de chivo. Con los brazos arriba, el compadre Ayala lloraba y suplicaba. El verdugo le respondió con un golpe en la cabeza que lo hizo tambalearse.
—Hijo de la chingada —murmuró Pablo.
Durante unos segundos a Pablo se le vinieron a la mente recuerdos de cuando siendo niño iba al parque  a jugar con su compadre. También se acordó de cuando llevaron serenatas a sus primeras novias. Sintió un sudor frío en la cabeza: se acordó de su pequeño hijo. Inés intentó mirar a través de la ventana, pero Pablo se lo impidió, alejándola del cristal:
—Ve a ver al niño, que no vaya a salir —ordenó Pablo.
—¡El niño! —exclamó Inés agarrándose el cabello.
El compadre Ayala fue trepado a la cajuela de la camioneta. Después vio salir de la casa al segundo delincuente que tiraba del brazo a la esposa de su compadre, quien lloraba con desconsuelo. El delincuente ayudó a la señora a subir a la cajuela donde ya se encontraba su compadre.
—No está, no está —gritó Inés desde el cuarto de Angelito.
— ¡Pero si escuché que estaba viendo la tele!
Pablo se horrorizó cuando vio a los otros dos delincuentes salir de la casa de su compadre con dos niños. Uno era su hijo Ángel y el otro el hijo de su compadre. Los pequeños caminaron hacia la cajuela con las manos en la nuca y el rostro serio, sin entender lo que pasaba. Angelito miró pavorido hacia la recamara de sus papás. Pablo sintió que la angustia lo carcomía. También sintió mucho miedo. No supo qué hacer. Dudó si decirle a Inés que el niño estaba siendo secuestrado junto con los Ayala. Ella en ese momento entró al cuarto. Pablo se alejó de la ventana y se dirigió a su esposa.
—Pablo, el niño no está —dijo Inés, agitada.
—Inés…
— ¿Qué ocurre?
Pablo la miró con ojos vidriosos y se quedó callado. Deseó profundamente regresar en el tiempo para entonces poder entrar al cuarto de su hijo al llegar a casa esa tarde, asegurarse de que estaba y permanecería allí.
            —Es que… el niño estaba en la casa de mi compadre y los hombres se lo están llevando también —contestó Pablo afligido.
Inés estalló en llanto. Sintió el peso del mundo encima. Él trató de contenerse pero no pudo. Empezó a sollozar. Pablo bajó la cabeza y su vista se encontró con el voluminoso vientre de Inés. La abrazó.   
            —¡Sal y tráelo! —exigió Inés y evitó el abrazo de Pablo.
Pablo tenía la boca seca. El sabor de la angustia le entumía la garganta. También tenía mucho miedo, un miedo que no podía confesar a Inés.
—Esta gente no entiende, me van a matar.
—Diles que nosotros no tenemos nada que ver con los asuntos de los Ayala.
Pablo guardó silencio. Entonces Inés salió de la habitación. Él quiso asirla pero la desesperación de ella se transformó en una fuerza mayor. Inés corrió hacia las escaleras y Pablo fue tras ella. Inés gritó el nombre de su hijo. Antes de que ella pudiera abrir la puerta, Pablo estiró el brazo para taparle la boca y la jaló hacia atrás. Perdieron el equilibrio. Pablo siguió tapando la boca de Inés con fuerza. Tenía la palma de la mano y los nudillos mojados de lágrimas. A lo lejos se escuchó que la camioneta del comando arrancaba y se marchaba.
—¿Por qué no saliste, Pablo?
—Vamos a recuperarlo.
Inés abofeteó a su marido. Y ahí se quedaron tumbados detrás de la puerta. Llorando. Pablo se aborreció cuando un pensamiento vergonzoso le brotó de pronto como un  consuelo: al fin y al cabo ya viene otro hijo en camino. 

Actualmente Francisco Argüelles cursa un ciclo de Coaching Literario en línea, vive en Texas, USA.
Se forma como narrador,
 empieza a cultivar el cuento. Este cuento tuvo la cualidad de dejar pensativos
a sus amigos y familiares. ¿Qué efecto tuvo en ti? Comparte tus comentarios en esta entrada.

La cuenta, Alfonso Pino

Siete de la tarde y entro al café. Ocupo la primera mesa que encuentro disponible.  Me siento con la espalda apoyada en la pared y en cuanto el mozo se acerca ordeno lo de siempre.
Mientras espero que el mozo me traiga el pedido observo a mi alrededor.  En la mesa a mi derecha, un par de señoras, que habían pasado no hace mucho los sesenta años, conversan alegres, animadamente y me de gusto ver como disfrutan la vida.  A mi izquierda, mesa por medio, una pareja de jóvenes, de no más de veinticinco años, dejan que se enfríe el café que tienen al frente, mientras con ambas manos entrelazadas a través de la mesa, sólo tienen tiempo para enamorarse sin importar lo que sucede a su alrededor. Parecen como tantas otras parejas que se juntan a conversar de diversos temas: la película que van a ir a ver, el libro que están leyendo, lo que van a hacer el fin de semana, detalles del próximo viaje para el cual ya tienen los pasajes comprados, de los arreglos que deben hacer en su hogar o de los hijos.
Al frente, algo en diagonal y a una distancia de dos a tres metros, una pareja de entre treinta y cinco y cuarenta años, están consumiendo cada uno un café. Ella, a la que veo de perfil come un trozo de pie de limón, del cual se ha servido un par de bocados.  Él, sentado en el lado opuesto, a quien puedo ver casi de frente, acompaña el café con una porción de torta de chocolate que está intacta. A la primera mirada esta pareja no llama mi atención. La distancia y el ruido ambiente, típico de un restaurante, me impiden escuchar lo que conversan. Él habla sin parar, como diciendo un monólogo, ella lo escucha atenta, sin interrumpirlo, con los brazos a veces cruzados o bien puestos sobre la mesa y en algunas ocasiones baja la mano izquierda para rascarse las rodillas y alisarse un poco el vestido. El rostro de él que, al observarlo con más atención, me parece el de una persona molesta, quizás muy molesta con quien tiene al frente.  Comienzo a sentirme incómodo cuando él se da cuenta de que los estoy observando.  Para disimular saco un lápiz y mi libreta de apuntes, comienzo a tomar notas de lo que observo, mientras que de reojo sigo curioseando lo que pasa con ellos.  Me siento como un intruso que tiene pegada la oreja a la puerta de sus vecinos, me cuesta separar la vista de esta pareja. Él tiene los pies cruzados;  agita el derecho en señal de nerviosismo. El movimiento de ese pie parece conectado con sus manos: mientras más rápido lo mueve, más rápido señala a la mujer con el dedo índice de la mano derecha.  Ella está tensa, tiene la espalda recta, apenas rozando el respaldo de la silla, el mentón levantado.  Cuando él, con el torso del cuerpo inclinado sobre la mesa, la señala con el índice acusador, ella responde señalándose a sí misma con ambas manos como  preguntando ¿entonces la culpable soy yo?—, a lo cual él reacciona asintiendo con la cabeza y agitando aún más rápido el pie derecho.
No se cuántas veces él la acusó, pienso que todas por situaciones distintas y a todas, ella responde de la misma forma pidiendo que le confirme que es la responsable, hasta que llega un momento en que no quiere escuchar nada más y, ante un nuevo dedo índice acusador que la señala como culpable, se cubre los oídos con las manos, próxima a estallar en llanto, como con deseos de arrancarse de ese lugar.
Él, al percatarse de que ella se va a retirar, se aleja de la mesa, agita sus manos como indicándole que están conversando en paz, trata de contenerla.  Ha perdido el control de la situación, ahora lo tiene la mujer. El hombre pide urgente la cuenta mientras busca en los bolsillos de la chaqueta su billetera, palpa los bolsillos de su pantalón, vuelve a revisar la chaqueta y se da cuenta de que no la tiene. Encoje los hombros y le muestra las manos vacías.
La mujer, que ahora se encuentra sentada de lado, por lo que puedo ver mejor su rostro: tiene la frente fruncida, niega con la cabeza y aprieta los labios.  Con esfuerzo comienza a sacarse un anillo del dedo anular de la mano izquierda y, con el índice de su mano derecha, le indica a él que ponga también el suyo sobre la mesa. Una vez que se quita el anillo se pone de pie, toma la cartera, el celular y unos lentes, le muestra el dedo despojado del anillo como diciendo:
De esto, yo no soy culpable.
Y se va hasta donde se encuentra el mozo, a quien algo le dice y le entrega el anillo.

Alfonso Pino es chileno y actualmente cursa un ciclo de Coaching Literario en línea.
Este cuento fue resultado de sus esfuerzos por dominar el género. A que es bueno...
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El encuentro, Francisco Argüelles

A la memoria de Carmen Fayad Serna

Salí de la casa de Roberto, uno de mis mejores amigos de la infancia. Él me había invitado a comer y a conocer a su familia, pero solo estuve un rato con ellos porque me sentí incómodo entre tanta felicidad. Al llegar a la esquina de la cuadra pude ver el sitio en donde estuvo la casa de mi abuela. Esta casa tenía un largo balcón con unas mecedoras oxidadas donde mi abuela y mi madre se sentaban a platicar todas las tardes. Mi madre le contaba a mi abuela los últimos chismes del pueblo mientras acariciaba a su perro dorado. Ella escuchaba atenta y de cuando en cuando soltaba una carcajada suave. Estos recuerdos me aceleraron el corazón y me mantuvieron abstraído. No quería estar en la ciudad donde la vida me pasaba factura con puros fracasos: mi matrimonio y mi familia se habían ido al carajo, la última mujer que tuve me dejó por un muchacho veinte años más joven y un venezolano me había ganado el puesto de gerente en mi empresa. Tenía diez días de vacaciones. Se me ocurrió que podía visitar a mi hermano en Mazatlán, pero me acordé que tendría la casa llena con la familia de su suegra. Y con mis hermanas, ni de broma: teníamos años sin una buena relación. Un impulso desconocido me llevó a tomar un camión hacia Huejutla y aquí estoy, frente al edificio donde había estado la casa de mi abuela.
Pensé en visitar el panteón en donde están enterrados mis abuelos y mis padres, pero la idea me entristeció, así que decidí moverme para otro lado. Me fui al centro. Caminé por la calle de las papelerías antiguas y me encontré  a Pepe el gordo, con quien había tenido una riña callejera en la secundaria. Nos saludamos sin rencores. Me presentó a su esposa y a su kínder de cinco chamacos. Después de unos minutos de charla me despedí y me fui al puesto de periódicos. Lo atendía un adolescente moreno con el rostro carcomido por el acné, que veía embobado un pequeño televisor y mascaba chicle con la boca abierta. Eché un vistazo rápido a los periódicos. Exhalé aburrido. Me di media vuelta y volteé hacia la catedral de piedra. Me quedé helado al reconocer a la anciana que estaba en el portón interrumpiendo el paso de las personas. Me miraba fijamente. Me froté los ojos, no sabía si era una alucinación o no. Me llamó a su encuentro.  Crucé la calle y me paré frente a ella.
—¿Abuela?
—Sí, Antonio, soy yo –me dijo con una sonrisa tierna.
—Pero… ¿Cómo es posible que estés aquí?, ¿he muerto?
—Estamos en planos diferentes –me acarició la cara.
La examiné. Lucía un pelo cano y corto: hermosa. Toqué su piel arrugada, sus labios bien pintados de rojo. Iba elegante: blusa rosa, saco negro y en el pecho un dije de la virgen María. Usaba una falda negra de largo hasta las rodillas y unos zapatos de tacón, bajitos. Nos abrazamos. Olía a crema de rosas y lanolina. Le di un beso. Era ella.
Levantó sus brazos y de sus manos salió una luz blanca intensa. El paisaje se distorsionó,  luego giró durante un  rato  hasta que se detuvo y acabó siendo como cuando yo era un niño: boquiabierto, vi sobre las bancas de piedra de la catedral a las campesinas cargando canastas de enchiladas, mas allá, al centro de la plaza, las muchachas de las aguas frescas y los dulceros vendiendo trompadas, pepitorias y gelatinas de atole de guayaba; tordos graznando en bandadas y yendo rítmicamente de un árbol al otro. Y escuché de fondo la música de huapango de don Nicandro proveniente de un puesto de casetes piratas.
—¿Te gusta, Antonio?
—Sí, abue, mucho.
—Llévame a la iglesia, quiero rezar.
Nos colocamos en la primera banca. Mi abuela se arrodilló y miró fijamente al enorme cristo del altar. Se puso a orar, quedito.
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…. —entre sus murmullos escuché—: Por el alma de Antonio Ponce te pido, señor, Dios te salve María llena eres de gracia… Señor, perdona a mi nieto y permítele disfrutar de tu gloria, Cristo: apiádate de él.
Empezó a llorar. Se me partió el alma. Me puse inquieto. Me avergoncé pero no me arrepentí de nada. Ella se puso de pie y se enjugó las lágrimas. Me abrazó. Me sentí contento como no había estado en mucho tiempo.
—¿Qué haces aquí, abue? ¿A qué viniste?
Mi abuela se quedó callada.
—Tengo que irme, Antonio.
—No te vayas, abuela. Te necesito.
Mi abuela comenzó a flotar. Un viento la alejó de mí. Pedí a gritos que no se fuera, tan fuerte que me faltaba el aire.
Me despierto y siento decepcionado. Haber estado con mi abuela fue maravilloso. Checo mi reloj. Son casi las nueve de la mañana. Escucho a una de las mucamas del hotel aspirando el pasillo. Mientras me baño vuelvo a preguntarme qué diablos hago en este pueblo otra vez.  Salgo a pasear para despejarme, como queriendo encontrar en las calles la respuesta a mis preguntas. En el mercado me encuentro a Roberto, a quien no veo desde hace veinte años. ¿Será posible? Me pregunto. Me invita a comer a las tres de la tarde para conocer a su familia. No me cree cuando le cuento que la noche anterior he soñado con él, precisamente con que me había invitado a comer a su casa. Soy puntual pero solo estoy un rato porque me asusto al comprobar que todo es exactamente igual que en el sueño: también mi hastío. Preso de la curiosidad, voy directo al centro, pasando por la esquina desde donde puedo observar el sitio donde estuvo la casa de mi abuela. Camino por la calle de las papelerías antiguas y ¡su puta madre!, aparece Pepe el gordo, su esposa y sus cinco hijos. Como ya sé que no hay rencores, acelero el paso hacia el puesto de periódicos sin esperar a que Pepe termine de hablar. Le digo que me disculpe la prisa, que me da gusto verlo. En el puesto masca chicle el adolescente carcomido por el acné, ignoro los diarios y desde allí busco a mi abuela entre la gente que se apelotona en la catedral.
En el portón metálico hay una anciana que viste exactamente como en el sueño. De golpe entiendo mi viaje a Huejutla: el encuentro con mi abuela es una nueva oportunidad. Mi abuela quiere que dios me perdone y que yo me arrepienta para vivir feliz. Corro y le grito para alcanzarla porque se mete a la iglesia sin mí, pero antes de que pueda cruzar la calle y ver su rostro siento un gran peso que se estampa en mis costillas y…
Actualmente Francisco Argüelles cursa un ciclo de Coaching Literario en línea, vive en Texas, USA,
donde hace un doctorado en ingeniería. Se forma como narrador, siente una gran atracción por el cuento,
género que empieza a cultivar con enjundia. Prueba de ello este interesante cuento, inspirado en
"La rueda" de Ampáro Dávila. Si te gustó déjanos saber lo que opinas en los comentarios de esta entrada.

Convocatoria primavera 2017


Enero, 2017

El Taller de Escritura Creativa convoca a inscripciones para el siguiente ciclo de la temporada primavera 2017. Estas son las bases:
    Podrán inscribirse todas las personas interesadas en la literatura, particularmente en la narrativa desde una perspectiva creativa y analítica. Se ofrecen plazas para ingresar a los cursos:

    12 sesiones
    presencial / grupal
    miércoles 18 a 20 hrs.
    inicio de clases: 1 de febrero 2017
    12 sesiones
    presencial / grupal
    lunes 18 a 20 hrs.
    inicio de clases: 6 de febrero 2017
    12 sesiones
    presencial / grupal
    viernes 18 a 20 hrs.
    inicio de clases: 3 de febrero 2017
    12 sesiones
    presencial o en línea
    individual
    tú eliges horarios
    350€
      La inscripción se hace rellenando el formulario de la sección “Inscripción” de este blog. 

      Una vez enviado el formulario de inscripción, el alumno habrá de efectuar el pago a través de cualquiera de los siguientes métodos:
      • Trasnferencia bancaria (Santander / IBAN: ES12 0049 0606 1021 9192 3671 / Titular: Jaime Israel G. Pintor Morales). El alumno habrá de enviar el comprobante de pago o notificar la transferencia por correo electrónico a la dirección: israelpintorm@yahoo.com; o a través de cualquier medio indicado en el apartado "Contacto" de este blog.
      • Con tarjeta de débito o crédito a través de la pasarela de pago PayPal (no es necesario tener cuenta PayPal). Para ello habrá de ir al apartado "Pagar" de este blog.
      • Usando el saldo de tu cuenta PayPal (es necesario haber transferido saldo a tu cuenta PayPal desde tu cuenta bancaria), dando clic a uno de los enlaces siguientes, según el importe a pagar:
      Curso de iniciación, intermedio u avanzado:
      https://www.paypal.me/israelpintor/200
      Coaching literario:
      https://www.paypal.me/israelpintor/350
      Si se realiza el pago a través de PayPal, ya sea con tarjeta o saldo, no es necesaria la notificación del pago por correo electrónico, ya que el sistema requiere datos de identificación.

        La plaza será reservada, única y exclusivamente cuando sea efectuado y comprobado el pago.
          El periodo de inscripción abarca desde la fecha de publicación de esta convocatoria y hasta el domingo 1 de febrero.

          Las clases darán inicio entre el 1 y el 6 de febrero.

          Todas las clases presenciales en grupo se impartirán un día a la semana, en sesiones de dos horas, en Ronda de Capuchinos 4, escalera 3, local 1, 41003, (aula A3), frente al Centro Cívico San Julián, en el Casco Antiguo de Sevilla, esta locación corresponde al centro de formación artística Aires Creativos, que acoge al Taller de Escritura Creativa, convirtiéndose en su nueva sede oficial.

          Todas las clases presenciales e individuales de Coaching literario se impartirán en las fechas y horas pactadas entre el alumno y el profesor, en un aula privada ubicada en c/Constantina 15, 1A, 41008, Sevilla.

          Los horarios son susceptibles de cambio en función de la conveniencia grupal y el bienestar general de los participantes, siempre que todos los integrantes del grupo lo acuerden durante la primera sesión del curso, cuya fecha y hora está fijada en esta convocatoria. Quiere decir esto que el interesado habrá de asistir a la primera clase en el horario y el día indicado en la presente convocatoria, y que dicho horario podría cambiar si por conveniencia del grupo se decidiera, ajustándose a las necesidades de todos, permitiendo la asistencia.

          El coordinador se reserva el derecho de apertura y organización de grupos.

          Parte de las clases irán enfocadas a preparar al alumno para la publicación de sus textos a través de una antología. En 2015 se publicó en papel Cada quien su cuento, nuestra primera antología de narrativa.

          Cualquier aspecto no resuelto en esta convocatoria se solucionará a través de correo electrónico: israelpintorm@yahoo.com

          Conoce las opiniones de otros alumnos sobre los cursos del Taller de Escritura Creativa.