Todos los escritores parecen tener su propia teoría del cuento. Como quien dice: cada cual tiene su propia forma de matar las pulgas. Y el truco está en matar la mayor cantidad de ellas, de la manera más original.
Para transmitir esas teorías, algunos escritores recurren a las metáforas. Quizá las más famosas sean las que aportó Julio Cortázar, quien dijo que el cuento es como una pelea de box en la que el escritor le gana al lector por nocaut, mientras que la novela se gana por puntos, es decir, si se logra que el lector llegue al final del libro.
Recordemos que Cortázar tradujo los cuentos completos de Edgar Allan Poe y que algo tuvo que aprenderle al maestro de Boston, quien acuñó la famosa teoría de la “unidad de impresión”, es decir, en la que todos los elementos del texto deben estar al servicio del final sorpresivo del cuento, en el que el lector debe quedar maravillado, sorprendido o aterrorizado. Esta es la forma del cuento tradicional que todavía utilizamos cotidianamente, por ejemplo, para contar un chiste.
Sin embargo, años después de que estas ideas se volvieran moneda corriente, al otro lado del mundo, en Rusia, un señor llamado Anton Chéjov parecía querer llevarle la contraria. Chéjov escribía muchos cuentos, porque tenía que comer y no sabía hacer otra cosa. Los publicaba en el periódico y por eso tenía que ceñirse a un espacio reducido. Pero resulta que en sus historias aparentemente no sucede nada. Nada de sorpresas, nada de terror, nada de chistes. Sin embargo, uno termina de leerlos y se queda con una sensación semejante a la que se debe tener cuando te abren el estómago de una cuchillada y te estás desangrando, pero sin que sientas el mínimo dolor, apenas un airecito, como un escalofrío.
Sin embargo también coincidía con Poe en el sentido de que todos los elementos que se mencionen en el cuento deben tener una utilidad. Por ejemplo, si en el primer párrafo se menciona que hay un clavo en la pared, al final ese clavo debe servir para que el protagonista cuelgue en él la cuerda con la que se va a ahorcar.
Años después, otra vez en Estados Unidos, Ernest Hemingway explicaría mejor la sensación que provoca una técnica como la de Chéjov. Decía que el cuento es como un iceberg, en cuya punta apenas se muestra un veinte por ciento de la historia, mientras el restante ochenta por ciento permanece escondido bajo la superficie, pero es el que en realidad sostiene todo el cuento.
Pero volviendo a Cortázar, el argentino también decía que el cuento es a la fotografía lo que la novela es al cine. Es decir, el cuento apresa apenas un instante, una rebanada de realidad, mientras que la novela se desarrolla en el tiempo y puede incluir muchísimas cosas, crecer y crecer hasta tratar de abarcar toda la realidad, y si no que le pregunten a James Joyce.
De esta forma, el cuento se desarrolla en profundidad, mientras que la novela lo hace en extensión. El cuento es como sumergirse en una fosa profunda sin tanque de oxígeno. Si quieres escribir cuento tienes que prepararte para aguantar la respiración, sumergirte y ver la mayor cantidad posible de cosas en el fondo de la fosa, volver a la superficie y contar lo que viste. Escribir novela es como bucear con tanque, donde el chiste es ver la mayor cantidad de cosas y registrarlas para crear o recrear un mundo, con sus propias reglas. Escribir cuento es como correr los cien metros planos, mientras que la novela es un maratón. Muchos creen que si escriben cuentos se están preparando para hacer novela, pero las preparaciones no son las mismas. Cuando alguien confesaba que estaba escribiendo una novela, Augusto Monterroso le propinaba un: “¡Ah, entonces se está preparando para escribir cuento!”
La primera versión de un cuento debe escribirse de una sola sentada y no en varias sesiones, a fin de captar y registrar de una sola vez todo el tono y el ambiente de la historia, los personajes y la estructura. La novela, por lo mismo, es una cuestión de largo aliento, y el reto allí es mantener el tono, la tensión y el interés a lo largo de muchas páginas. Los cuentos con los que he quedado más satisfechos son aquellos que escribí casi a fuerzas, porque no podía hacer otra cosa que escribirlos. Era en ese momento y no en otro.
Por ejemplo, uno de mis cuentos se me ocurrió mientras veía una corrida con una mujer toreando en la Plaza México. Llegué a la casa, ya muy noche, achispado por la bota de vino tinto, lo escribí y me dormí. Al otro día, lo leí y nada más tuve que cambiarle unas cuantas comas. Otro lo escribí después de que me pasé toda la noche pensando en la forma en que podría contar la historia. Finalmente, me quedé dormido. Pero al abrir los ojos al día siguiente, me asaltó una idea y me dijo: “arriba las manos, esto es un cuento” y me obligó a escribirlo. Y así por el estilo.
Sin embargo, las metáforas acerca del cuento no resultan suficientes para entender a cabalidad cuáles son los elementos que lo caracterizan como género literario. El escritor mexicano Gerardo de la Torre decía en su taller de la SOGEM que el cuento está conformado por tres elementos: uno, la historia o anécdota; dos, la estructura o tratamiento, y tres, el lenguaje o estilo. Si estos tres elementos se conjugan adecuadamente, se tiene un cuento, pero si se integran magistralmente, tenemos un gran cuento.
Vayamos por partes, entonces. La historia o anécdota es la sucesión de hechos que acontecen en un cuento. En este sentido, sólo hay cuento si tiene una historia o anécdota que contar, así sea mínima. No importa si es extraordinaria o cotidiana, sino que exista. En este sentido, se puede contar una batalla épica de la manera más aburrida, a pesar de que los acontecimientos sean interesantes por sí mismos, insólitos o extraordinarios. Y se puede contar la historia de una piedra de una manera interesantísima, siempre y cuando se haga adecuadamente.
Con esto se quiere decir que para el cuento no hay tema menor o deleznable, sino escritores que no saben contar. Recuerdo que cuando estudiaba la secundaria, una amiga mía escribió la historia de un cerillo. Sí, la historia de un cerillo que esperaba el día en que lo sacaran de la caja y le encendieran la cabeza. La historia la publicó en el periódico escolar y duró como veinte capítulos. Al final, todos nos pusimos a llorar por el triste fin del cerillito. A esto me refiero con que no hay temas menores sino escritores limitados.
Aquí es donde entra en juego el siguiente elemento que conforma el cuento: la estructura o tratamiento Si ya tengo una historia, ahora ¿cómo la cuento? Puedo hacerlo de manera lineal, o empezando por el final o intercalando pasado y presente, o contar algo que todavía no sucede. Las posibilidades son infinitas, pues hay muchas maneras de contar una historia, pero existe una sola que es la que le proporciona la calidad de cuento. De esta forma, es la historia misma la que pide su propia manera de ser contada y el trabajo del escritor consiste precisamente en descubrir esa manera única e intransferible. Pensemos en alguno de los cuentos de Juan Rulfo, por ejemplo, “¡Diles que no me maten!”. Es imposible contarlo de otra manera, con otra estructura, porque o se convierte en otro cuento o pierde totalmente su encanto.
Otra cuestión importante en materia de tratamiento tiene que ver con la voz narrativa. ¿Quién cuenta el cuento? ¿Es un narrador omnisciente que, como Dios, todo lo sabe y todo lo ve? ¿Es un personaje que funciona como testigo y cuenta lo que le pasa a él y a los demás? ¿O es alguien a quien no le consta nada y me lo cuenta sólo de oídas?
Este aspecto, el de la voz, se enlaza finalmente, con el lenguaje que se utiliza para contar la historia, y esto está íntimamente relacionado con el tipo de personajes que intervienen en el cuento. El lenguaje de los personajes debe ser verosímil. Ojo: dije verosímil, es decir, parecido a la verdad, pero no necesariamente una calca del habla real del personaje.
Por ejemplo, si mi personaje es un machetero de La Merced no lo voy poner a hablar como un gentleman inglés o un doctor en filosofía. Bueno, sí podría, pero tendría que hacerlo verosímil. ¿Cómo explico que un personaje así hable de tal manera? Ahora, si me pusiera a copiar simplemente la forma de hablar de los macheteros de La Merced y la pusiera en mi cuento, me daría cuenta de que es muy limitado y que me sirve de muy poco para lo que yo quiero contar. Entonces, tengo que hacerlo verosímil, creíble para el lector. ¿Cómo? Bueno, eso ya le toca a cada quien decidirlo y encontrar la forma de matar sus propias pulgas.
Por lo pronto, y para no quedarme atrás en relación con los demás autores del género, yo también aventuro mi teoría personal del cuento en forma de metáfora. Imaginemos que escribir un cuento es como jugar billar. Ahí en el paño verde-hoja de papel, estoy con mi taco-pluma y los elementos-bolas que conforman el cuento: historia, tratamiento y lenguaje. Tengo que encontrar el lugar exacto donde la bola blanca pueda pegarle a los tres elementos-bolas. Un buen cuento sería como una carambola de tres bandas, donde los elementos se entrecruzan, chocan entres sí y con las bandas, para finalmente anotarse un punto más. Cada tirada es diferente a la anterior y hay que acomodarse de acuerdo con la posición de las bolas sobre el paño.
Y el cuento es también como el billar, porque sólo se aprende andando de vago, pasándose horas ante las mesas y, sobre todo, observando y aprendiendo de los maestros, que ya llevan muchísimas horas de vuelo, aprenderles los trucos, la forma en que agarran el taco, en que le frotan el cosmético, sus tics y sus manías, la forma en que le dan vuelta a la mesa para encontrar el mejor ángulo, el lugar perfecto donde deben dar el tacazo para lograr una carambola perfecta.
(Publicado en la revista Textos, número 11, editada por el SUNTUAS Académicos, Culiacán, Sinaloa, 2003).
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