r Guillermo Vega Zaragoza
Cuando alguien habla de “las musas”, en lugar de pensar en las deidades griegas, siempre viene a mi mente Agustín Lara cantando “Mujer, mujer divina, tienes el veneno que fascina en tu mirar… mujer, mujer alabastrina, tienes vibración de sonatina pasional…”, y a una fémina algo entrada en carnes con un vestido que se pretende “vaporoso”, recostada sobre el inmaculado piano blanco del músico poeta de Tlacotalpan, mirando en lontananza con ojos arrobados.
No dudo que muchos compartan esa imagen cuando se refieren a la “inspiración”: la ven como una mujer rejega y voluble que, después de muchos ruegos e insistencia, acepta entregarle al “artista” el néctar de sus labios para engendrar una “obra maestra”; entendiendo la inspiración como algo siempre externo a nosotros, que no podemos gobernar y que nos puede asaltar en los momentos y lugares más insólitos e inoportunos.
Lo cierto es que lo que llamamos “inspiración” es sólo una de las fases del proceso de la creatividad. La inspiración no llega por accidente o designio de los dioses sino que es posible “convocarla”, hacer que se aparezca cuando uno quiera. En eso consiste el trabajo de un creador, llámesele escritor, pintor, músico… Pero no sólo ellos: también los científicos y hasta los políticos, contadores o matemáticos pueden aplicar el proceso de la creatividad para que se aparezca “la musa”.
Yo tengo la teoría de que el proceso de “inspiración” o iluminación —como prefieren llamarlo los especialistas en creatividad— funciona como el agua de tamarindo. Me explico: si uno deja reposar un vaso de agua de tamarindo la pulpa tiende a asentarse en el fondo del vaso. Lo mismo sucede en el proceso de la creatividad. Tenemos que juntar todos los elementos que necesitamos para hacer el agua de tamarindo —hacernos preguntas, investigar, recopilar información—, pero para obtener lo importante —la pulpa, la inspiración, la iluminación— tenemos que dejar reposar el agua, que se asiente, para luego extraer ese néctar, ese concentrado donde está lo importante, lo nuevo, lo insólito, lo creativo.
Ha sido reciente el interés científico que ha suscitado el proceso de la creatividad. Antes se pensaba que era algo “divino”, que sólo los “elegidos de los dioses” podían ser “inspirados”. Lo cierto es que todos los seres humanos podemos ser creativos si aprendemos y dominamos el proceso de la creatividad y lo aplicamos en nuestros ámbitos particulares.
Sin embargo, se tiende a confundir la imaginación con la creatividad, y aunque una implica a la otra no son lo mismo. La imaginación es una facultad humana. Todos imaginamos, poco o mucho, pero todos los seres humanos tenemos la capacidad de imaginar, de hacer que en nuestra mente aparezcan imágenes de cosas que no existen o que no existen aún (“imago” viene de “fainein”, que quiere decir “aparición”; de ahí se deriva “fantasma” y “fantasía”). En tanto, la creatividad es un proceso para crear cosas nuevas que antes no existían, para encontrar soluciones a los problemas humanos. La imaginación no se puede aprender, cada quien nace con mucha o poca imaginación, pero lo que sí se puede hacer es cultivar la creatividad, es decir, qué hacer con la mucha o poca imaginación con que contamos.
El problema es que para emprender el proceso de la creatividad el primer paso es la curiosidad, el hacerse preguntas, el cuestionar por qué las cosas son como son y no de otra forma. Y a las instituciones establecidas de la sociedad nunca le han gustado las personas que cuestionan, por ello se tiende —desde la familia y luego la escuela, el trabajo y la plaza pública— a desalentar que los individuos cuestionen, que hagan preguntas. Hay personas que nunca en su vida se han hecho una pregunta vital (ya saben, de ésas de “¿de dónde venimos?, ¿qué hago aquí?, ¿a dónde vamos?”) y mucho menos se preguntan acerca de las cosas más simples y cotidianas de su entorno: por qué el cielo es azul, cómo funciona un celular, cómo funciona el cuerpo humano, por qué se siente de determinada manera, por qué hay pobreza, si existe dios, etcétera.
De esta forma, se desalienta desde la raíz la creatividad. Y no sólo eso, sino que las personas asumen, con total convicción, “es que yo no soy para nada creativo” Y se entiende que lo crean así. Pero no es cierto que no lo sean. Simple y sencillamente no saben cómo ser creativos. Porque una cosa es tener la facultad del habla, pero no todos saben comunicarse adecuadamente. Eso se aprende. Igual la creatividad: todos tenemos imaginación, pero no todos aprendemos a ser creativos.
Por si fuera poco, se “endiosa” a aquellos que son creativos, se les ve como extraterrestres, como excepciones de la naturaleza. Sí, es cierto, hay mucho de talento, de predisposición genética, incluso de suerte para emprender algo creativo, pero si se llega a dominar el proceso de la creatividad, es muy probable que se alcancen resultados similares. Es cuestión de decisión y convicción. Y de trabajo, desde luego. Porque alguien podrá tener mucha imaginación, pero si no la realiza a través de la creatividad, si no la hace concreta, si no la aterriza. Se quedará nada más en eso: en imaginación.
(Publicado en la revista cultural En Tierra de Todos núm. 17, agosto-septiembre 2011)
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