Google+ Taller de Escritura Creativa de Israel Pintor en España: Mis ocho, Raimundo Lion

Mis ocho, Raimundo Lion


―¿Por qué escribes? 
           
            Escribir, literatura, implica una decisión y un esfuerzo sostenidos durante mucho tiempo. Muchos días. Muchos meses. Como mínimo. Es poco probable que algo que se hace durante tanto tiempo vaya a tener un solo porqué. Porque está el por qué pensamos un día en ponernos a escribir.   Y está también el por qué insistimos en seguir escribiendo aún cuando llegamos a casa agotados y además hace ya días que escribir no nos da ninguna alegría. Y el por qué seguimos haciéndolo cuando ha pasado tanto tiempo desde que escribimos por primera vez que nuestra vida pide ya de nosotros algo completamente distinto de lo que entonces nos pedía. Y aún hay otros más. Cada uno de estos porqués puede tener una respuesta diferente.


POR OBLIGACIÓN

Las primeras veces que he escrito un texto literario lo he hecho por obligación, porque me lo mandaron en el colegio o en el instituto. Quizá parezca un motivo poco elevado, pero a mí me parece tan bueno como cualquier otro. No creo que escribirlo por obligación haga necesariamente peor un texto literario. Algunas de los textos que he escrito y que me han parecido mejores los escribí porque tenía que hacerlo. La obligación es una fuerza tan determinante como las pasiones incontenibles que se supone que mueven a las mejores obras. Si yo fuera escritor, no me haría dejar de serlo tener que escribir en parte por obligación. Por obligación escribió Dostoievski Crimen y castigo, le salió bien. Por obligación contó sus cuentos, una noche y otra, Sheherezade, y también le valió la pena.
            Por cierto, este ensayito lo estoy escribiendo por obligación.


POR DINERO

Nunca he ganado un duro con lo que he escrito. En tercero de bachillerato gané el concurso de cuentos de la Semana Blanca del instituto. No fui a recogerlo, pero no a lo Marlon Brando, es que no sabía que daban premio. Si lo llego a saber, claro que voy. En realidad no aparecí por el instituto en toda esa semana. A la siguiente el jefe de estudios me buscó en clase y me lo dio. Un vale por cinco mil pesetas para gastarlo en la papelería Juan XXIII. No se le ocurrió al jefe de estudios que yo, a esa edad, ya tomaba cerveza. El vale me lo dejé en el bolsillo del pantalón y se lo comió la lavadora.
            Sé que no me voy a morir sin presentar una novela a un premio literario. No a uno de los gordos, sino a uno de esos de los pueblos, que puedes ganar tres o cuatro mil euros. Para cancelar de una vez la deuda de la tarjeta de crédito, que lleva más tiempo conmigo que mis empastes. Me da vergüenza cuando me doy cuenta de que no me da vergüenza querer ganar el concurso más por el dinero que por otra cosa. Tengo muchas fantasías en las que termino un libro, lo presento a un concurso, lo gano y trinco un cheque. Pero nunca tengo una fantasía en la que soy escritor. Será porque lo que yo quería realmente ser ya lo soy.


POR PLACER SENSUAL

Desde pequeño he sentido placer manipulando las palabras. No hablo aquí de un deleite espiritual, sino de un placer sensorial, físico. Imaginarlas, oírlas, verlas, escribirlas, decirlas, juntarlas, me da gusto. Algo así como cuando nos revolcamos en la arena de la playa. A veces miramos de cerca nuestro dedos llenos de arena, buscando ser capaces de distinguir cada grano, y nos damos cuenta de que cada uno tiene un color y un brillo diferentes. Otras veces disfrutamos removiéndola y estrujándola y enterrándonos en ella. Las palabras, como objetos plásticos, al margen de su significado, son tan bellas. Cada una es única, y está llena de detalles, de curvas y relieves, algunos marcados, otros armónicos, como rostros humanos.

            Este placer sensual que me dan las palabras debe bastante, creo, al hecho de que en mi cerebro las letras encienden directamente sensaciones visuales y táctiles y cinestésicas que, hasta donde sé, nada tienen que ver a priori con ellas. Esto no me ocurre en mis conversaciones cotidianas, pero sí cuando toco y manipulo el lenguaje de un modo más consciente, más premeditado; cuando leo en silencio o cuando escribo. En mi cabeza la a ha sido siempre un gris claro, la e un naranja tierra, la i un rojo clavel, la o un blanco roto, y la u un rosa pálido. No es que me parezca que esas letras tengan ese color, es que al oír o al ver la letra aparece su color en mi imaginación. Esto es así para mí desde siempre. Nunca ha cambiado esta correspondencia entre vocales y colores. Me pasa también con los números. El cero es blanco, el uno es azul marino, el dos gris claro casi blanco, el tres tiene el color de la e, el cuatro es rosa casi blanco, el cinco es rojo chillón, el seis es amarillo, el siete marrón, el ocho morado, y el nueve granate muy tostado. Sinestesia, aprendí en la Facultad que se llama este fenómeno, y que le ocurre a otra mucha gente, y que para cada persona la correspondencia entre letras y sensaciones de diferentes modalidades sensoriales es única. Con las consonantes no me pasa lo mismo. Las consonantes no traen colores a mi imaginación. Algunas de ellas sí puedo asociarlas fácilmente a sensaciones táctiles o cinestésicas, o a atributos humanos. La ese, por ejemplo, es una caída libre y suave en el aire; la erre tiene majestad; la eme es un beso o una caricia; la j tiene algo de lo que no te puedes fiar.


POR TORPEZA

Léase también por soledad, por fracaso, por salud, o sea para sanar. Todo es lo mismo.

            Si yo hubiera sido un niño niño; si yo no me hubiera criado con un alacrán vivo, cada noche, debajo de la almohada; si yo hubiera sido un adolescente capaz reír y hacer amigos; un joven más apuntalado, con emociones duralex, sin duda alguna me hubiera dedicado a vivir. Muchísimas horas las he pasado escribiendo porque no he sabido pasarlas riendo, charlando, bailando, con la gente que la vida ha puesto a mi lado, amando a las mujeres que me han enamorado. Escribir es marca de fracaso. Los escritores no me engañan. A muchos les quiero, pero a muy pocos admiro, y a los que  sí no lo hago porque sean escritores. Sé de qué va el asunto. Los que escribimos formamos el club más antiguo y extenso de torpes del mundo.
            Tantas veces me he sentado a escribir para llenar horas de soledad. Para darles sentido. Para no estar demasiado tiempo solo. Porque la literatura, toda creación artística, es conversar, una conversación íntima. Pero una muy peculiar: la que se tiene con un otro que ahora no está. Entonces, el artista lanza su mensaje hacia el futuro, hacia el otro íntimo que no está en ese lugar y momento. En el futuro estará.
            Hoy ya no me siento tan torpe, pero me ha quedado el vicio de escribir.


POR DIVERSIÓN

Cuando escribo, a veces oigo mi risa, solo en casa. Por las perrerías que hago a los personajes.


PARA SER LIBRE

Hay muchas formas de libertad, pues hay muchas formas de esclavitud, pero esto es un tema para otro ensayo. Lo que importa decir aquí es que existe la esclavitud del lenguaje, cuando el lenguaje está plagado de asociaciones de palabras, de ideas, que nadie cuestiona, nadie desmonta. Son los tópicos, las frases hechas, las ideas consabidas, las elipsis oscuras, los discursos trillados... He olvidado si fue leyendo Las ninfas o Los helechos arborescentes, o una de sus columnas, cuando, en mi adolescencia, le leí a Umbral ―uno de los escritores a los que más quiero―, las palabras “un hombre cruel y bueno”. Lo que no he olvidado es la llamarada que en un instante, al leer esas  cinco palabras, calcinó mi mente de antes y dejó el terreno libre para una nueva mirada. Tengo ese momento por uno de los puntos de inflexión en mi vida, a partir del cual me he sentido una persona más libre. “... cruel y bueno”. ¿Cómo podía una persona ser cruel y buena?, fue lo primero que pensé. Y detrás, la iluminación. Descubrí de repente cómo me pesaban las cadenas del lenguaje. ¡Claro que una persona puede ser cruel y buena! Desde niños damos creemos que eso no es posible porque estas palabras nunca aparecen juntas en el lenguaje que nos hablan. Si alguien es cruel el malo. Si alguien el bueno es amable... ¡Pues no! La realidad está hecha con infinitas teselas, todas irregulares. Decir del lenguaje que puede hacernos esclavos puede parecer petulancia, pero literalmente ocurre así. Nunca fui libre para ver a las personas que son crueles y buenas hasta que leí a alguien que escribió juntas esas palabras. Hasta entonces mi mirada estuvo ciega para todos los hombres y mujeres buenos y crueles que hay en el mundo. Si veía que eran buenos, no podía ver su crueldad. Si veía que eran crueles, no podía ver su bondad.
            Desde entonces, escribir se ha convertido también en un quehacer libertador. Como hace un artificiero que va buscando minas enterradas para desactivarlas, escribir es también estar atentos a todos los prejuicios que hay ocultos en el lenguaje, en forma de frases hechas, de adjetivos que  siempre van ayuntados, y dinamitarlos, y usar las palabras que quedan por fin sueltas de un modo nuevamente vivo. Así me hago más libre, retiro de mis sienes las anteojeras, para ver lo que antes no veía.


PARA TRASCENDER

Por coraje, rebeldía, ambición, por amor, podrían haber sido también los nombres de esta razón.

            Lo que admiro es la acción. La que produce una obra que muta el mundo a mejor. Eso es lo que convierte una vida en ejemplar, en admirable. Es lo mejor que podemos dejar a los demás. Ésta es la opción real de existir más allá de nuestra vida: merecer que los que siguen quieran tenernos en su memoria, y por momentos en su conciencia, porque sientan que eso es bueno para ellos. Por esto elijo ser un soldado sobre todo lo demás. Ser hijo de la posmodernidad no me ha atontado tanto  como para negar que existen el Bien y el Mal, que lo que viene mañana se cuece hoy, que importa lo que elegimos, lo que hacemos. Suelen contraponerse acción y reflexión, y escribir se asocia más a la segunda, pero escribir, si se hace para influir, para mejorar el presente, es también actuar. Escribir es una de mis maneras de luchar. Ser capaz de escribir un texto útil, bello, que los que van a venir quieran guardar en paño, es también mi motivo para escribir. Tiento esa opción para trascender. Mortal y Rosa, Pedro Páramo, El Sur, Taxi Driver, El violinista en el tejado, La hija de Ryan, Platero y yo, Historia de un soldado, El túnel, Dersu Uzala, Lolita... hacen por sí solas buenas las vidas de sus autores. Si yo creara un libro así, saludaría manso a Muerte cuando llegara.


PARA APRENDER

Ésta es la más importante.

            No me refiero al conocimiento que se adquiere cuando uno se documenta para escribir un texto literario ―aunque este aprendizaje ya sería por sí mismo un buen motivo para escribir―.  Escribiendo he descubierto que se puede aprender sin leer, sin escuchar, sin mirar, sin necesidad de absorber nuevos datos, sino pensando, reflexionando, flexionando la conciencia hacia uno mismo, hacia la propia experiencia, hacia los datos que ya había en uno mismo, y organizándolos, o reorganizándolos. Lo que he aprendido así ha resultado ser el conocimiento más denso y determinante, y lo he aprendido escribiendo. Conocimiento que resulta extremadamente práctico, como la diferencia entre lo que ocurre y cómo se percibe, entre la realidad y el deseo, entre los millones de mundos internos que se cruzan sin tocarse a diario. Estas distinciones puede parecernos obvias, pero en nuestra vida cotidiana constantemente las confundimos, y de esta confusión, que es el precio que pagamos por el lenguaje, procede la mayor parte del sufrimiento humano. Aprender la habilidad de desenmarañar este lío, a tener claro a la cabeza de quién pertenece cada pensamiento, es un conocimiento práctico crucial para no vivir sufriendo demasiado. Con ninguna otra actividad como con la escritura narrativa he aprendido mejor esta habilidad. Curiosamente, a pesar de mi profesión, ha sido con el aprendizaje del abecé de la escritura narrativa cuando mejor he comprendido las distinciones que antes he mencionado. Muchos de los conceptos psicológicos que antes conocía y sabía definir bien, no he llegado a comprenderlos mejor hasta que no me he impuesto la disciplina, no ya de observar la realidad, sino de contarla. Observar la realidad permite aprender de ésta. Pero contarla da más. Chutes de conocimiento, es lo que me pasa escribiendo. De conocimiento vivo y útil para la vida, conocimiento de primera calidad, sin adulterar, puro, criado directamente con la propia experiencia. Estos chutes de conocimiento, estas revelaciones, me hacen disfrutar como pocas cosas más. Y sólo me ocurren cuando tengo conversaciones íntimas. Por eso me hice psicoterapeuta, por eso leo y por eso escribo.

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